Las piezas del rompecabezas: 125 del Teatro Nacional Sucre

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Por Gabriela Alemán

Fotos: Cortesía Teatro Sucre

Si se habla del Teatro Sucre en la cercanía de músicos o actores, la atmósfera se suele enrarecer. Los grupos se parten, por un lado, quedan los que han asistido como público y hablan en voz baja y miran de soslayo y, por el otro, los que han estado sobre su escenario y sienten que han llegado. Como si el teatro fuera un podio de premiación y presentarse allí equivaliera a subir al primer escaño después de una competencia. Teatro Sucre y consagración funcionan, en ese escenario, como una única palabra. No siempre fue así. En 1886, cuando se abre con gran pompa por primera vez el telón del Teatro Sucre para el concierto de piano del Capitán Voyer, músico francés de gira por Latinoamérica, se presenta, unos días después, el espectáculo de variedades de prestidigitación e ilusionismo El Conde Patricio (hijo), en el Teatro Sucre. En 1889 se presenta sobre su escenario la Srta. Roux y Mr. Grossi, en un acto de hipnotismo, espiritismo y prestidigitación. Hablamos, sí, del mismo teatro que la sociedad La Civilización, con respaldo del presidente Veintimilla y su sobrina Marietta, construye para que llegue a él lo mejor de la cultura europea a la capital.


Según la nota aparecida en Crónica del Teatro, N° 1, de septiembre de 1877 en Quito:

“Lleno de satisfacción, me apresuro a anunciaros que, dentro de poco tiempo, tendrá la capital de la República uno de los establecimientos más útiles para la civilización, moralidad y mejora de un pueblo. El atraso que sensiblemente se nota en nuestras masas populares se debe en parte a la falta absoluta de teatros en nuestras poblaciones […].

Comprendiendo el Jefe Supremo de la República la necesidad de un teatro, siquiera para Quito, ha desplegado todo el interés y entusiasmo necesario para obtenerlo […] Acción filantrópica y de alta recomendación para el Magistrado que lo ha promovido”.

La realidad rebasó las buenas intenciones de culturizar a las masas populares. Si bien se presentó el compositor italiano Domingo Brescia en 1907 y la Compañía de Ópera Labardi en 1908, el cirquero mexicano Luis Quiroz, como empresario, presentaba a la Compañía Japonesa Fukushima, de equilibristas y malabaristas en ese escenario en 1902 y dos años después traía su propia Compañía de Variedades, compuesta por contorsionistas, bailarinas y cansonetistas para deleitar a los quiteños. Es sobrecogedor ver el número de faquires, ilusionistas y prestidigitadores que pasan por las tablas del Sucre en esos primeros años que son, también, los años del auge de los actos de escapismo, Houdini, el espiritismo de Madame Blavatski y la Sociedad Teosófica. Ecuador, pues, no era ajeno a las modas mundiales, solo que, en Londres, Nueva York, Berlín o París, Houdini y sus copistas se presentaba en salas de vodevil o pequeños teatros de variedades ajenos a la alta cultura. Aquí Rosina Storchio (soprano italiana), Joseph Matza (virtuoso checo del violín), Claudio Arrau (pianista chileno), Bougomil Sykora (chelista ruso) y Andrés Segovia (guitarrista español) compartían temporadas con el Profesor Ling, Fassman el hipnotizador de multitudes o Onofroff. Lo que habla más de la precaria economía ecuatoriana que de la visión artística de los programadores del Teatro Sucre.

El año en que se hace gala de inaugurar al teatro como se debe (con una Compañía de Zarzuela de 40 actores), en 1887, Carnegie Hall nace como idea en Nueva York. Esa sala de concierto no ha variado en su visión y misión desde entonces, por eso el chiste que hasta ahora corre (una mujer perdida en Manhattan pregunta cómo llegar a Carnegie Hall y un transeúnte le responde: “practicando”) no ha perdido vigencia. La respuesta para llegar al Sucre, y que no ha variado a lo largo del tiempo, es de otro tipo: “siga por la Guayaquil hasta la Plaza del Teatro, lo encuentra en la esquina de la Manabí”.

La estatua y el león

Conocí el teatro antes de conocerlo. Mi abuelo, Hugo Alemán, había escrito un libro sobre Sucre, libro compuesto de varios artículos. El último, uno de los más largos, habla sobre el destino de las dos estatuas del mariscal (la de la plaza de Santo Domingo y la que se colocó a finales del siglo XIX en la galería de entrada del Teatro Sucre). Una de ellas desató la polémica que retrasó su inauguración en 1886. Con auspicio del señor Manuel Rivadeneira y su hija, Emilia, se encargó al español José González Jiménez para que realizara una escultura del mariscal, esta se hizo inicialmente en arcilla y “representaba a Sucre con sus propias facciones y en actitud valentísima, pisando la cabeza del León Ibero y amagando con la espada que empuñaba con la diestra: con la izquierda acogía benignamente a una esbelta joven de tipo americano, que representaba a la República del Ecuador: la joven se inclinaba un tanto en actitud de entregar sus rotas cadenas: al pie, se veía sobre el suelo el cetro español, roto en la mitad, como si acabara de caer con recio golpe”, como cuenta el texto de 1892, La estatua de Sucre, publicado en Quito por la Imprenta de La Nación y Cía. La versión definitiva en traquita nunca llegó a realizarse y fue un molde en yeso el que el presidente Caamaño hizo colocar en la galería del Teatro Sucre. Antes de que la anunciada inauguración con la Compañía de Zarzuela Jarques tuviera lugar, el entonces diplomático español Manuel Llorente Vásquez reclamó indignado el retiro del avasallado león ibérico de la escultura (aunque no fue lo único que pidió, también insistió en que se cambiara la letra del himno nacional por considerarla ofensiva para España, a lo cual recibió la ya famosa respuesta de Juan León Mera: “El Himno no es letra de cambio”). No se cambió la letra del himno pero el presidente de la República accedió a mutilar la escultura, lo que desató una enorme polémica en la ciudad. Como posible consecuencia, se retrasó la llegada del grupo que debía inaugurar el teatro, era a fin de cuentas una compañía española, y llegó el capitán francés para salvar las fechas comprometidas. Esto no sería más que una anécdota de la sobresaltada historia del teatro si no fuera que, por eso, existieron dos inauguraciones del Teatro Sucre; una en noviembre de 1886 con un concierto de piano, y otra, en enero de 1887, con una zarzuela. Lo que decretó, desde ese entonces, la ambigüedad del teatro en cuanto a su programación pues, a pesar de abrir la nueva sala con un concierto de música instrumental, hasta que no se hizo una representación dramática (en este caso lírica), no se dio por plenamente inaugurado el teatro.

Álbumes del Dr. Alcides Fierro

La historia del teatro, los espectáculos que pasaron por él, las decisiones tomadas relativas a su programación, la inauguración y sus sucesivas reconstrucciones, la influencia de lo que llegó sobre lo nacional: el Teatro Sucre es una colección de cajas chinas. En los próximos meses, tanto la Fundación Teatro Nacional Sucre como el Instituto de Patrimonio Cultural editarán libros que toman al Sucre como su objeto de estudio. Será el inicio de una línea abierta a investigadores de la cultura e historia cotidiana de la ciudad. Aunque el Archivo Nacional guarda más de 50 carpetas relativas a este, uno de los eslabones perdidos (para armar el rompecabezas de la historia del teatro) era la falta de programas e información gráfica sobre los grupos que llegaron a la capital entre 1886 y la década del cuarenta. Los tres maravillosos álbumes del Dr. Alcides Fierro cierran el círculo y funcionan como la chistera de un mago. Todo lo que sale de estos sorprende. Comenzando por su propia historia. El Dr. Alcides Fierro, médico de profesión, recopiló programas, recortó fotografías de publicaciones nacionales y extranjeras, dibujó con exquisitez y enorme habilidad los títulos y textos sobre los actrices, actores y músicos que llegaron a la capital, anotó el lugar de sus presentaciones y heredó a las siguientes generaciones la riqueza de una época registrada en tipografías, vestuario, diseño y las preferencias de géneros dramáticos y musicales de esos años. En una entrevista a Susana Freire, su hijo, el doctor Rodrigo Fierro, cuenta que su padre:

“Formó parte de una familia de gran sensibilidad poética y de buenos lectores. Ahí están Humberto Fierro, Hugo Alemán Fierro y Enrique Fierro. Soy testigo de que mi abuelita Rafaela Garcés de Fierro era una gran lectora, armada de lupa y lentes, a sus cien años. Para ella, nada comparable a los novelistas franceses como Víctor Hugo, al que adoraba y del cual conservaba ejemplares en ediciones preciosas en un viejo arcón. Se constituyó, mamá Rafaelita, en el centro de una familia de lectores. Fue creando el ambiente sin el cual no se comprende que esa mujer maravillosa que fue su hija, mi inolvidable tía Anita, se dedicara al arte, en sus principales manifestaciones. Anita fue de las primeras en ingresar a la Escuela de Bellas Artes, fundada por Eloy Alfaro, y cuyo primer director fue L. Casadío, quien vino de Italia contratado para tal cargo. (…) Este preámbulo explica el entusiasmo de Rafaelita cuando la inauguración del Teatro Sucre en 1886. Primero acompañada de su esposo y luego de sus hijos mayores, mi padre y Anita, no se perdían una función. En una cajita de metal fue guardando los programas, ella fue la iniciadora de los tres ‘cuadernos’. Cuando se sintió cansada de tal empeño (enviudó y tuvo que educar a seis hijos), tomó la posta mi padre médico militar. Cuando no se hallaba de guarnición en Quito fue su hermano Enrique, quien falleció muy joven, y luego su gran amigo el Dr. Carlos Toro, los que le proporcionaban el material de las funciones que se daban en el Teatro Sucre. Así fueron tomando cuerpo los tres álbumes. En algunas ocasiones, con su preciosa caligrafía, mi padre completaba la información. ¿Por qué hasta 1941? Cuando la guerra con el Perú, la de aquel año, mi padre fue designado director del Hospital Territorial en Santa Rosa de El Oro. Él y sus colegas fueron los últimos en abandonar el teatro de operaciones, cuando ya no quedaba un herido, cubriendo de dignidad a la Sanidad Militar de nuestro país. Sí en verdad mi madre y yo (hijo único) le vimos volver derrotado pero no vencido, fue patente su desgano por vivir y ahí quedó su entusiasmo por registrar las presentaciones que se daban en el Sucre”.

Memoria colectiva, memoria de todos

Como decía, conocí el teatro antes de conocerlo. No fue solo por el libro de uno de mis abuelos, sino por las hazañas del otro, Ángel Benigno, quien, cuenta la leyenda familiar, bailó tap sobre el escenario del Sucre. Y por las historias de mi madre, que de niña representó a Blanca Nieves y me contó que, luego de morder la roja manzana (tan apetecida en esos años en los que una fruta importada era una extravagancia) y caer muerta, se arrastró por el suelo, cubrió su rostro y no dejó de comer la manzana hasta terminarla y, nuevamente, caer muerta, mientras el teatro se desternillaba de risa. El Sucre, más allá de ser el teatro de la capital, el que trajo ópera, zarzuela, música de cámara y sinfonías a la ciudad, también fue un espacio de socialización y encuentro. Allí las instituciones educativas y las academias de danza y música de la capital representaron sus programas de fin de año, allí se llevaron a cabo premiaciones de concursos de declamación, se entregaron premios a los mejores alumnos, se graduaron los bachilleres de varias instituciones, se condecoró a misioneros, se premió a artesanos, se reunieron sindicalistas y, aunque dejara varias páginas en blanco, el espacio no alcanzaría para que entraran todos los recuerdos y leyendas familiares de los que leen este artículo. Todos tenemos recuerdos que nos unen al Sucre. El teatro ha funcionado, a través del tiempo, como el espacio de todos, antes de que la frase se convirtiera en un eslogan. A él llegó José Vasconselos, luego de perder las elecciones en México en 1930, para dar conferencias sobre la Revolución mexicana y el imperialismo yanqui, el mismo año que la Universidad de Yale envió un equipo de debate para enfrentarse a los representantes de la Universidad Central (conformado por Gonzalo Domínguez, Luis A. Ortiz Bilbao y Neptalí Ponce) sobre su escenario. Diez años después, en 1940, John Dos Passos se presentaba en el Sucre. Al teatro llegaron artistas, músicos, vecinos, escritores, declamadores, políticos, curas y faquires. Todos fueron bienvenidos.

Cuenta Ross Wetzsteon que cuando Vladimir Nabokov fue su profesor de literatura pidió a sus alumnos que copiaran un diagrama que trazó en el pizarrón del salón con su análisis de Casa desolada de Dickens. Primero dibujó una línea chueca donde decía “el tema de la herencia”, lo siguió otra que decía “el tema social”, y así siguió Nabokov hasta que trazó una última línea curva, como una media luna recostada, donde puso “el tema del arte”. Y que solo entonces se retiró del pizarrón y observó su creación: el resultado era un gato sonriente. El arte que trajo el Teatro Sucre a Quito dibujó una sonrisa en una ciudad que crecía y comenzaba a modernizarse a pasos lentos y que, 125 años después, continúa sonriendo gracias a su presencia.

Recuadro

Un libro recogerá la vida del Sucre

Chía Patiño hace un recuento de algunos aspectos relacionados con la Fundación Teatro Nacional Sucre, de la cual ella es su directora ejecutiva.

—¿Quiénes integran la Fundación Teatro Sucre? ¿Cuál es el personal de planta y cómo está integrado?

—De manera abstracta, la fundación la integra un enorme grupo de personas, animales de escena en su mayoría, pero en todos los casos con extrema sensibilidad al arte y a todas sus distintas formas. Un grupo de creadores y soñadores. La FTNS administra siete espacios: el consagratorio que es el Teatro Nacional Sucre, un acogedor Teatro Variedades frente al Teatro Sucre y un moderno Teatro México en Chimbacalle: en estos dos espacios la FTNS bajo la figura de coproducciones apoya a una gran cantidad de artistas nacionales con toda su infraestructura, que debo aclarar que están con el mismo equipamiento que el TNS. El Centro Cultural Mama Cuchara que es la casa de todos nuestros elencos y tiene un pequeño auditorio, Raúl Garzón. A esto se une la Plaza del Teatro, una pequeña pero activa galería en la Casa de la Fundación y el Café del Teatro que esperamos abrirlo en un futuro cercano, pues estamos remodelándolo para contar en él con dos pequeñísimos escenarios de micrófono abierto.

Somos casi 300 personas, todos ellos, como dije, con una sensibilidad artística especial: son casi 170 músicos que conforman los siete elencos fijos: el Coro Mixto Ciudad de Quito, la Banda Metropolitana, la Orquesta de Instrumentos Andinos, la Escuela Lírica, el Ensamble de Guitarras de Quito, los grupos Pambil y Yavirac. Además, tenemos casi 60 niños que conforman el Coro Infantil y el Coro Juvenil, dos compositores/arreglistas y un estudio de grabación.

El resto del personal lo conforma un gran equipo de técnico (tramoya, sonido, luces, vestuario y video), de producción y apoyo, diseño, comunicación y relaciones públicas que empujan todo proyecto que el público ve adelante. Pero atrás de ellos en respaldo se encuentra el equipo administrativo, financiero, compras públicas, boletería, mantenimiento y limpieza, choferes, mensajeros y atención al público, secretarías y guardias, y la asesoría legal. Además, existe un comité externo de programación y, por supuesto, un directorio y una asamblea, ambos presididos por el Sr. alcalde del Distrito Metropolitano de Quito que mantienen viva a la fundación.

¿Con qué criterio se seleccionan los espectáculos?

—Hay uno que es bastante simple: el arte honesto que busca mantener la humanidad, al contrario de algo que es simplemente entretenimiento y busca por encima de todo un rédito económico. Creo que ambos son válidos, pero la razón de ser en sus raíces son distintas. Para mí el entretenimiento apela solo a los sentidos e incluso allí hay un cambio interesante y no necesariamente positivo: mucho arte actual se hace para los ojos, incluso se escucha casi exclusivamente con los ojos. Los espectáculos que buscamos intentan remover también el corazón y la mente.

—¿Qué se ha preparado para celebrar los 125 años de vida de el Teatro Sucre?

—Un solo evento no estaría a la altura de la historia de este teatro que ha acompañado a esta ciudad por 125 años. Por esto decidimos celebrar todo el año 125, trayendo a la ciudad 25 eventos estrella: el Teatro Sucre regaló a Quito este año eventos memorables, entre otros, Donka, Drexler, Renée Fleming, Hilary Hahn, Youn Sun Nah, Inbal Pinto, Ballet Jazz Montreal, John Zorn, entre muchos más. El año 125 empezó con el concierto de Kusturica que cerró el Pregón de las Fiestas de Quito, pero para nosotros abrió el año 125 del teatro. Este año se cierra justamente mostrando la fortaleza de la fundación, y la celebración se centra en nuestros elencos: una comisión de Gabriela Lena Frank, una reconocida compositora que escribe para la Orquesta de Instrumentos Andinos. Un homenaje al maestro Gerardo Guevara en el que participan todos nuestros elencos, y la reposición de nuestra producción original de West Side Story. Y un regalo para Quito con un proyecto: Formidables 125 años, que recoge la historia de nuestro teatro en tres tomos: su historia, lo que pasa frente al telón y lo que pasa tras el telón.

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