Las cuatro estaciones de mi madre

Por José Luis Barrera.

Ilustraciones: Shutterstock.

Edición 466 – marzo 2021.

Uno

En el plano general se ve el jardín de una casa antigua; hay gente yendo de un lado para el otro, ocupada en la preparación de una fiesta. Sin embargo, la falta de sonido alimen­ta cierta sensación opresiva en el filme que no se atenúa ni con el aluvión de sonrisas.

Los personajes aparecen en blanco y negro, pero sobresale un grupo de niños que juegan a perseguirse; especialmente dos pequeñas cuyos gorros de lana disimu­lan mal su calvicie.

Una es inagotable: trota y lidera al resto. Al contrario, su hermana navega a contracorriente: si la marea infantil va ha­cia la derecha, ella se lanza a la izquierda, y viceversa. Da la impresión de que está empeñada en estrellarse contra el mundo.

El director de la película, notándolo, se enfoca en esa figura menuda y, pese a no hacer acercamiento alguno, la toma general se transforma en un primer plano.

La niña se sienta sobre un descansillo y mira al piso. No hay duda de su vulne­rabilidad, parece un árbol flaco y recién plantado. Además, su mundo está en pausa, al tiempo que el del resto avanza a toda prisa. Pensamientos terribles la crio­genizan porque teme las asechanzas de la tifoidea.

Una mujer de cabello ondulado se acerca a la cámara y la cubre con su torso; seguramente conversa con el cineasta. Al poco, ambos entran en la casa mientras la película sigue y el lente queda hipnotiza­do por la imagen de la pequeña.

En ese instante ella toma un pedazo de tronco y dibuja en el suelo, como lo hace sobre cemento nadie puede saber el signi­ficado de aquellos gráficos.

Pasan unos segundos en los que todo es posible, aun lo peor. Sin embargo, nada ocurre. Al menos no a simple vista, pues la niña carga sobre su espalda el miedo atávi­co a la muerte, ese que vio por primera vez entre fiebres y cuarentenas.

El carnaval monocromático sigue por varios minutos hasta que la angustia del espectador se corta de un tajo por la re­aparición del hombre, mi abuelo, quien mira a la criatura. Ella ya no tiene la rama entre sus manos —la ha tirado con des­precio lejos de sí—, y él, sonriente, se acerca para quitarle el gorro y acariciar su cabeza desnuda. Lo hace con sumo cuida­do, temeroso quizá de que un movimiento demasiado brusco desaparezca a su hija.

Dos

Para el muchacho despertarse siempre fue una pesadilla, pero esa mañana, más to­davía. Desde que la madre le dio el primer sacudón y le aventó el uniforme del colegio habían transcurrido treinta minutos y él se­guía en la cama, medio dormido y con la ropa aferrada a su mano.

La madre entró de nuevo, hizo que se pusiese en pie y despejó la noche a gritos. Él, con el uniforme desvencijado por la prisa, entró al baño para colocar su cráneo bajo el grifo de agua helada; dos estornu­dos y enseguida a la mesa. Allí, despachó el desayuno más por deber que por ape­tito.

Mamá e hijo salieron de la casa agarra­dos de la mano, pero separados por la ira. El autobús de la escuela aguardaba a cinco cuadras de distancia. Ella miró su reloj, tra­tando de convencerse de que el tiempo no pasaba más rápido de lo normal, y se puso a recriminar al muchacho mientras lo llevaba a rastras como cometa.

Él no oponía resistencia. Su cuerpo se dejaba llevar por la inercia y la mente por fantasías capaces de transformar al resto de transeúntes en personajes de un teatro imaginario: aquel hombre era un mons­truo plateado y ese otro un guerrero-ma­ta-dragones…

Viraron la primera esquina y el desfile de héroes y villanos seguía imperturbable, igual que los regaños de la madre. Al atra­vesar una de las calles un coche les pitó. No hubo imprudencia de ninguno de los dos, solo un conductor ahogado en impa­ciencia.

—¡Chiflado! —dijo la mujer y siguió quejándose de los atrasos de su hijo.

Silencio. No es que él tuviera miedo, tampoco que no le importaran las palabras de su mamá, era solo que su cerebro estaba ocupado en asuntos de mayor trascenden­cia: conquistas imaginarias y viajes a Marte.

Ese día los automóviles parecían volar. “¿También se atrasan a la escuela?”, pensó el muchacho saliendo de su universo fan­tástico.

—¡Lo único que pido es que te levantes y te vistas rápido!

La frase se marchó a bordo de un Fiat del 92 que tuvo el descaro de pasar muy cer­ca de ellos y a sesenta kilómetros por hora. Por la sorpresa, la lonchera se fue al piso vomitando sus vísceras de sándwich, man­zana y jugo de mora. Una nueva andanada de recriminaciones se zanjó con un “recoge solo el termo, te daré plata para que com­pres algo en el colegio”.

Luego del último accidente, héroes y villanos de la imaginación tuvieron que quedarse estacionados. Ya no había tiem­po ni paciencia. El muchacho lo sabía y no iba a arriesgarse más. Caminaron o, me­jor, trotaron la última cuadra. Y entonces sucedió.

En la avenida principal se encontraba un desvío con patente de corso porque los vehículos jamás disminuían la velocidad para girar. La madre miró a ambos lados y al no detectar peligro, bajó de la vereda; el niño —que era yo— saltó detrás de ella.

De repente, un claxon estalló en mil pedazos y la mujer, soltando a su hijo, hizo una pirueta extraña para alcanzar a cubrirlo con su cuerpo. Al final solo hubo un golpe seco y el chillido de cuatro neumáticos que se quejaban por el frío del asfalto.

Tres

Me llevaba mi hermana de la mano; adelante iba una amiga de la familia con su traje de enfermera. El pasillo era oscu­ro y las paredes de cemento ni siquiera es­taban pintadas o tal vez sí, mas el tiempo había eliminado cualquier rastro de color, quedando apenas la humedad, unos cuan­tos tubos con óxido y un olor a comida y muerte.

Alcancé a escuchar que al final de aquel camino había una morgue.

—No te asustes —trató de calmarme la amiga enfermera—, lo que ocurre es que aquí nunca revisan; ¡es la única forma de entrar!

Pregunté por el tufo a comida.

—Ah, en esta área también queda la cocina.

Me pareció extraño, aunque no dije ni una palabra. Estaba abatido, débil y, pese a que me arrancaron de casa con la promesa de ver a mi madre, hubiera preferido estar allá… lejos. En realidad, nunca me pregun­taron si quería visitarla; es lógico: a menudo los niños y los adolescentes se convierten en apéndices de los adultos.

De los tubos goteaba agua helada y un par de veces se mojó mi frente con rocío de hospital. Mientras me secaba con el dorso de la mano, pensé en la incongruencia de poner una morgue en un sitio donde se de­dican a salvar vidas. También me abstuve de mencionarlo.

Se nos apareció un desvío y, como esca­pando, nos hundimos en él; sus huesos eran escaleras de cemento. Subimos por ellas

hasta emerger en un piso mucho menos feo que el anterior, aunque no más cálido; allí estaban mi padre, mi tía y un médico conversando. Me pareció que él iba a re­criminarles por mi presencia, sin embargo, prefirió terminar su explicación:

—Tal vez las hormonas administradas luego del accidente fueron las responsa­bles de la aparición del cáncer.

Se hizo un silencio.

—Él tiene derecho a despedirse de mamá —intervino mi hermana, usándo­me como coartada para anular la incomo­didad.

El doctor se limitó a mirarme a los ojos por un instante y se fue.

No recuerdo quién, pero alguien me dio un par de palmadas en la espalda y un empujón, animándome a entrar en la ha­bitación de mamá.

Las despedidas —esa clase de despe­didas— tienen algo de rito religioso. Se llega al cuarto del enfermo como a un templo, en silencio, con pánico y casi de rodillas, temiendo que un movimiento en falso destruya cierto orden sagrado; ade­más, el enfermo, por más monstruoso que sea su padecimiento, siempre tiene algo de majestuoso.

Yo, que había visto la agonía de lejos —mi abuelo, el tío de mi padre—, no ima­giné que en el caso de mi mamá hubiese adquirido la fuerza necesaria para defor­mar su cuerpo hasta el punto de hacerlo irreconocible. “Es porque retiene líqui­dos”, me explicaron horas después.

Fui hasta la camilla y rocé una mano. No ocurrió nada. La máquina de oxígeno conversaba con el monitor de signos vi­tales, diálogo de pitos y exhalaciones que me recordó a las fieras soñadas durante mi infancia.

Volví a tocar a mi madre y entonces reaccionó. Sus ojos no se abrieron, sin em­bargo, el resto de su cuerpo se sacudía de modo terrible, como un pez ahogándose fuera del agua. Grité hasta que alguien me sacó del cuarto.

—Me parece que lo más sano es que te vayas.

Cuatro

Regresé a casa luego de la cremación del cuerpo de papá; murió el mismo mes que mi madre, pero con tres lustros de di­ferencia. Enseguida, me dediqué a separar libros y objetos que no quería conservar. Supongo que fue un exorcismo.

Hasta entonces había pensado poco en ella, quizá rehusándome a revivir —aunque fuera dentro de mi cabeza— sus últimos meses.

Y justamente aquel día, cuando todos los recuerdos debían enfocarse en mi pa­dre ocurrió que, de entre sus libros, emer­gieron revistas de tejido, volúmenes de recetas antiguas y cuadernos con apuntes suyos. Mi papá los guardó siempre sin que yo los notara hasta entonces.

Uno estaba sobrecargado de fotos y anotaciones. Con la letra de mamá —tem­blorosa y exageradamente asentada en el papel, como si le costara dibujarla— des­cribía, no sé si para otros o para ella, mi primer año de vida.

Era una crónica de crisis y alegrías, acompañada de huellas de pies y fotos descoloridas.

Tras la última hoja, emergió un re­corte del horóscopo publicado en algún periódico durante mi primer día de vida. Siempre tan imprecisos, aquel era una ex­cepción: el innominado agorero que ha­bía escrito esas líneas vaticinaba que los nacidos en esa fecha estaban destinados a la literatura, y mi madre lo subrayó con lápiz rojo, adivinando mi vocación antes siquiera de que yo diese el primer paso.

Entonces, quince años luego de que nos vimos por última vez, descubrí la na­turaleza de su amor —quizás el de to­dos—: es una fe tan poderosa que se anti­cipa a los hechos y no necesita palabras ni alardes porque está presente siempre, in­tacta incluso más allá de la muerte.

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