Por Fernando Hidalgo Nistri
Las epidemias no han sido en absoluto una novedad en América, ni menos en el Ecuador. Uno de los efectos colaterales de la conquista española fueron los primeros contagios masivos que sufrió la población indígena. La llegada de los españoles supuso la fractura del cerco biológico que durante miles de años había mantenido confinados a los microbios europeos. La inesperada visita de esta “fauna” vírica fue lo que facilitó en mucho la conquista. La viruela o la gripe literalmente diezmaron las poblaciones aborígenes. Su carencia de anticuerpos les jugó una mala pasada. Los tainos del Caribe fueron presa fácil de los microbios exógenos y prácticamente llegaron a desaparecer del mapa. Esto mismo se repitió en México y Perú. Pese a que las cifras dadas por ciertos historiadores parecen un poco exageradas, consta que la mortandad fue enorme. Las poblaciones indígenas tardaron mucho tiempo en recuperarse y en fortalecer su sistema inmunológico. De todas formas, dolencias como las viruelas siempre estuvieron presentes, causando múltiples estragos en la población de lo que hoy es el Ecuador. Si de algo nos advierten las preocupaciones que este patógeno provocaba, esto es el tratado sobre las viruelas que escribió nuestro Eugenio Espejo. El escrito en cuestión convierte a este personaje en el primer epidemiólogo del país.

Durante el siglo XIX el Ecuador, y sobre todo su región costanera, fue especialmente propensa a las epidemias. Los calores del trópico no ayudaban mucho a frenar sus devastadores efectos. La morbidez del ambiente y la precariedad sanitaria de Guayaquil les impedía competir en igualdad de condiciones con los saneados puertos de Chile o Perú. El más conocido brote que padeció la ciudad y su zona de influencia fue el de la fiebre amarilla. En 1842 el Reina Victoria, un barco procedente de Panamá, trajo consigo el patógeno. Al poco tiempo de haber anclado en la ría, la fiebre se propagó de manera agresiva y en pocos días logró convertir a la ciudad en un auténtico cementerio. Si bien no existen datos estadísticos, las estimaciones cifran en un total aproximado de tres mil muertos, una cifra considerable si se tiene en cuenta que el Guayaquil de la época no sobrepasaba los treinta mil habitantes. Según el tremebundo relato de los cronistas, largas colas de cadáveres desfilaban diariamente en dirección al cementerio general. El pánico generado hizo que muchas familias optaran por alejarse a sus haciendas. La epidemia fue enfrentada con mano dura por Rocafuerte, quien no solo dispuso medidas profilácticas, sino que también reprimió con fuerza todos los abusos e intentos de especulación. Los estragos que provocó la fiebre amarilla, y que afectaron democráticamente a todos los estratos sociales, quedaron marcados en la memoria de los guayaquileños hasta muy tarde. Si bien la crisis fue superada, el puerto siguió padeciendo brotes epidémicos de manera sistemática, una circunstancia que le dio muy mala fama y que le señaló como un punto negro a evitar. Hacia el año 1881, la ciudad volvió a soportar otro brote de fiebre amarilla o “vómito prieto” que provocó cientos de muertos. El mosquito transmisor del virus siguió causando fuertes estragos en el Litoral hasta fechas próximas a la década de 1920. Pero no solo la Costa concentró este tipo de azotes. Los valles calientes de la Sierra también acarrearon la fama de “pestíferos” y fueron sistemáticamente evitados por los viajeros. En Guayllabamba, Tumbaco, Yunguilla o La Toma en Loja, las llamadas “tercianas” eran el pan de cada día, y durante muchos años se cobraron cientos de víctimas. De hecho, y aunque parezca increíble, hasta comienzos de la década de 1950, estos sitios siguieron siendo problemáticos.

Gripe española
Ya entrado el siglo XX, la gran epidemia que afectó al Ecuador fue la mal llamada gripe española. Como se sabe, se trataba de un virus que se originó en Estados Unidos y que rápidamente se propagó por Europa. Las tropas norteamericanas que participaron en la Primera Guerra Mundial lo esparcieron por medio continente, dejando un vasto reguero de cadáveres. Solo por dar un caso: en Berlín se contabilizaron veinticinco mil casos y en toda Alemania más de cien mil. La plaga, sin embargo, no hizo excepciones y pronto se instaló en América del Sur. Sobre todo Chile y Colombia fueron muy afectados. La gripe llegó al Ecuador y más concretamente a Guayaquil a fines del año 1918, procedente de Lima. Aunque la noticia provocó inquietud, lo cierto es que la ciudad no sufrió la pandemia y de hecho no se registró ni un solo deceso. En lo que se refiere a Quito, el primer caso oficial de contagio se detectó el 13 de diciembre de ese mismo año. Las evidencias apuntan a que un tren que había salido de Guayaquil transportando al batallón Marañón pudo haber sido el que llevó el virus a la capital. De todas maneras también se ha sugerido la posibilidad de que el brote se hubiera producido en las instalaciones de una empresa textil del valle de Los Chillos. Ante la noticia de la llegada de la gripe, las alarmas se dispararon y la población se inquietó mucho. En esto, buena parte de la culpa la tuvieron las noticias con tintes muy sensacionalistas de la prensa de la época. El dramatismo de titulares como “¡Sálvese quien pueda!” o “Invasión intolerable” contribuyeron a crear miedos que bien pudieron haber complicado las cosas.
En Quito la gripe española sí fue especialmente virulenta, aunque no tanto como en otras ciudades del continente. Si efectivamente son creíbles los datos estadísticos que proporcionaron las autoridades sanitarias, en la ciudad y alrededores se produjeron 15 070 contagios y un total de 185 muertos. Para dimensionar bien los alcances de la pandemia, estas cifras en conjunto equivalían aproximadamente al 20 % de la población quiteña. Según las fuentes consultadas, donde más incidencia tuvo el virus fue entre los niños menores de cinco años. En total fallecieron 105. Pero si se tiene en cuenta a los menores de quince años, esta franja de edad contabilizó el 87 % del total de las muertes. Curiosamente la población más anciana fue la que menos sufrió el impacto de la gripe y apenas si hubo algún caso aislado. En Quito la pandemia duró escasamente tres semanas, luego de lo cual la curva de incidencia cayó drásticamente al punto de que a fines de enero ya solo existían casos muy residuales. Incluso a partir del 15 de enero los diarios ya dejaron de tratar el asunto que pronto fue olvidado. Tan pocas marcas dejó el suceso entre la población que lo sucedido solo permaneció vivo en la memoria de los eruditos en historia de la medicina. Un dato muy a tener en cuenta: la gripe no afectó al resto de ciudades y poblaciones menores de la Sierra o, al menos, eso es lo que se supone. Una de las razones que explican la escasa difusión de la pandemia a nivel nacional radica en lo precariamente comunicado que por entonces estaba el país. El difícil acceso a ciudades como Guaranda, Cuenca o Loja impidió la transmisión del virus y no se diga a poblaciones de menor rango.
Prevención
Si la pandemia no fue a mayores, esto se debió a que las medidas sanitarias adoptadas funcionaron razonablemente bien, una situación que evitó que el país padeciera el vía crucis por el que pasaron Santiago de Chile o Bogotá. El hecho de que se supiera con antelación de la epidemia permitió que las autoridades activaran a tiempo los protocolos de prevención. Ante las alarmantes noticias que venían de los países vecinos, las autoridades ecuatorianas se prepararon para hacer frente al impacto del virus. Aquí fue clave la eficaz campaña propagandística que se llevó a cabo para que la población se mantuviera alerta y se comportara con civismo y disciplina. También se adoptaron medidas profilácticas extraordinarias que significaron toda una novedad para una población todavía no muy bien habituada a situaciones de este tipo. La facultad de Medicina de la Universidad Central, la recién creada Dirección de Sanidad y el Municipio fueron las instituciones que más activamente participaron en esta empresa. Las primeras medidas ya se dictaron en noviembre de 1918, esto es dos meses antes de que el virus llegara a Quito. Por esas fechas se editó la Cartilla sobre la gripe, un folleto que fue redactado bajo la supervisión de Isidro Ayora y que circuló profusamente en la ciudad. En sus ocho páginas se instruía y se daban consejos prácticos acerca de cómo evitar los contagios. Aparte de esto, las autoridades dispusieron que las boticas permanecieran abiertas las veinticuatro horas e, incluso, se les impuso la obligación de suministrar medicamentos gratis a las personas de escasos recursos económicos. El costo de la factura les sería reembolsado después por el gobierno y por la tesorería municipal. A los médicos se les exigió estar alerta ante cualquier requerimiento de urgencia. Para estar más visibles se dispuso que pegaran una escarapela en su pecho y que en sus domicilios desplegaran una bandera blanca marcada con una cruz. Por descontado, se cerraron provisionalmente colegios, universidades, teatros, bares y billares. Según detalla un informe oficial, el costo total del despliegue sanitario llegó a sumar 130 mil sucres, una cantidad considerable para la época y para el momento de crisis económica por el que atravesaba el Ecuador.

La ciencia
En realidad la gripe española vino a ser la segunda prueba de fuego para la recién inaugurada epidemiología ecuatoriana. La primera fue la que logró desterrar la fiebre amarilla de Guayaquil, gracias a la llegada en 1918 del famoso médico japonés Hideyo Noguchi. Sus experimentos, junto con las medidas profilácticas que aconsejó poner en práctica a las autoridades municipales dieron muy buenos resultados, al punto de que hacia 1920 el puerto fue oficialmente declarado libre de epidemias. No hay más que ver los elogiosos comentarios que hizo la viajera norteamericana Blair Niles sobre la higiene y el buen ambiente que en los años veinte se respiraba en el puerto. Las proezas del médico nipón le valieron un lugar de privilegio en el exclusivo panteón de los grandes héroes guayaquileños. Hablando de efectos colaterales, la gripe española fue la que otorgó visibilidad social y las primeras medallas a médicos como Isidro Ayora, Aurelio Mosquera Narváez, Luis Becerra o Luis Dávila. Gracias al protagonismo que tuvieron a la hora de afrontar las epidemias, los sanitarios ganaron prestigio, autoridad y gran consideración social. Más aún, el gremio empezó a gozar de credibilidad, un privilegio del que por entonces muy pocos podían presumir. Si algo permitió que el país lograra sortear con éxito eventos como los que estamos viendo, esto fue el arribo de esa ciencia de nueva data que fue la epidemiología. Gracias a esta, los problemas sanitarios se enfocaron ya no en términos del individuo en particular, sino en términos de una política sanitaria ampliada y con vocación social. El éxito de los epidemiólogos marcó un hito en la historia ecuatoriana, en la medida en que impuso cambios drásticos de costumbres entre la población. El cuidado del cuerpo y la higiene se convirtieron en una prioridad y hasta en una obligación moral y patriótica. La ducha y el jabón se popularizaron más que nunca y las ciudades se preocuparon por emprender obras de alcantarillado y de agua potable. Ahora a los temores que generaban los volcanes, los terremotos y los políticos, se sumó un enemigo más letal que amenazaba con invadir el cuerpo social: el ejército microbiano. Durante estos años críticos fueron los médicos los que hicieron política y los que de alguna manera tomaron las riendas del país. No fue una casualidad que dos eminentes facultativos, Ayora y Mosquera Narváez, se hubieran convertido en inquilinos del Palacio de Carondelet.