Larga vida a The Kinks

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Cincuenta años después de su primer éxito, “You really got me”, el mundo musical se sigue preguntando si The Kinks fueron y son mejores que los Beatles, los Rolling Stones o The Who. Rodrigo Fresán, escritor argentino y kinkiano, apuesta a que sí. A continuación, la biografía no autorizada de una banda que conserva sano su misterio.

Por Rodrigo Fresán

La historia de The Kinks es como ninguna otra pero, como muchas, comienza con dos adolescentes tocando rock en la sala de la casa de sus padres. Después viene una carrera vertiginosa que se da el lujo del autosabotaje y la experimentación, en la que sus protagonistas se atreven a mutar de banda a troupe teatral y proponen discos conceptuales nunca del todo entendidos. Al final, sin embargo, hay estadios llenos y la puerta abierta para una resurrección. La historia es larga y rara y única; ha sido prolija y exhaustivamente documentada pero, aún así, su resolución parece imposible o, por lo menos, lejana.

Los sesenta

Los hermanos Raymond Douglas (1944) y David Russell Gordon Davies (1947) nacieron en el número 6 de Denmark Terrace en Fortis Green, Muswell Hill, al norte de Londres. Al poco tiempo ya estaban peleándose por quién iba a cantar ese estribillo o hacerse cargo de aquel solo de guitarra. Empezaron tocando skiffle británico y rock and roll negro, se juntaron con amigos, tuvieron algunas bandas tan efímeras como sus nombres (The Ray Davies Quartet, The Ravens) y un par de sencillos fallidos antes de alcanzar la piedra filosofal y fundamental del sonido que estremeció al mundo en el verano de 1964.

Esa canción se llamó “You Really Got Me”, pero fueron ellos, nombrados definitivamente The Kinks, quienes poseyeron al planeta con riffs abrasivos y letras casi violentas (como de drugos pelando naranjas mecánicas), entonadas por una voz rara, nasal, casi amanerada. La sensación —perversa— era la de escuchar a un nerd decidido a dejar de serlo sin importar el precio. “Don’t Ever Let Me Go” y “All Day and All of the Night”, por ejemplo, son canciones que parecen ir contra la moda de tiempos que están cambiando y que, en el decir y sentir del vocalista Ray Davies, no deberían cambiar. Son canciones de un romántico a la antigua que prefiere quedarse en casa releyendo a Dickens antes que salir de farra con la fauna más respetable y controversial de los sesenta: The Kinks despreciaban los estampados de colores y se fotografiaban vestidos como para cazar zorros. Y Ray Davies —ya casado y con hijo— se proponía como el más transgresor de todos: el rebelde conservador que alguna noche dorada dijo: “Yo me siento raro cuando la gente viene y me dice que salgamos y la pasemos bien. Así que les contesto que no, que yo estoy bien así. Les digo: Salgan ustedes y yo escribiré sobre ello”.

De pronto, Ray Davies descubre y hace descubrir que es el mejor letrista de su generación, a la vez que un consumado escritor satírico en la mejor tradición de los clásicos ingleses. Un eximio pintor de paisajes donde abundan los callejones sin salida, los idílicos pueblos de campiña; las despiadadas luces de la gran ciudad, las tardes luminosas y depresivas; la súbita felicidad de recoger las hojas amarillas del otoño en el mejor lugar del mundo. Canciones como la epifánica y para muchos insuperable “Waterloo Sunset” se convierten en cuentos sueltos —o recopilados— en los discos The Kinks Kontroversy (1965), Face to Face (1966) y Something Else by The Kinks (1967), cuentos que acabarán cuajando en una gran novela episódica, en la que se entonan loas a la conservación de la virginidad hasta el matrimonio, titulada The Kinks Are the Village Green Preservation Society (1968), un álbum que nadie comprenderá entonces y que hoy es motivo de adoración y envidia. De allí y de su suerte de continuación de 1969, Arthur or the Rise and Fall of the British Empire, con un furioso pero adorador rock para la Reina Victoria, salen tal vez sus mejores fotografías.

Esto no significa que Ray Davies sea feliz: la mística “Big Sky” apenas disimula el perfil de un hombre confundido al frente de una banda confusa. Una banda que tiene la entrada prohibida a Estados Unidos por problemas de disciplina sindical (y que, por lo tanto, se pierde los grandes y enriquecedores años de la Invasión Británica al mercado norteamericano), en la que las peleas entre hermanos volátiles y competitivos no paran; una banda cuyo cantante es considerado por sus colegas —casi a regañadientes— el mejor letrista del asunto, pero cuyos discos cada vez venden menos. De ahí que “Days”, lo último que grabó la formación original, una canción quizás perfecta según Davies, no sea una tierna y triste despedida para un amor, sino una triste y tierna despedida a sus amados y primeros The Kinks.

Los setenta

The Kinks sigue funcionando a la vez que se autodestruyen. Los primeros álbumes de la década —Lola versus Powerman and the Moneygoround, Part One (1970) y Muswell Hilbillies (1971)— exploran las miserias de la industria, la búsqueda de ese santo grial que es el hit (que, muy kink, resulta ser una sentida y tumultuosa oda a un travesti llamado Lola) y la decadencia del barrio londinense que vio crecer a los Davies. Son grandes discos. Son, también, discos amargos y amargados con un Ray Davies alcohólico, depresivo, que se desmaya en el escenario, luego de anunciar el fin del grupo sin darse cuenta de que su micrófono estaba desenchufado, y llora sus penas de amor mientras evoca a los mitos de Hollywood en “Celluloid Heroes”.

La solución era cambiar de rumbo y de ahí una serie de fracasados pero admirables discos conceptuales que exploran una Inglaterra ruin y en ruinas. Así, la especulación inmobiliaria asediando una paradisíaca aldea en los seis lados (piense en LP) de Preservation: Act 1 (1973) y Preservation Act: 2 (1974); la obsesión de un alien por convertir a un hombre común en pop-star, destruyéndolo en el proceso (versión depresiva del Ziggy Stardust de David Bowie) que se cuenta en Soap Opera (1975), y el anecdotario de aulas y pasillos de un tradicional colegio british de Schoolboys in Disgrace (1975). Todos ellos escenificados por los músicos convertidos en actores de teatro, incomprendidos por un público que solo quiere oír “You Really Got Me” y “Lola”.

The Kinks vuelven a tener éxito con discos “normales” y “de canciones”, en las que vuelve a brillar el poderío de Davies a la hora de la instantánea permanente. Paradójicamente, Sleepwalker (1977) y Misfits (1978) los devuelve a los charts con sentidos himnos al cansancio de la carretera, al jet-lag de los años, al insomnio sonámbulo y a la resignación ante las fantasías estrellándose con la realidad. La caminera “Life on the Road”, la estoica “Misfits” y la confesión para fans “Rock’N’Roll Fantasy” marcan la pauta. Para 1979, con el álbum Low Budget, The Kinks de pronto descubren que son Kings de América y le cantan a USA en lugar de UK. La misma sonrisa torcida de Ray Davies describiendo el panorama de una crisis que, por una vez, no es la suya.

 Los ochenta

Hay algo que primero se llama punk, después se llama new wave y luego se lanza a quemar vivos a dinosaurios sinfónicos, hippies cavernícolas y millonarios cosecha-regalías, pero decide salvar y honrar a The Kinks como los eternos outsiders que son. Bandas como The Jam, The Pretenders, Van Halen, The Smiths y The Knack graban exitosos covers de sus canciones (“You Really Got Me”, “Stop Your Sobbing”, “David Watts”), los emulan con bucólica adoración (“Cemetery Gates” y “Girlfriend In a Coma”) o imitan sin disimular su sonido más crocante y muscular (“My Sharona”).

Los hermanos Davies lanzan discos sobre los que no hay un diagnóstico preciso. Para los fundamentalistas no son más que The Kinks jugando a ser The Kinks al gusto de adolescentes yanquis de universidades caras. Para otros, me incluyo y reto a cualquiera a compararlos con lo que por entonces sacaban The Rolling Stones o The Who, los álbumes Give the People What They Want (1981), el magnífico State of Confusion (1983) y UK Jive (1989) desbordan de grandes temas como “Better Things”, que fue hit en su madre patria y lo es ahora en muchas otras; “Art Lover”, en la que Davies vuelve a la canción-de-personaje poniéndole su voz a un impotente pederasta de plaza; “Living on a Thin Line” con Dave Davies lamentándose de que “ya no haya Inglaterra”, y esa bizarra canción de amor muerto que, a la vez, celebra la vitalidad de una nueva Europa y se llama “Down All the Days To 1992”. Frase aparte para “Lost and Found”, acaso lo mejor que compuso Davies durante los ochenta.

 Los noventa y…

Hacia el fin de milenio, The Kinks son fantasmas influyentes y embrujadores. En 1990 entran al Salón de la Fama del Rock & Roll y, al otro lado del océano, descubren que son parte decisiva e influyente en lo que se denomina brit pop: Oasis, Blur y Radiohead, entre otros populares miembros de la Invasión Británica, segunda parte, pronuncian su nombre con una mezcla de respeto y agradecimiento y celo. En 1993 graban Phobia, un álbum al que nadie le lleva el apunte, a pesar de incluir grandes momentos como el alarido caínabelista de “Hatred (A Duet)” y la funeraria pero a su manera feliz “Scattered”, canción que Davies demoró años en terminar y que se cuenta entre sus grandes logros.

Y eso es todo pero no es el final. Ray Davies publicó en 1995 su exitosa autobiografía X-Ray, seguida en 1997 por el volumen de cuentos/canciones Waterloo Sunset y, en octubre de este año, hará lo mismo con Americana, memoria dedicada a los años estadounidenses de la banda que dio lugar al formato de concierto-conferencia Storyteller, registrado en un disco de 1998 y adoptado por la cadena musical VH1: durante los programas, los músicos cuentan las anécdotas detrás de cada canción. Por su parte, Dave Davies respondió belicosamente a su hermano mayor con una autobiografía propia, Kink (1996), en la que también escribió sin problemas sobre su bisexualidad y sus contactos telepáticos con seres de galaxias lejanas. Además, grabó discos correctos de hermano menor independiente, a destacar el extraño y extraterrestre Bug, de 2003.

Al año siguiente, en 2004, Dave tuvo un ataque cerebral por hipertensión del que se ha repuesto (acaba de editar un nuevo álbum como solista, I Will Be Me) y Ray casi muere baleado intentando atrapar a un carterista en las calles de Nueva Orleans. La buena noticia fue que la reina Isabel II por fin decidió convertir en Commander de la Orden del Imperio británico al cantante de The Kinks, agradeciéndole “su servicio a la música”. La revista Mojo, pieza clave del periodismo musical en Inglaterra, le otorgó el Premio al Compositor por su “habilidad para escribir clásicos”. Ya en 2005, The Kinks ingresaron al Salón de la Fama del Reino Unido, y Pete Townshend, guitarrista y creador de The Who, aseguró que “Ray un día será Poet Laureate”.

Más sarcástico y sensible que nunca, Ray Davies grabó el admirable Other People’s Lives (2006), en el que intenta no sonar como The Kinks, y el magnífico Workingman’s Café (2007) en el que por momentos suena tan bien como en los mejores tiempos de la banda. Estrenó el musical Come Dancing (mucho menos exitoso que los que rescatan la música de Queen o ABBA) y continúa escribiendo Jack, otro musical con El Destripador como héroe; editó un disco de duetos junto a “amigos” inesperados como Metallica y Bon Jovi, así como otro de adaptaciones corales, y disfruta de unos laureles por siempre verdes. En 2006 la Industria Musical Británica le otorgó el premio que dedica a los íconos de su historia y, en 2007, la antología The Kinks: The Ultimate Collection alcanzó el primer puesto de los charts independientes, evidenciando su influencia en bandas tan actuales y tan disímiles como Queens of the Stone Age, Yo La Tengo o The Killers.

 … ¿Continuará?

De tanto en tanto, un breve comunicado llega a los fieles advirtiendo que “Ray y Dave están negociando volver a grabar y girar juntos”. Mientras tanto, en las últimas páginas de las biografías de la banda, Ray Davies aparece gruñón, triste, decepcionado y un tanto agotado por ser considerado la quintaescencia de lo británico: “Dicen eso de mí cuando no se les ocurre otra cosa que decir. Últimamente me dedico a escuchar canciones folk búlgaras”. Pero, también, orgulloso: “Debería haber más gente como The Kinks. En sus mejores momentos, jamás respetaron las reglas, pero siempre fueron muy dedicados con su trabajo. En sus peores y más incomprendidos tiempos, fueron llevados por el mal camino, mal administrados y maltratados. Pero cuando las cosas les salen bien, son insuperables. Fuimos más roqueros que los rockers, más hippies que los hippies y más punk que los punks. Nadie jamás pudo descender a nuestras profundidades o alcanzar nuestras alturas. Nadie se atreverá nunca a exponerse a los riesgos, los fracasos y los asombrosos éxitos y excesos a los que nos expusimos. Fuimos lo más cool y lo menos cool al mismo tiempo”.

Y no miente ni se equivoca el hombre que cantó y sigue cantando eso de “Nadie puede penetrarme” o “Yo no soy como cualquier otro”, al que alguna vez el gran Noel Coward aconsejó cantar sobre lo que te enfurece, pero siempre sonriendo. “La canción pop de tres minutos es una de las grandes formas artísticas del siglo XX. Esto se vuelve evidente en las canciones de amor. El amor se acaba, pero las canciones duran para siempre. Se las arreglan para capturar un momento y una emoción. Así descubres a dos personas, un hombre y una mujer, que no podrían habitar la misma casa o quizás el mismo país, pero la música te demuestra que lo suyo podría haber durado para siempre. En tres minutos no hay tiempo para reproches”, dice Ray a la hora de diseccionar lo suyo con pulso firme y diagnóstico preciso.

Seguro se refería al amor de Terry and Julie en “Waterloo Sunset”, esa canción perfecta que entonó en la ceremonia de cierre de las pasadas olimpíadas en Londres. No me molesta y me enorgullece decir aquí que ese momento me llenó los ojos de lágrimas. Mientras millones de náufragos se preguntaban quién era ese tipo, yo me sentía parte de una gran hermandad, la hermandad de aquellos que, cada vez que se tropiezan con una de esas revistas que preguntan en sus portadas si The Kinks son mejores que los Beatles, los Rolling Stones o The Who, responden “SÍ”.

 La historia —larga y rara y única— continúa.

Larga vida a The Kinks.

Y gracias por los años.

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