Lo que sigue no será un “recorrido turístico” en el sentido clásico de la expresión. Lo que sigue es una peregrinación que antes tuve por cinco temporadas y ahora tengo por las calles de la ciudad que inspiró la serie The Wire, para muchos, lo mejor que haya salido jamás de la TV.
Por Antonio Díaz Oliva
Casas sucias, casas tapiadas, casas con ventanas hechas trizas, casas con carteles avisando que pronto serán expropiadas. Casas dentro de largos callejones y afroamericanos sentados en las esquinas con actitud de no hacer mucho. No muy lejos de ahí, patrullas y policías tomando café y comiendo donas que sacan de bolsas del Dunkin’ Donuts. Estas son las postales de Baltimore.
Aquí algunas coordenadas para los que nunca han visto ni oído sobre el show que HBO transmitió entre 2002 y 2008. La primera: The Wire sucede en Estados Unidos, en la ciudad de Baltimore, estado de Maryland, porque David Simon, su creador, es de Baltimore. Simon fue periodista de crónica roja durante varios años, escribió libros que ahora son fuente de consulta para cualquiera que pretenda reconstruir homicidios y recién, en ese momento, bordeando los 40 años, inició una carrera como guionista, productor y director de televisión.
La segunda coordenada —más bien una pregunta— es esta: ¿por qué The Wire, que acabó hace cinco años y en su momento no tuvo el éxito de sintonía que tuvieron Los Soprano o Lost, sigue siendo tan relevante?, ¿por qué el escritor británico Martin Amis, el Nobel Mario Vargas Llosa (que escribió un largo artículo acerca de la serie para el periódico español El País) y hasta Barack Obama han elogiado la creación de Simon? Una respuesta es que The Wire radiografía la sociedad norteamericana contemporánea como ningún producto televisivo lo había hecho antes. Cada temporada gira en torno a uno de los engranajes que mueven a la ciudad: los tribunales de justicia, el sistema portuario, las esquinas donde se trafican drogas, las escuelas públicas y los medios de comunicación. Esos engranajes, aunque no parezca, están conectados entre sí y cada uno repercute en el otro. En la Baltimore de The Wire —como afirma un eslogan de la serie— “todas las piezas importan”.
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Gran parte de The Wire sucede en guetos ubicados al este y oeste de la ciudad, con gran presencia afroamericana: más del 60 por ciento de la población de Baltimore es de raza negra. Los consejos en la web —hay varios sitios creados por fanáticos con todos los detalles para visitar Baltimore— no podrían ser más claros: el recorrido a pie puede ser peligroso, lo recomendable es ir en auto. Detalle no menor si se toma en cuenta que, según la revista Forbes, esta ciudad ocupa el número seis entre las diez más peligrosas de Estados Unidos.
Ignoro el ranking y camino por las mismas calles que filmaron David Simon y compañía. La mayoría de gente pasa con cara de ocúpate de lo tuyo. Busco Hamsterdam, esa calle que, en la tercera temporada, se permite el tráfico de drogas con el fin de bajar la criminalidad y mejorar el nivel de vida del barrio. Hamsterdam se ha vuelto una referencia; así se dice, en jerga popular, a las áreas descuidadas por la policía. Algo ha cambiado desde que se grabó la serie. Los alrededores se ven igual de sucios que en la pantalla, pero las casas que estaban a los costados de Hamsterdam han sido demolidas. Cerca de ahí, en una banca de madera —un modelo que luego veré por toda la ciudad—, se lee este lema en grandes letras blancas: “Baltimore. La mejor ciudad de América”.
Sigo caminando hacia la periferia, hacia sectores poco amigables, donde hay rieles de tren y muchos cables que se cruzan entre postes eléctricos. Barrios de clase baja que refuerzan lo que ya sospechaba: pese a ser ficción televisiva, The Wire se aproxima rigurosamente a la realidad. A esta realidad. No hay mucha diferencia entre lo que uno ve en los 60 capítulos que dura la serie y una caminata por estas calles. Ghetto tourism es como le dicen los estadounidenses a este tipo de paseos. Parecido a lo que sucede con las favelas en Brasil o el famoso tour de la miseria por las villas argentinas.
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“¿Caminaste por esas calles de Baltimore?, ¿estás loco?”, me pregunta más tarde el cantinero del Sidebar Tavern, el bar irlandés que sirvió de locación a lo largo de toda la serie, donde McNulty, Bunk y el resto de detectives y policías se emborrachaban con frecuencia. Voy por la segunda pinta de Natty Boh o National Bohemian; la cerveza local tiene como logo a un hombrecillo, con bigote y cabello estilo jazz age, que te guiña el ojo cada vez que lo miras. En la vida real, el Sidebar Tavern es un sitio para conciertos de punk y ska, mucho menos sofisticado que en la serie, de aire decadente y bukowskiano.
No muy lejos de ahí, están el City Hall y el edificio que se usó como set para el cuartel de policía. El primero es una construcción estilo neobarroco que aparece reiteradas veces en la serie; el segundo, uno de los principales edificios del downtown, con pilares y ventanas oscuras, parte de la regeneración urbana de los años sesenta. Hay más: las oficinas de The Baltimore Sun, el foco central de la quinta temporada, donde David Simon trabajó como reportero hasta que escribió Homicide: A Year on the Killing Streets y The Corner: A Year in the Life of an Inner-City Neighborhood (del último existe una miniserie también de HBO y muy en la onda de The Wire), dos títulos claves para descifrar el espíritu de la ciudad.
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Voy a Fells Point, un barrio lleno de bares (dicen que hay más de 120), cafés, restaurantes de todo tipo (el pastel de cangrejo es una de las especialidades), en medio de un complejo portuario: una de las partes más coloridas de la ciudad. Varios hogares y negocios pintados de rojo, azul y amarillo recuerdan más a Nueva Orleans que a una ciudad en el estado de Maryland. Ahí me subo a un water taxi, un barco con distintos recorridos que por siete dólares o doce si uno quiere usar el servicio el día completo, te hace parte de su tripulación (hay uno gratis, pero pasa con menos frecuencia). La recomendación es hacer el viaje completo, en vez de ir de parada en parada, y bajarme cuando en Inner Harbor, el barrio turístico donde están el acuario, los restaurantes tipo Hard Rock Cafe y una enorme librería Barnes and Nobles, de ladrillos rojos, en la que no venden los libros de David Simon.
Me desvío hacia el sector industrial, hacia la segunda temporada, enfocada en la clase obrera de blancos. El paso no está permitido y solo me queda mirar desde lejos los camiones de carga, los trabajadores portuarios y esos contenedores que en la serie transportaban prostitutas de Europa del Este. En el centro de Baltimore, en la infame calle The Block, están todos los strip clubs con checas, ucranianas y rusas; un cuadro que parece sacado directamente de Las Vegas y donde algunos locales ofrecen buffet y lap dance por menos de veinte dólares.
Para despedirme de Baltimore voy al Federal Hill Park. Subo hacia el mismo parque donde Tommy Carcetti —candidato a alcalde y luego a gobernador— acudía para apreciar la ciudad e inspirarse. Ahí, sentado en una de esas bancas que dicen “la mejor ciudad de América”, me quedo contemplando el paisaje. La panorámica de Baltimore tiene el inagotable sonido de las sirenas policiales como telón de fondo.
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Antes de irme compro The Baltimore Sun a modo de recuerdo. “Tres muertos en tiroteo en Baltimore”, dice el titular. Reviso la portada del periódico, mientras espero el tren que me llevará a las diplomáticas calles de Washington DC: un pasaje sucio, casas tapiadas, la frase “Police Line Do Not Cross” en una cinta amarilla. El tiroteo ocurrió en un gueto del área oeste y es otra postal de esta ciudad. Me pregunto si habrá detectives investigando el caso, si, como en The Wire, llegará el momento en que la investigación perjudique a los poderosos y el caso sea cerrado sin haberse cerrado realmente.
The Wire dijo lo que nadie quería decir y lo dijo al aire, fuerte y claro. Esa serie, que continúa sacudiendo televisores y sociedades, es la razón por la que juré venir a Baltimore algún día.