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Por Fernando Hidalgo Nistri Fotografías: Archivo histórico Quito, Museo Nacional del Ecuador Edición 456 – mayo 2020.
Bañistas gozando del agua, del sol y de los amigos.
Lejos de lo que puede creerse, las actividades acuáticas y sobre todo la afición a los baños termales cuentan con una dilatada historia. Si bien es cierto que hasta principios del siglo XX las piscinas fueron una novedad y hasta un lujo para la población ecuatoriana, esto no quiere decir que no hubiera habido un aprovechamiento de las fuentes termales. Hay múltiples testimonios que dan cuenta de cómo la cultura del termalismo no fue en absoluto desconocida. Baños de Tungurahua, El Tingo, La Merced, Cunuc Yaku o Alangasí fueron sitios utilizados desde tiempos inmemoriales con fines terapéuticos, de higiene personal o con propósitos recreativos. Lo que sí es cierto es que no fue sino hasta muy tarde que el termalismo logró estar en boga y convertirse en una práctica más o menos generalizada entre la población. Aunque se pueden enumerar otros factores, la moda de las piscinas, como otras costumbres modernas, se introdujo en el país gracias al prestigio de ciertos poderosos personajes de la época que habían tenido la oportunidad de visitar Europa. La cultura de los baños termales es un caso paradigmático de ello.
Una de las pioneras más influyentes, para que esta práctica empezara a generalizarse, fue Eugenia Klinger de Guarderas. Su afición a los baños la adquirió gracias a su estancia europea y más concretamente a las “curas de agua” que llevó a cabo en Grecia. Tal fue el gusto que le tomó a esta actividad que en la década de 1880 decidió construir lo que vino a ser el primer balneario moderno. Aprovechando las aguas de su hacienda de Machachi construyó la piscina de Tesalia. Precisamente, este nombre hace alusión al complejo turístico griego en donde durante varios días disfrutó del termalismo y de la vida social que venía aparejada a esta moda.
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