Revisemos tres epidemias relacionadas con la mente, que se pueden manifestar con baile, con risa, incluso con alzhéimer; sin embargo, muy poco se habla de ellas.

La danza de la muerte
En julio de 1516 cierta mujer que respondía al nombre de Troffea salió a una calle de Estrasburgo y se puso a bailar. No había música ni razón para su alegría, pero ella continuó moviéndose de modo frenético durante tres días. Pronto, se le habían unido 34 personas y, al finalizar el mes, casi cuatrocientas. Ninguna atendía a la razón y ni la ley era capaz de frenar las contorsiones.
Lejos de estar en fiesta, la ciudad se hundía en el luto: danzantes, desfallecidos, caían por el infarto o la desesperación y, según los registros municipales, quince no lograron salir con vida de la jarana.
En las iglesias los sacerdotes clamaban contra el pecado, mientras los médicos intentaban succionar con sanguijuelas el espíritu tristemente festivo. Los historiadores encontraron en viejos manuscritos relatos como el de Nochebuena de 1021 en Cölbigk, Sajonia, donde dieciocho bailarines habían secuestrado al cura para bailar en torno suyo, sordos ante sus ruegos y amenazas; por otra parte, en Maastricht, Países Bajos, dos siglos después, como locos del tarot, murieron doscientas personas ahogadas en el río cuando un puente se precipitó por los bailes y la música muda.
Los eruditos de la medicina creían que el responsable de las epidemias danzarinas era el fuego de san Antonio o ergotismo, enfermedad producida por la intoxicación con el cornezuelo que crece parasitariamente en las espigas del centeno. Este hongo expulsa sus esporas, las que se esparcen con los vientos primaverales y, al entrar en contacto con otra planta, la infectan destruyendo sus tejidos hasta formar estructuras similares a cuernos negros -esclerocios-; al ingerirlos, el organismo sufre intoxicación con ergotomina, alcaloide del que deriva el ácido lisérgico.
Este tipo de enfermedad era común en la Edad Media y el Renacimiento, aunque sus efectos poco tenían que ver con flashmobs de quince días.
En los últimos años el historiador John Waller sugirió que la enfermedad no era del cuerpo, sino del alma… Por ejemplo: los años previos a la danza de frau Troffea fueron terribles en Estrasburgo, pues una sucesión de inviernos extremadamente fríos y veranos infernales aniquilaron las cosechas y hubo hambruna y miseria; entonces, la gente, desbordada por el estrés, se puso a buscar la muerte entre el jolgorio.
El curioso caso de los niños que no dejan de reír
El 30 de enero de 1962 en la escuela de misioneros en Kashasha, en la costa oeste del lago Victoria, actual Tanzania, tres niñas salieron al patio y empezaron a reír; al principio aquello parecía simplemente la reacción lógica a un buen chiste, sin embargo, con el transcurso de los minutos, en vez de parar, las carcajadas se volvieron insoportables. Horas después, 95 de los 159 alumnos lloraban y reían histéricamente sin que nadie pudiese controlarlos.
La escuela también era un internado en el que las muchachas compartían dormitorios comunitarios. Los médicos notaron que el brote no ocurrió en un lugar concreto, sino por todo el centro, de modo que optaron por despachar a los estudiantes hacia sus casas. Los maestros europeos y africanos parecían inmunes.

En las aldeas próximas la risa se desbordó llegando a ochenta kilómetros a la redonda. Las víctimas eran niños y uno que otro adolescente, al tiempo que la duración de las carcajadas iba desde las cuatro hasta las ocho horas —se documentó un caso excepcional de más de quince días—. Con frecuencia había “reinfecciones”, pero nunca más de cuatro en un mismo paciente.
La risa no era de gente alegre, sino de seres torturados por la imposibilidad de controlarse y que iban del llanto a la paranoia en un solo viaje; incluso algunas niñas dijeron escuchar a cierto demonio que las atormentaba para obligarlas a reír.
Los médicos hacían toda clase de pruebas en los enfermos sin hallar nada anormal en su organismo e, igual que en el caso de los bailarines de Europa, la solución al dilema se decantó por la histeria colectiva o, lo que es lo mismo, una “enfermedad psicogénica de masas”.
Durante los años de la plaga, la actual Tanzania se hallaba en proceso de independencia del Reino Unido; eran tiempos de gran violencia y acaso la risa de los niños resultó ser una forma de resistencia —inconsciente— en contra del mundo que los adultos les estaban legando.
Hacia la tierra del olvido
Como si se tratase de un embrujo literario de García Márquez, en Yarumal, municipio a tres horas de Medellín, sus habitantes sufren de alzhéimer sin haber llegado siquiera a los cincuenta años. Maldición o castigo divino, la enfermedad llegó a ser conocida como la “bobera de los Piedrahita” en alusión a una de las familias afectadas.
Los enfermos pulularon en esa parte de Antioquia un par de siglos antes de que el psiquiatra alemán identificase el primer caso en Europa, sin embargo, apenas en los años ochenta la “mutación paisa” escurrió el letargo de los medios de comunicación, al detectarse que afectaba a veinticinco familias —cinco mil personas aproximadamente— dispersas entre Yarumal y Angostura. La responsable: una alteración en el cromosoma 14, cuyo origen puede rastrearse hasta un ancestro de origen vasco que se instaló allí hacia 1750.

Aún hoy supersticiones y miedos atávicos atormentan a la gente de la zona, travistiéndose a veces del óxido de los cacharros de cocina o de un ladrón de recuerdos que saltó de las páginas de la prensa de Medellín sin que nadie consiguiese atraparlo jamás.
Sin embargo, el verdadero epicentro del terremoto noticioso fue el consultorio del doctor Francisco Lopera, donde un trabajador agrícola de Belmira llegó en 1986 totalmente alucinado. Su acompañante le dijo al médico que ese hombre había empezado a perder la memoria y el uso de la palabra a los 45 años y para entonces, cuatro años después, ya solo conseguía comunicar sus emociones con ataques de risa o suspiros; su mirada permanecía perdida en el horizonte, mientras su cabeza se ahogaba en el vacío y la incertidumbre.
El trabajador de Belmira marchó a casa —“demencia presenil incurable”—, mas el doctor Lopera decidió perseguir aquel hilo de Ariadna, descubriendo que no se trataba del único caso y que los familiares de ese paciente se consideraban víctimas de una maldición ancestral.
El buceo en el agua turbia de los archivos arrojó cientos de casos del pasado y del presente, pero solo trepanar un cráneo permitiría alcanzar alguna certeza; la colaboración de la familia allanó el camino para cumplir con ese fin, llegando a crearse un banco de cuatrocientos cerebros afectados.
Ahora, cuando el genoma ha sido acorralado, un simple análisis de sangre basta para descubrir si una persona tiene la “mutación paisa” o cualquier otro tipo de alzhéimer, pero los voluntarios nunca llegan a conocer los resultados para evitarles el horror y la fatalidad.
El doctor Lopera le contó a Michael Jacobs en 2010 que cierto paciente al que le hicieron el examen le dijo que se mataría si enfermaba; varios años después, ironía trágica a la usanza griega, los síntomas aparecieron sin que él pudiese detectarlos. La anasognosia, es decir, la incapacidad de percibir los déficits propios, es la característica principal de los males de la mente. Sin duda, se trata de criminales que no dejan rastro.
En cualquier caso Yarumal se ha convertido en la estación preferida de los científicos que luchan contra el alzhéimer y es probable que las claves para curarlo o prevenirlo estén allí.
Luego de dos años del confinamiento más largo por la covid, lo único que queda claro es que tan terribles como los dolores del cuerpo son los de la mente: la depresión, hierba venenosa de los hogares clausurados por el virus, a menudo, empuja a escapar de la conciencia propia. No obstante, igual que en el caso del municipio antioqueño, con seguridad la luz aparecerá de algún modo; al fin, la esperanza es una flor que brota en medio de la tormenta.