Las cosas que nos hacen reír

Reír
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

Una cosa es que ames a tu hijo y otra es que tu hijo te caiga bien. Recién vi una película en la que una madre confesaba que su hijo le parecía aburrido. Y sí, las madres pueden pensar que sus hijos son aburridos; los hijos casi siempre piensan que sus madres son aburridas. Y aun así las aman. La familia y el amor se sostienen más allá de las afinidades. Ayudas a tu tío que te cae mal. Dices “está de hacer algo” a tu primo lejano al que sabes que no verás en otros diez años. Puede ser convencionalismo, sí, pero se puede pensar también que el convencionalismo es una forma de amor.

Bueno, volviendo al punto. El hecho es que mi hijo me cae bien. Además de amarlo, es de las personas que mejor me caen en la vida. En serio.

¿Será porque se parece mucho a mí?, digo, tiene la misma forma de ver el mundo, de entender las cosas o de no entenderlas, desde su lógica única.

Me gustan sus gustos. Porque son geniales. Le gusta El capitán Calzoncillo y las novelas de Michael Ende; en lugar de llorar o asustarse de mis torpezas, las celebra con complicidad, se ríe, por ejemplo, cuando me olvido el ticket de los parqueos o arranco en tercera; le gustan los Beatles y Pedro Piedra (su canción favorita “Inteligencia dormida”) prefiere inventar historias que correr maratones y le tiene más miedo a los cuentos tristes que a los monstruos; cuando su padre y yo reímos de algo que pensamos como chiste complicado “de adultos”, de repente lo escuchamos reír también. Me cae bien. Ese man cacha.

Creo que una de las cosas en la que más nos parecemos es en el sentido del humor. Y pensando el otro día, llegué a la conclusión de que a ambos nos gusta reírnos de lo solemne. El Lucas se ahoga en carcajadas cuando algún héroe flaquea. Descubrimos la zaga de El capitán Calzoncillo juntos y disfrutamos mucho de su argumento: dos niños que cuestionan el poder, la educación tradicional, la autoridad del profesor al alumno, del adulto al niño, de la institución al ser humano.

También leemos juntos La historia interminable de Michael Ende. Me encantó regresar a esos viejos pasajes del primer libro que leí entero a los doce años y que me hizo enamorarme de la literatura. Ahora lo vuelvo a leer con mi hijo, vuelvo a enamorarme de Atreyu y descubro por qué tengo una obsesión con los espejos, los laberintos y las puertas.

Recuerdo cuando me preocupaba porque me decían en el colegio que el Lucas “no coge el lápiz de forma correcta”, no se concentra, etc. La sincronicidad junguiana hace que encuentre una cita de Rudolf Steiner que dice: “La educación no debe ser una ciencia, debe ser un arte”. Qué más da si no agarra el lápiz de forma correcta (yo tampoco lo hacía y algunos de mis compañeros que lo hacían hoy trabajan en un call center). Qué más da si podemos leer y, sobre todo, reírnos.

El Lucas y yo prendemos la lámpara, nos acomodamos en la cama y abrimos El capitán Calzoncillo, entonces llegamos a otra cita, esta vez, de Albert Einstein: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. No es porque lo haya dicho un científico (¡un científico dando pruebas veraces de la eficiencia de la imaginación!), pero esas palabras me acunan, me salvan, me arrullan. Porque es reconfortante pensar que, a pesar de todo este caos, siempre tendremos la risa, siempre tendremos la imaginación…

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