Una novela escrita en el Japón medieval muestra la sofisticación de una cultura signada por el budismo y los estrictos códigos sociales. Enredos amorosos y una corte imperial en su cima artística.
Por Juan Manuel Granja
Hace mil años una cortesana japonesa al servicio de la emperatriz Akiko escribió una obra maestra. La historia de Genji habla tanto de la ceremoniosa y sofisticada vida de la ciudad imperial del Japón medieval —la actual Kioto— como del deseo y el amor. Algunos la consideran la primera novela psicológica, otros aseguran que su autora, Murasaki Shikibu, es la primera novelista de la historia. Los elogios se amontonan en la contratapa de un libro que no necesita elogios previos. Dijo Marguerite Yourcenar: “Nada se ha escrito mejor en ninguna literatura”. Y Jorge Luis Borges: “No es que sea mejor o más memorable o intensa que la obra de Cervantes, pero sí es más compleja”.
Genji —apodado “el Resplandeciente” por su belleza e ingenio— es el hijo del emperador Kiritsubo y de una concubina, una “íntima” que no cuenta con los apoyos sociales para que su hijo llegue a heredar el imperio. Ella muere cuando, criticada por el favoritismo que disfruta su hijo de parte del padre, el niño no ha llegado a los cuatro años. A partir de su adolescencia, Genji buscará en varias amantes a la madre perdida. No parece azaroso que los más grandes amores de su vida —Fujitsubo y Murasaki— conserven, según los mayores le cuentan a Genji, un gran parecido físico con su madre (¿Freud diez siglos antes de Freud?).
El lector de La historia de Genji vive las aventuras galantes del personaje sin que la extrañeza de una cultura lejana le impida su goce. Es uno de los méritos de la autora que la obra vibre con la memoria de una época y que resulte, aunque distante en el tiempo, inmediata en la pasión. El libro nos descubre un mundo cautivante de mujeres que no pueden ser vistas por los hombres si no es detrás de biombos y cortinajes (o, en último caso, con el rostro protegido por un abanico). En este mundo la belleza es el símbolo de vidas anteriores bien llevadas, o de profundos vínculos de amor en otra existencia, aquí los hombres nobles pueden tener múltiples matrimonios y quien no pueda improvisar un poema como respuesta al interlocutor no puede ser considerada una persona digna de aprecio social. En este mundo la sutileza de cada detalle tiene un significado puntual: los colores de la ropa y del papel de las cartas, los distintos aromas del incienso, las líneas temblorosas o firmes de la caligrafía, los peinados de hombres y mujeres, los rasgos de un jardín, las porciones de comida, la escala en que se toca un instrumento musical, la trama de un sueño o la hora del día (las ocho de la noche, por ejemplo, es la hora del perro).
La aparente rigidez de este mundo signado por el budismo, sin embargo, no evita que Genji se convierta en un amante empedernido y ofrezca al lector pasajes que van de lo jocoso a lo trágico. Parece que Murasaki Shikibu no buscaba retratar a un mujeriego descorazonado, sino concentrar en un personaje la capacidad de vivir toda clase de aventuras. Que Genji no sea nombrado heredero del trono y que lo casen a los 12 años no trunca sus andanzas. A través de los paneles corredizos logra atisbar a Fujitsubo, seis años mayor que él y concubina de su padre (recordemos que, en los palacios de la ciudad imperial, en los templos y en los caserones, nadie podía encontrarse totalmente solo: pajes, damas de servicio y guardias acompañaban toda actividad). Fujitsubo cederá a sus impulsos y el hijo de su unión llegará a ser emperador al pasar por hijo del padre de Genji.
Ella es su primer gran amor. El segundo —y en el paso del primero al segundo obviamos muchos otros— lo encuentra en una casa envuelta entre la niebla de un bosque. Allí encuentra a una niña de diez años —sobrina de Fujitsubo y, por lo tanto, también parecida a la madre de Genji— a la cual se lleva con el pretexto de convertirse en su figura paterna. Murasaki muestra una delicadeza y un encanto que, con los años y con la alta educación que le ofrece Genji para así resarcir los defectos que encuentra en el resto de mujeres, va afianzando un profundo amor mutuo. De hecho, luego de que Murasaki muere, Genji no vive mucho más y el relato se centra en su hijo y en su nieto.
La comparación de La historia de Genji con las novelas occidentales puede resultar engañosa. Es más, la traducción de la obra resulta particularmente complicada debido a la serie de juegos semánticos que la componen: la sutileza del idioma japonés y su constante uso de palabras homófonas en los innumerables poemas que contiene la novela evita las expresiones enfáticas tan propias de otros idiomas. Es más, en la obra original, y de acuerdo a las normas de cortesía del período Heian —período cumbre de la cultura y el arte cortesanos—, no se mencionan los nombres de los personajes sino que se los identifica a partir de su cargo o se los reconoce por algún rasgo personal como su vestido, su vivienda, su relación con otro personaje o alguna otra referencia. Cabe precisar que algunos de los personajes mencionados en la obra, como el emperador Suzaku, medio hermano de Genji, son figuras históricas, no obstante, la obra los reelabora.
Otra característica distintiva de la obra es la importancia de lo que los japoneses llaman mono no aware, la belleza desgarradora de lo frágil o de lo efímero. Esta dolorosa conciencia de la realidad como impermanencia se manifiesta en la gracia que sostiene el texto a través de sus casi 1 400 páginas (en su traducción al castellano). La complejidad de los cientos de personajes que ocupan la historia se plasma gracias a sutiles trazos. La autora no se detiene a retratar figuras sino que, junto al avance del relato, entrecruza varios planos emotivos y de acción que permiten representar este universo.
En efecto, la obra suma la agilidad de la escritura en su unión de prosa y poesía, el sutilísimo empleo del humor que hace del lector un cómplice de la narradora y la aguda observación de la condición femenina —la mujer como centro del mundo, a pesar de su subordinación al hombre—. Este último hecho ha llevado a muchos a decir que el verdadero núcleo de la obra son las mujeres que aparecen, desaparecen y reaparecen en la vida de Genji.
El hecho de que La historia de Genji sea una obra escrita por una mujer tampoco es una cuestión circunstancial. En el antiguo Japón del siglo XI, relatar historias se consideraba un oficio femenino, ya que los hombres tenían a su cargo labores más “relevantes” como la religión, la política y los asuntos imperiales. Las mujeres adoptaron la escritura silábica kana y los hombres siguieron empleando los ideogramas de origen chino (se consideraba que las mujeres no estaban a la altura de un idioma tan antiguo y rico como el chino, por eso solo los hombres lo estudiaban, una regla que infringió la propia Murasaki Shikibu cuando su emperatriz le pidió que le enseñara a leer poemas chinos).
La tradición hizo de las mujeres contadoras de historias y tutoras literarias de la corte. Murasaki Shikibu (su nombre real se desconoce, el que lleva hace referencia al cargo de su padre y al nombre del personaje femenino de su libro) sirvió a la corte de la emperatriz Akiko entre los años 1001 y 1013, y su padre la inició en las letras. Él intentaba instruir y enseñarle chino a su hijo, pero Murasaki se colaba a las lecciones demostrando capacidades mucho mayores que las de su hermano. Murasaki, quien enviudó joven y murió a los 40 años, escribió la novela por partes y fue haciendo entregas sucesivas a las damas de la aristocracia, se estima que dedicó alrededor de 12 años a la escritura del libro. Además, escribió un diario sobre la vida cotidiana en la corte, cuyo tema principal es su rivalidad con Sei Shonagon, autora de otro famoso libro de la época, El libro de la almohada (ambas habían sido tomadas como tutoras de dos emperatrices que buscaban convertirse en atractivas mujeres educadas para atraer al emperador Ichijo).
Y así también los enredos amorosos y las rivalidades protagonizan la parte más dramática de la vida de Genji, cuando es condenado al exilio y debe separarse de la joven Murasaki. Está claro que esta obra es mucho más que un magnífico retablo de las costumbres de la época, pero este episodio es uno de los que con mayor intensidad y fluidez nos hacen dejar de lado el exotismo de la historia para enfocarnos en las pasiones humanas.
El capítulo marca el paso de Genji hacia una serenidad y madurez que resultan sorprendentes al revisar las páginas de su juventud: su insatisfacción frente a una existencia reglamentada por la corte, la zozobra que le causan sus aventuras galantes y la certeza de lo efímero de la vida llevan a Genji a cometer actos cuya impudicia es castigada con dicho destierro. A su regreso Genji vive su mayor esplendor y, sin dejar del todo sus preocupaciones amorosas, se dedica a fortalecer su imagen y sus relaciones en la corte.
No obstante, la belleza de la obra y los triunfos de su héroe nos devuelven a la nostalgia y a su final fracaso, al fracaso que toda vida sufre frente al transcurso del tiempo. La muerte de Genji es clave: muestra lo perecedero de toda plenitud y la eterna renovación que compone la existencia. Es la idea de la que se ocupan los últimos capítulos del libro, en los cuales Kaoru y Niou —el capitán fragante y el príncipe perfumado—, los jóvenes descendientes de Genji, rivalizan por las damas más fascinantes de la corte. De Genji resta el recuerdo de su resplandor.