Por: Roxana Cazco
Fotografía: Stuart Freedman/In Pictures/CORBIS
Nunca me pasó con una ciudad. Despierto pensando en ella y cierro los ojos con su imagen. Sarajevo provoca un apego extraño en el viajero, igual que cuando estás enamorada y no dejas de pensar en alguien.
La suerte y mi escaso presupuesto quisieron que me bajara del carro en el mismísimo centro de la ciudad, colapsando el plan del taxista de darme una buena vuelta, supongo que hasta las altas colinas de la capital bosnia.
Entré en el primer hostal que encontré pero estaba lleno. “Es temporada alta, agosto”, me dice el dueño con cierta pena. Y cuando emprendía la tediosa tarea de buscar alojamiento —la peor de todas cuando viajas— apareció Dino en el hostal. Me ayudó a encontrar una habitación grande y en pleno centro gracias a sus contactos como guía turístico. Trece dólares, una ganga.
Dino mide dos metros y apenas supera las cuatro décadas, fue basquetbolista y durante la guerra jugaba en Alemania, pero la vivió de cerca por su familia. “Lo que pasa es que en Bosnia nadie respeta a nadie”, me dice. Habla en presente y revela las tensiones que persisten en un país que hace menos de veinte años vivió una cruenta guerra civil.
El sitio de Sarajevo fue uno de los capítulos más tenebrosos de aquella barbarie y el genocidio de Srebrenica, el infierno.
Las huellas de los bombardeos y de las balas de los francotiradores son menos visibles que en Mostar —por una mayor inversión en la reconstrucción—, pero es inevitable sentir tristeza en una de las ciudades más bellas de Europa.
El asedio a Sarajevo se extendió durante cuatro años: entre abril de 1992 y febrero de 1996. Murieron cerca de 12 000 personas —80% civiles—, y en 50 000 causó heridas.
Camino por las calles y me detengo en la gente de mi edad. Les observo desde el pelo hasta los pies. Ellos, altos y guapos, que van bien vestidos y acuden a cafeterías exquisitamente decoradas, hace veinte años no tuvieron comida ni luz. Sus familias y amigos fueron asesinados y debieron correr esquivando el odio de los francotiradores en busca de agua. Los más afortunados huyeron del país. El resto permaneció escondido en refugios improvisados e inventó las formas más ingeniosas de supervivencia.
Me enamoré de ella desde el primer día
Aprendo a pronunciar uno de los platos típicos de la región, ćevapcici. Carne picada en forma de salchichas, a la parrilla, dentro del somun —un pan parecido al pita indio— y kajmak, una especie de queso delicioso. Lo pido, ¡y me entienden! Y una cerveza de la casa, por favor.
He almorzado por seis marcos, unos cuatro dólares, en Bascarsija, la zona más turística de la urbe y a la vez la de mayor confluencia de locales. No es una contradicción. Los sarajeveses y foráneos comen en los mismos salones, porque el turismo no la ha devorado como a las bellas ciudades croatas, donde la comida se elabora para paladares italianos.
Consigo un mapa de la ciudad con los puntos de interés, aquellos que recorremos los turistas a ritmo de gymkana, fotografiándonos hasta los dedos e intentando enterarnos de algo.
Decido ir despacio
Basta abrir bien los sentidos. Sarajevo es preciosa.
Una mezquita, una catedral y una sinagoga a minutos una de otra. Y aunque después de este viaje, me reafirmo en las palabras de Marx de que la religión es el opio del pueblo, también creo que su estética es poesía para los ojos.
Sarajevo es dos ciudades en una. Oriente y Occidente. La huella otomana y la austrohúngara. Cerca de la catedral católica, hay una línea en el pavimento. Si giras hacia la izquierda, ves un antiguo zoco árabe detenido en el tiempo, y a la derecha, una ciudad moderna.
Esa mezcla es su gran atractivo. En solo un kilómetro cuadrado —el área aproximada del centro—, es posible encontrar verdaderos tesoros que responden a la riqueza de las culturas ¿etnias? que la habitan. O religiones, porque la división de los Balcanes tiene nombre de credos y las guerras también: musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos y judíos. La mayoría de bosnios son musulmanes; los serbios en 85% son ortodoxos y los croatas profesan mayoritariamente el catolicismo.
Pero también hay serbobosnios, bosniocroatas, serbocroatas… Una complejidad que se escapa del dominio del visitante.
El mayor punto de encuentro es Sebilj, fuente turca rodeada por una placita empedrada y por decenas de cafeterías y comercios de suvenires que se alzan en el bazar del Bascarsija, el gran legado de la ocupación otomana, que se extendió desde 1429 hasta finales del siglo XIX. A la vuelta está Kazandziluk, quizá la calle más bella de la ciudad. Allí se agolpan decenas de tiendas en las que, generación tras generación, los artesanos elaboran a mano las piezas más extraordinarias de cobre.
En la mezquita Gazi Husrev-beg, no me dejan entrar porque llevo falda y un escote que muestra las bondades del wonderbra. Es difícil no hacerlo cuando el termómetro marca 35 grados. Decido volver a mi habitación a vestirme de pies a cabeza. “Trae algo para tu…”, me dice el encargado mientras se cubre la cabeza con las manos.
Pero me detengo en la exposición sobre el genocidio de Srebrenica, ubicada a un costado de la catedral católica de Sarajevo. No salgo hasta las diez de la noche. Fotografías sobre la masacre de 1995 en la que tropas serbias asesinaron a 8 000 varones musulmanes en esta zona entonces declarada “segura” por las Naciones Unidas. Civiles que acudieron a la ciudad —a 135 km de Sarajevo— bajo la promesa internacional de que allí no les pasaría nada.
También hay mapas virtuales que cuentan, hora a hora, los días previos, así como lo ocurrido durante y después del exterminio, vivido en directo y que pudo ser evitado.
Quedan al descubierto la falta de voluntad y la negligencia de las Naciones Unidas. Y la actitud pasiva e irresponsable de Thomas Karremans —el militar holandés encargado de proteger a la población bosnia, a través de los cascos azules de su país, la Dutchbat— que permitió a las milicias serbias separar a los hombres de las mujeres y niños, y llevárselos en buses.
Fue la crónica de un genocidio anunciado.
Preocupándose por su seguridad y no de la población a la que debían resguardar, los holandeses se rindieron a las demandas del coronel Ratko Mladic, el asesino que al llegar a Srebrenica juró venganza contra los musulmanes por los 400 años de ocupación turca.
Maldito loco
Los cascos azules expulsaron de su campo en Potocari —a 5 km de Srebrenica y adonde huyeron unos 25 000 civiles cuando arribaron los serbios— incluso a los varones bosnios que trabajaban para ellos.
Los violentos también mataron niños y adolescentes. A ellas las violaron.
A los hombres los ejecutaron en cinco ciudades y los enterraron en fosas comunes, algunos estaban vivos.
En una de las fotos de la exhibición, se ve una mano que parece tomar la de la forense después de la exhumación. Juro que parece que se agarra a ella, que le pide ayuda.
Lloran en la sala. Sobre todo después de ver el documental de la matanza y Miss Sarajevo, el brillante trabajo de Bill Carter.
Las esposas y las madres de las víctimas son incapaces de mostrar rabia frente a las cámaras. Están secas. Una dice que sobrevive con la imagen de su único hijo llorando, mientras es arrastrado por un militar serbio. No sé cómo describir tanto dolor.
Mi habitación esta vez no es acogedora. Me duermo con una bola en el pecho, pero no lloro.
En la nueva sinagoga, una judía pelirroja de grandes ojos verdes me dice que ahora solo quedan 600 judíos, pero que antes de la Segunda Guerra Mundial vivieron miles en Sarajevo.
Tiene veintitrés años. Y muestra tanta desesperanza con su país que me deja de piedra. “Bosnia es un caos, nada funciona”. Me pregunta qué puede funcionar con tres presidentes. Uno que representa a los bosnios, otro a los croatas y un tercero a los serbios (rotan cada ocho meses). “Nunca se ponen de acuerdo. La corrupción campea a sus anchas, los salarios son una pena, los jóvenes solo quieren emigrar y aquí nadie respeta a nadie”.
Otra vez esa frase. Dos personas tan distintas: un musulmán de mediana edad y una judía de veintitrés piensan exactamente lo mismo.
“¿Por qué?”, le planteo.
“¿Cuándo el mundo va a entender que no podemos vivir juntos?”, responde con una pregunta.
Esto es lo que dejan las guerras civiles. Heridas abiertas y demasiado profundas.
Y esto es lo que provocan las religiones cuando tienen demasiado poder en la vida pública y en la política.
El Museo Histórico de Sarajevo constituye el mejor lugar para acercarse al cerco que sufrió la ciudad. La sala principal muestra la vida diaria de los sarajeveses entre 1992 y 1996. Una ciudad moderna y próspera que, ocho años atrás ejerció de sede de los Juegos Olímpicos de Invierno (1984), fue bombardeada, rodeada de francotiradores y derruida completamente. Un acoso que llevó a sus ciudadanos —en pleno siglo XX— a temer cada segundo por su vida y a sobrevivir en condiciones deplorables.
Los niños dejaron de ir a la escuela, las universidades cerraron y la comida escaseaba. El arte se paralizó, al igual que los conservatorios y las administraciones. Los chetniks —como se conoce a los nacionalistas serbios— bombardearon mercados, bibliotecas, teatros y edificios gubernamentales.
Entonces no bastaba con matar a la ciudad, había que eliminar a sus ocupantes.
Las imágenes de personas zigzagueantes evadiendo las balas provenientes de los rascacielos dan escalofríos.
Pero sobre todo aquellas en las que los tiros acertaron. Recuerdo la fotografía de una mujer con velo boca abajo sobre un charco de sangre. Los musulmanes fueron el primer objetivo de los fanáticos cristianos que buscaban instaurar la ‘Gran Serbia’.
La vida durante el cerco se desarrollaba en la cocina. Se comía, dormía y se pasaba el día allí porque era el lugar más seguro de la casa. Confinados al encierro, los sarajeveses buscaron en los juegos de mesa una vía de escape.
Los pack de jabón y papel higiénico tienen cara de otro siglo. De una guerra que no podía estar ocurriendo a un lustro del nuevo milenio.
El ingenio de los habitantes afloró en medio de la calamidad; plasmado en lámparas de latas de conserva, en mecanismos de energía eléctrica doméstico que soy incapaz de explicar o en cocinas caseras que extraían el combustible necesario de un zapato para preparar el almuerzo y la ración familiar de café.
En Bosnia no hay vida sin café
El centro de la sala ocupa una exposición sobre el trabajo del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en la captura y juicio de unas 160 personas acusadas de crímenes de guerra. Según el organismo, no queda ningún fugitivo.
Slobodan Milosevic, expresidente serbio, murió en su celda en 2006, antes de ser sentenciado; Mladic, ejecutor del genocidio de Srebrenica, está en juicio, y Radovan Karadzic, cerebro del sitio de Sarajevo y de la masacre de Srebrenica, permanece en su celda de La Haya. Lo curioso es que fue capturado mientras se escondía tras la figura de un falso médico new age en una clínica de Belgrado.
La primera planta acoge una muestra fotográfica del antes y después de la reconstrucción de Sarajevo. Jim Marshall captó los mismos escenarios en 1996 y 2011. Por ejemplo, la Vijecnica, biblioteca de Sarajevo, quemada y dejada en escombros, que hoy se muestra reluciente frente al río Miljacka. Quién diría que allí se perdieron dos millones de volúmenes, entre ellos, 700 incunables.
Vuelvo a la mezquita Gazi Husrev-beg con pantalón y pañuelo. Es tan bella como otras, pero la luz que emerge de una docena de ventanas es inigualable.
Aprovecho que voy ‘vestida’ para dirigirme al otro gran símbolo musulmán de la ciudad. La mezquita del Emperador, construida en 1457, fue la primera de Sarajevo. Está en obras, pero intento asomarme a la ventana. El conserje levanta las cejas y saca los ojos. Está a punto de echarme.
“No te vayas”, me dice una voz.
Aparece un hombre delgado, de pelo grisáceo y sonrisa fácil, que me regala un momento muy agradable.
Es el almuédano de la mezquita —la persona que llama a la oración desde la torre con un parlante— y me habla del islam, de Sarajevo y del dolor de la guerra. Me dice que puedo ser cristiana y hablar con Alá. Y que no suele dirigirse a todo el que llega a la mezquita, pero que en ocasiones ve el corazón reflejado en los ojos. “Tu corazón es bueno”, apunta, y me regala una tasbih, algo como un rosario musulmán.
Lo tengo rodeando a Buda, junto a un menorah y a un precioso Ganesh de colores, en mi altar casero, donde también está Jesús.
Le doy las gracias y me despido. Reflexiono de nuevo —por esta y otras experiencias— que Bosnia reúne a un grupo importante de musulmanes moderados, incluso laicos. Antes de la guerra, fueron bastantes más, como apunta Predrag Matvejevic, en su artículo “Los musulmanes eslavos de Bosnia”, publicado en el diario El País en 2001, un texto muy clarificador.
Las noches en Sarajevo son movidas. Esculturales jóvenes, que parecen sacados de revistas parisinas, ellas y ellos, acuden a las decenas de pubs en la calle que conduce al Teatro Nacional. También es cierto que la ciudad ya vive el ambiente de su evento más emblemático, el Festival de Cine de Sarajevo.
Se muestran alegres, seguros. No empatizan con el victimismo y buscan volver a la normalidad con afán. Esperan que el mundo les vea como ciudadanos modernos que van al mismo ritmo de sus pares europeos. Aunque resulte difícil.
Incluso sus vecinos les miran con melancolía. A Sandra, mi querida amiga montenegrina, solo mencionar Sarajevo le provoca un nudo en la garganta. “Es una ciudad muy triste, los bosnios sufrieron demasiado”, me dice con los ojos vidriosos. Tenía ocho años en 1992 y el único estrago que recuerda de la guerra en carne propia es haber acompañado a su abuela a hacer cola para la ración de pan proveniente de la ayuda humanitaria.
Sigo mi recorrido y fotografío la placa que muestra el lugar donde asesinaron a Franz Ferdinand, el heredero al trono austrohúngaro, y a su esposa Sofía, hecho que aceleró el inicio de la Primera Guerra Mundial. Está ubicada en la pared exterior del Museo de Sarajevo 1878-1918, que narra el contexto histórico en que sucedió.
El centro de la ciudad es pequeño pero inmensamente rico, con pequeños tesoros en cada rincón. Cafeterías y restaurantes en patios orientales bellísimos, callejuelas empedradas desde hace siglos, tiendas de café preparado a ojos de todos por sus ancianos propietarios, ruinas romanas; el instituto bosniaco, levantado en los baños turcos del siglo XVI…
Me detengo en el Markale, el mercado más importante y central de la urbe. En él murieron 112 personas en dos bombardeos de las fuerzas serbias. El último, en 1995, fue determinante en la intervención de la OTAN.
Allí están ellos, sentados e invitándome a comprar paprika y melocotones, sin sonreír. Nunca estuve en un mercado tan silencioso, donde los clientes caminaran así de despacio. La prisa y la trivialidad no conjugan en un lugar así.
Finalmente, me dirijo a una de las tantas casas museo que muestran la vida de otras épocas. Escojo la Despica Kuca (casa), porque es la única que alberga tanto la tradición otomana y musulmana —en la primera planta—, como la cristiana ortodoxa que ocupa la segunda. Una maravillosa combinación.
“La guerra dividió aún más a las comunidades religiosas y creó una sociedad extremadamente individualista”, me dice uno de los encargados del museo.
Me cuesta entenderle después de ver innumerables muestras de bondad y solidaridad durante mi recorrido. Pero al fin y al cabo, yo llevo seis días aquí. Y él, toda la vida.
Ya de vuelta en Madrid finalmente pude llorar.