La Segunda Guerra Mundial había terminado y, a pesar de lo impetuoso que había sido el ataque alemán en su contra, la Unión Soviética había sobrevivido y, con ella, el sistema socialista, que desde el triunfo de su revolución, en 1917, había tenido que sobreponerse al acoso de sus enemigos poderosos y a los avatares de esos tiempos borrascosos. Y ahí estaba, incólume, dispuesto a expandirse por todo el planeta, pues el sistema rival, el capitalismo, ya había dado en 1929, con el desplome de Wall Street, unos síntomas inequívocos de quebranto que muy pronto lo llevarían a la tumba. Era 1945 y el socialismo se aprestaba a emprender su ofensiva final para implantar las dictaduras del proletariado que antecederían a la sociedad comunista perfecta y definitiva. Sí, el fin de la historia ya no estaba lejos.
El siguiente paso sería la creación de “ciudades socialistas”, pulcras e igualitarias, sin las oprobiosas taras del pasado, que serían construidas en torno a plantas siderúrgicas inmensas y de tecnología avanzada, para eliminar las relaciones económicas preexistentes, acelerar la industrialización y dar un impulso decisivo a la producción, con la consiguiente elevación del nivel de vida de sus pueblos. Esas ciudades (en Hungría, Alemania Oriental, Polonia…) serían la expresión pionera de la luminosa civilización del futuro, sin clases, inequidades ni diferencias.
En Polonia (que había sido el primer país ocupado por el Ejército Rojo) el lugar elegido para erigir su ciudad socialista inaugural fueron las afueras de Cracovia, cuya antigua tradición aristocrática e intelectual constituía un desafío estimulante para Stalin y sus huestes. La idea era atraer hacia la planta siderúrgica a los trabajadores urbanos y a los campesinos de las cercanías para desarrollar una clase obrera vigorosa capaz de demostrar que la economía de planificación central es más eficiente que la decadente economía capitalista. Allí, en Nowa Huta, Polonia comenzaría a edificar su porvenir.
La construcción empezó en 1949. La planta fue ubicada en el centro y en su torno surgieron avenidas amplias y bloques de viviendas para cuarenta mil personas, con escuelas, un hospital, comedores públicos, un centro de compras, un teatro, dos canchas de fútbol y un enorme espacio abierto, contiguo a la fábrica, “para que la gente pudiera reunirse y expresar su apoyo y amor al gobierno”. Lo que no había era iglesia, porque Nowa Huta debía ser una ciudad atea, sin cruces, curas ni conventos.
Durante su primer decenio, la ciudad creció con rapidez: de los 18.800 habitantes que tenía a finales de 1950 pasó a 101.900 en 1960. Pero, a pesar de lo minucioso de su planificación, la ortodoxia de su ideología y el tutelaje soviético, a medida que crecía Nowa Huta se descomponía: la infraestructura era deficiente, pésimos los servicios, insuficientes las provisiones, nulos los lugares de esparcimiento, terrible la contaminación. Muchos de sus habitantes cayeron en el alcoholismo, el abatimiento e incluso en la delincuencia. “Estaban siempre borrachos, se entretenían peleando y se mostraban hostiles con todos”, según relata la historiadora Anne Applebaum. Y, con el pasar del tiempo, su refugio se volvió la religión y su ídolo el obispo de Cracovia.
Las primeras expresiones de crítica al socialismo se refirieron, precisamente, a Nowa Huta: Adam Wazyk, en su Poema para Adultos, describió “ese ejército de pioneros, una aglomeración de gente hacinada, que silba aburrida por las calles cubiertas de lodo”. Al final, con la utopía rota en pedazos, Nowa Huta fue convertida en barrio de Cracovia, cuyo obispo, Karol Wojtyla, celebró en 1962 una misa campal en el lugar donde los fieles querían que fuera construida la iglesia que el gobierno había prohibido. Fue tal la presión popular que, al final, la iglesia fue construida e inaugurada en 1977 por el cardenal Wojtyla. Y allí mismo, en Nowa Huta, el papa Wojtyla, Juan Pablo II, celebró otra misa en 1979, como parte de una gira por Polonia que sería el principio del fin del sistema socialista.
Y, así, la que debía ser la primera ciudad socialista de Polonia, sin dios ni clases, es hoy un barrio muy poblado y visitado de Cracovia, con parques, jardines y cinco grandes avenidas que forman una estrella, en donde funcionan museos, librerías, tiendas, teatros, dos centros culturales, la vieja acería, una usina eléctrica, una planta de tabaco, una universidad, un estadio de fútbol y varias iglesias, entre ellas la basílica Virgen María Reina, levantada donde, en los tiempos socialistas, había un enorme espacio abierto “para que la gente pudiera reunirse y expresar su apoyo y amor al gobierno…”. (Jorge Ortiz)