¡Larga vida, viejo Medardo!

Don Medardo fue una institución popular.

De la alegría y la fraternidad entre los más recónditos pueblos de Colombia, Perú y Ecuador.

Timbal y abrigo en su viaje al séptimo cielo, con parada en Loja para unos tamalitos.

 Esteban Michelena

ARTÍCULO PUBLICADO EN LA EDICIÓN 420 – MAYO – 2017.

50 años, 104 discos, 3 generaciones.

Fotografías: Luis Mariño.

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Ni bien empieza el baile, apenas la gente le atina el paso, el grito festivo se multiplica. “¡A ver esa cumbia chonera, maestro!”. Medardo Luzuriaga, consentido y consentidor y marcando el paso a la voz del uan, tuuu, tri… desata la movilización rumbera. Las pistas se llenan, cada quien atiende su pareja y la algarabía no para hasta el amanecer.

“Cumbia chonera” es el hit fundacional e infaltable en cualquier baile amenizado por la legendaria orquesta Don Medardo y sus players. Es un elaborado y sabroso instrumental con solo un corito: “esta cumbia chonera yo la quiero bailar, con mi negra sabrosa, yo la quiero gozar”.

Inspiración y arreglos de don Medardo, la cumbia sonó por vez primera en 1970, años de los inolvidables LP, de acetato y portadas con divas de retocados peinados y recatados ternos de baño. “La grabamos en Tropilocamente Volumen 3, un larga duración que nos consolidó en el ambiente. En un baile la hemos tocado hasta cuatro veces”.

Ángel Medardo Luzuriaga González tiene solo siete años cuando, como baterista o guitarra, ya alterna en tríos o grupitos que emulaban a Los Panchos, mexicanos ídolos en Loja y el mundo hispano del toque romántico. Referente de una familia musical por excelencia, a sus diecisiete años el pequeño Medardo inició su formación en el Conservatorio Nacional de Loja en teoría y dictado de solfeo, piano y acordeón.

Hacia 1959, jovencito, llega a Quito, donde en 1967 y con treinta años, se gradúa en el Conservatorio Nacional como pianista. La gozosa práctica la ejecuta en orquestas como la Salgado Junior o el Quinteto América. Es cuando su pasión por tener orquesta propia incendia su melódico corazón. Para eso retorna a su Loja amada, donde con varios paisanos concreta su sueño: hace 50 años, un 11 de noviembre de 1967, en Latacunga y sin nombre aún, debuta la novel formación.

Para bautizar a la orquesta, los profesores dieron con un nombre que tiene sabor y autoridad. Al maestro Luzuriaga, sus músicos y la gente siempre le trataron de don Medardo. Y aquello de “y sus players” viene del nombre con que el grupo de lojanos, que se unió a su liderazgo, ya actuaba en esta sureña cuna musical.

Un buen huasipichay, los grados de los colegios, las inolvidables kermeses, aniversarios de bodas, matrimonios, bautizos, bailes institucionales con misa y sesión solemne incluidos, fiestas patronales, entre otros parranderos escenarios, vieron a Don Medardo y sus players arrasar con todo.

Corren los petroleros años setenta y es un gran momento de formaciones emblemáticas como Orquesta América y la Blacio Jr. de Guayaquil; Salgado Jr. de Quito, Los Hnos. Vaca, Los Azules, Los Jokers, de Pepe Cobos y sus manabas, entre otras. Un mano a mano entre Medardo y sus colegas era un maratón bailable con alto riesgo de amanecida.

Poco a poco, el repertorio de Don Medardo y sus players se enriquecía con dos discos y, por lo bajo, un éxito por año. Siempre en la cadencia de la cumbia y pionero en fusionar al ritmo tropical tonadas, albazos, pasacalles, sanjuanitos y otros del pentagrama nacional, el pianista ganaba premios y el devoto amor de su hinchada.

Medio siglo, nada menos. Y un récord de grandes hits: “Cumbia quiteña”, “Me voy para mi pueblo”, “El aguacerito”, “La hembra”, “Amaneciendo”, “Traicionera”, “A mi lindo Ecuador”, “Serrana mía”, “Antahuara”, “Con paso fino”, “El curiquingue”, “Movidito, movidito” y un memorable etcétera plasmado en 104 discos compactos y viejos acetatos de larga duración.

Hacia los años ochenta, la irrupción del disco móvil atenta contra la creatividad, la vigencia y el espectáculo que brinda una orquesta, en la que, todos elegantísimos, se paran quince profesores en tarima. Don Medardo acusó el golpe. “Varias orquestas se extinguieron, no soportaron la competencia por precios”. Por fortuna para el acervo ecuatoriano de su música popular, don Medardo salió airoso. “Esto nos obligó a ser mejores cada día, a procurar que cada baile sea una experiencia nueva. Cosas de la vida: todo buen disco móvil carga unas cuatro de don Medardo”.

La orquesta se reacomodó en un mercado de bailes populares y de salón, donde su sola presencia garantiza el lleno y el jolgorio. “Coronaciones y exaltaciones de reinas, inauguración de obras, fiestas de santos; del Carchi al Macará, pasando por Zapotillo. Un baile raro fue en Perú, en un pueblito llamado Casa Blanqueada. Ahí la ducha y el baño estaban en el río y la cena era con culebra o tortuga”.

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Medardo logró consolidarse como una orquesta querida y gozada a nivel nacional. “Nos decían el Barcelona de las orquestas”. Él cree que su trabajo sobre la música tradicional ecuatoriana, arreglada a su estilo, trascendió las preferencias regionales. Y dio en el centro del timbal: por nuestras tierras, aquello de sufrir bailando es una seña de identidad. Vaya a ver nomás el zafarrancho que se arma con un “Pobre corazón”, tipo tres de la mañana.

Sin bajar los brazos ni tapar el piano, con humildad pero con ñeque y altivez, pegando éxitos y girando de ciudad en ciudad y de caserío en caserío, Medardo fortaleció su orquesta. Una complicadísima partitura: no siempre la radio estuvo de su lado. “Eso es con plata, no pasan el tema así nomás”.

Pero lejos de silenciar los sueños, Medardo corrió el riesgo y pensó en grande. Contrató, para potenciar el poderío de su orquesta, talentosos y muy queridos cantantes: Kiko Fuentes, Fabián Mendoza, el entrañable Gustavo Loco Quinteros y el mismísimo Joe Arroyo, entre otros, contribuyeron a la leyenda. Y con esa tropa de élite hizo historia en desafíos, con íconos de la parranda como Los Hispanos, Los Graduados, Lucho Bermúdez, Billos Caracas Boys.

El cambio generacional fue otro problema superado: la banda logró crecer junto a las nuevas tecnologías que revolucionaron el hacer musical, el mundo de la composición, la tarima y la amplificación; pero no declinaron su esencia tradicional: de traje a medida y cabello a gomina, de zapatos de charol hechos espejo y rigurosa corbata, Medardo y sus players dieron que hablar en grandes escenarios de la música latina.

De pronto Nueva York ya quedaba cerca como Portoviejo y en la capital del mundo, cada año, las notas del sencillo y formidable pianista pegaron muy alto. “Frente al Gran Combo de Puerto Rico, en el Madison Square Garden; donde también nos dimos con Óscar de León con su Dimensión Latina y la Sonora Matancera, con sus cinco ases. Con Willie Colón, en el hotel Hilton de Washington, en un bailongo que se iba para el amanecer, pero llegó la policía y seguimos tocando, pero en retirada”.

Risas, nostalgia, miradas que se mojan. “Con Rafael Ithier, el genial pianista de La Universidad de la Salsa, nos hicimos muy amigos y nos regaló las partituras de ‘Si no me dan de beber lloro’ y ‘La eliminación de los feos’. Tito Puente fue otro distinguido y gran amigo mío; me cedió sus arreglos de ‘Pa los rumberos’, ‘Bemba colorá’ y ‘Kan kan’, que las tocamos para descargas de apertura o transiciones”.

Medardo habla con el sentimiento envuelto en partituras escritas con la alegría del pueblo y ese lojano corazón que, a sus 79 años, siente cada latido como una nueva bendición. Quedan los hijos, ya despuntan los nietos. “Mauricio, Miguel y Marcelo jugaban a la orquesta. Como uniforme se ponían sus pijamas, se trepaban a la mesa grande de planchado. Uno con un termo se inventaba un güiro, otro simulaba saxos con las teteras, la olla era el timbal. Tenía que ponerme serio para que no se me cuelen en el bus de las giras, me fregaba el corazón dejarlos en casa. Todo esto ha sido muy duro y, a ratos, dudé de que mis chicos tomen la posta. Pero de a poco se sumaron a la orquesta, mientras se graduaron en el Conservatorio Nacional. Nuestra sangre tiene glóbulos rojos y un montón de notas y silencios”.

Silencios

Se quiebra, cuando habla del largo camino. “Al amanecer de un domingo 2 de octubre de 2016, en Balao, el bus que nos llevaba de Arenillas a Guayaquil chocó de frente con otro carro, del que murieron sus dos ocupantes. La vimos cerca”. Pero Medardo, hace rato, ya había entregado su alma a la música. “Escribir, componer, es volar. Luego, cuando tu orquesta toca eso, ese mundo de sonidos y armonía, que habita en tu alma, cobra vida. Y el corazón es un bombo que pega a mil por hora”.

Viernes 16 de junio de 2012. Plaza de Toros Quito, en la celebración de su disco 100, con su último mano a mano con el recientemente fallecido Gustavo Loco Quinteros, fue conmovedor mirar al elegantísimo abuelito Medardo, tocando el piano sin dejar de mirar el show de Mateo, uno de sus nietos, vestido al riguroso canon de señor cantante. En esa mirada larga, tierna y complacida, vibran estos fructíferos 50 años, 104 discos y tres generaciones.

“¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!” Hay rumor de güiro en el ambiente, ya repica el del timbal, el del bajo está muy serio. Quiere fugar el primer trompeta y ya calienta el del trombón. Está inquieto el de las maracas y nerviosito el de las blancas y las negras, merodea el de las congas. “Esta cumbia chonera yo la quiero bailar, con mi negra sabrosa, yo la quiero gozar”. ¡Larga vida, viejo Medardo!

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