Es joven, es mujer, es argentina, anda en moto y no conoce el miedo. Además de artículos para su cuidado personal y su belleza, lleva en su equipaje una cámara de fotos con la cual registra un viaje que ella cree que puede ser tan grande como el mundo. Pasó por el Ecuador y esta es su historia.
Por Ana Cristina Franco
1. En la carretera no existe el miedo.
La carretera es infinita. En ella una moto blanca se desliza. Es pequeñita. Una Honda XR125L, para ser exactos. Se llama Sami (en quechua quiere decir “airosa venturosa”), así le ha bautizado Guadalupe Araoz, argentina de 33 años, quien lleva ocho meses y medio viajando por Latinoamérica. Guada (así la conoce la gente por su blog Hasta pronto, Catalina) ya ha recorrido Argentina, Paraguay, Uruguay, Perú, Bolivia, y ahora, ha llegado al Ecuador. Guada es delgada y esbelta, pero no es frágil. Eso se nota en sus músculos, aunque está lejos de parecer fisicoculturista, su cuerpo parece de hierro. Sin embargo, no es allí donde radica su fuerza, sino en el brillo de sus ojos, de su piel, su pelo. Guada está viva.
A este recorrido, Guada no lo llama viaje, sino proyecto. La idea —me cuenta— es recorrer (o tocar) todos los países de América Latina, excepto las islas. Hasta ahora ha estado en Buenos Aires, Jujuy, Uruguay, Paraguay, Brasil, Bolivia, Perú y Ecuador. Luego, continuará su viaje hasta Colombia, Guyanas, Venezuela, y tomará un barco hasta Manaos. Al final llegará a Alaska y cruzará a España. Entonces emprenderá un nuevo proyecto en el que recorrerá toda Europa. Después —si sigue teniendo ganas, me aclara— hará toda Asia o África.
En aproximadamente dos horas de entrevista, Guada no ha pronunciado la palabra miedo. Esa palabra no parece existir en su vocabulario. Cuando se lo pregunto, me explica —como si se tratara de algo muy simple— que para combatirlo lo único que hace es ir con cuidado, no manejar en las noches, no beber alcohol ni ninguna sustancia que pueda alterar su conciencia. Una vez tomadas estas medidas, el miedo no existe, o bueno, es llevable. Quizá pueda sentir algo de vértigo pero una vez que se sube en la moto, todo se va. Y solo queda seguir. Pero la gente sí tiene miedo. Todavía les cuesta creer (incluso a mí) que una mujer pueda viajar sola… y en moto. Guada afirma que Latinoamérica todavía es muy machista. En su blog tiene un post en el que narra con ironía cómo la gente le aconseja conseguir un novio para que la cuide durante el viaje (entre otras cosas). Cuando llegó a Quito, la gente le decía, en tono halagador: “¡qué macha!” Muchos, al asociar mujer-moto, “se imaginan una nórdica enorme medio machona”, dice. Si es una mujer la que va sola en moto, debe ser lo más parecida a un hombre para que la historia sea verosímil. Otro prejuicio común de la gente al ver una mujer viajera es el de asociarla a la hippie mochilera. Guada no es “machona” ni precisamente hippie. Usa tacos, “pollerita”, y siempre lleva las uñas bien cuidadas, obviamente no cuando va en la moto, pero cada que llega a una ciudad, le dedica un buen tiempo (el que disfruta muchísimo) a ponerse linda. “Es difícil el tema de viajar en moto y seguir siendo mujer”, dice entre risas. Aunque no lleva casi ropa, lo que más ocupa su equipaje son cosas de baño: cremas, champú, tintes para el cabello. Pero lo que más pesa es su cámara de fotos profesional y su laptop. Estos son sus materiales de trabajo. Sin ellos, su viaje no tendría el mismo sentido: el de escribirlo y fotografiarlo. Darse un tiempo para sí misma, encontrar esa habitación propia de la que hablaba Virginia Wolf y que es un lugar simbólico, es difícil en medio de un viaje en el que nunca se echan raíces. El momento en el que Guada se detiene un rato, y se sienta a escribir en su blog, es sagrado. Es ahí cuando recapitula, cuando entiende lo ya vivido, al escribirlo.
2. ¿Cómo se prende?
En 2013 Guadalupe Araoz no tenía idea de conducir una moto. Estaba en Indonesia, en la isla de Java, y tenía roto un pie, por lo que le era difícil viajar. Cuando una amiga le ofreció prestarle su moto, a ella le pareció una idea descabellada, si ni siquiera dominaba bien la bici, la moto era una locura. Pero probó. Hizo dos cuadras, despacito, y no se cayó, así que siguió. Entonces cruzó a la otra isla. Cuando le devolvió la moto a su amiga la decisión ya estaba tomada. Alquiló su propia moto. En lugar de alquiler mintió que ella era una experta (aunque de todas maneras a nadie parecía importarle si sabía de motos o era una principiante, pues en Indonesia todos van en moto). Cuando le entregaron la moto, Guada preguntó a una persona que estaba al lado: ¿Disculpe, cómo se prende?
Una vez encendida la moto, nadie la detuvo. Guada dio la vuelta a Bali. Recorrió toda la isla. Luego hizo un montón de islas de Indonesia. Borneos del Himalaya. Una parte de la China. Una parte de Vietnam. Y Camboya.
Tiempo después, debido al azar, en la isla de Camboya, tuvo un accidente. No fue grave, pero sí lo suficiente como para que la regresaran a Buenos Aires acompañada de un enfermero. En su ciudad tuvo un año de recuperación, en el cual pasó entre hospitales, operaciones y terapias. Nada acababa de funcionar, hasta que un doctor dio en el clavo y le hizo una operación que funcionó a la perfección. Apenas Guada salió del quirófano, lo primero que hizo fue comprar otra moto. Y meses después ya estaba otra vez en la carretera, lista para recorrer Latinoamérica.
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3. 3 factores del destino.
Factor 1: Tiresias en Israel
(Junio de 2012, Israel)
La mujer que después de un accidente en moto le costó un año de recuperación, la que volvió a subir a una moto, la que decidió viajar por el mundo sola, durante el tiempo que sea necesario, hace apenas cuatro años iba de tacos y falda por los elegantes edificios de Buenos Aires. Era economista. Trabajaba en carteras de inversión de mercado de capital internacional para la banca privada suiza. Con horario, con uniforme, en oficina. Ganaba bien, tenía un buen puesto, pero, pero… había algo, muy adentro, que la molestaba siempre, como una piedrita en el zapato. Unas vacaciones hizo un viaje, y en Israel, conoció a alguien que le cambió la vida. Las personas que (de verdad) nos cambian la vida nunca (o casi nunca) saben que lo hacen. De las personas que nos cambian no sabemos su vida. Las personas que nos cambian la vida a veces no son grandes maestros ni grandes amores ni hermanos a los que estamos unidos por la sangre, las personas que nos cambian la vida son pasajeros. Hermosos desconocidos que ciegos nos guían sin querer, sin darse cuenta. Nos tocan como la luz, fugaces, y luego se van para siempre, siguen su camino, y nunca se dan cuenta lo que han dejado en el nuestro. Pero nosotros quedamos, en el fondo del corazón, eternamente agradecidos. Es el destino. La figura del sabio Tiresias, aquel ciego de la mitología griega que mediaba entre los hombres y los dioses. Era la figura del destino.
No basta respirar para estar vivo. Guada estaba harta, sentía que no hacía nada. Que solo hacía ganar más dinero a la gente que ya tenía dinero. No vivía. Fue entonces cuando se encontró con alguien. Su Tiresias personal era argentino, de clase social muy baja. Sin idioma y sin ningún tipo de recursos, había recorrido toda Europa y toda Asia. Le contó que de chiquito, en su pueblo, era albañil, venía de una familia muy pobre. Hacía artesanía pero nunca se la había enseñado a nadie. Un día, en un ataque de locura, agarró todo y se compró un pasaje a Buenos Aires. Nunca había salido de su pueblo. La familia le decía que estaba loco. En Buenos Aires pasó durmiendo en plazas, en la calle. Pero era tan bueno para la artesanía que logró vender todo y se fue a Europa. Aunque casi lo deportan en España, logró recorrer todo el continente vendiendo su artesanía y luego toda Asia. Durante años le mandó plata a su familia, la cual se pudo comprar una casa. Guada se había encontrado varias veces con este personaje en Israel, por azar, se sentía atraída por él, sabía que tenía que acercarse y hablarle, y un día lo hizo, porque sabía que evidentemente ese encuentro era por algo. Cuando él le contó su historia, algo empezó a movilizarse en su interior, quería hacer lo mismo, quería cambiar su vida. Pero aún no encontraba la manera.
Factor 2: El psicólogo.
Tal vez no haya nada (o casi nada) más difícil que hacer lo que se quiere de verdad. Es tan sencillo que se vuelve imposible. Ser feliz es una tarea para valientes.
Cuando Guada volvió de Israel a Argentina fue al psicólogo. (En Buenos Aires, todo el mundo va al psicólogo, me aclara).
—¿A vos qué te gustaría hacer si fueras multimillonaria? —dijo el psicoanalista.
— Escribir, tomar fotografías y hacer algo por el otro, ayudar —respondió Guada.
— ¿Y por qué no hacés eso?
— No sé cómo, ¿qué hago?
— No sé. Pensalo. Elaboralo. Pero hacé algo. Porque así no estás bien. Necesitás cambiar tu vida.
Factor 3: El viaje astral.
Por esa misma época, un amigo le hizo un ejercicio de meditación. Después de minutos de respiración y concentración, Guada sintió que sus pies estaban más arriba del suelo. Ya no estaba en esa habitación, ni siquiera estaba en Buenos Aires. Estaba, sin duda, volando encima del Himalaya. Sentía el viento, las nubes. Cuando el “ejercicio” terminó se sintió desconcertada y cuando preguntó a gente que hace yoga y meditación (porque pensó que se había vuelto loca) le dijeron que había tenido un “viaje astral”. Una semana después, Guada aún sentía que parte de sí estaba en el Himalaya. Sentía que flotaba. Como si pisara nubes. Estaba feliz. Podía pasar cualquier cosa por fuera, pero su espíritu había encontrado una felicidad que parecía inquebrantable. No necesitó más que ese impulso. Con la plata que tenía ahorrada para su primer auto, compró un pasaje a Asia. Solo de ida.
Entonces se fueron cumpliendo sus objetivos: era feliz y hacía feliz a los demás. Quizá este era el premio (o la cosecha) por haber tomado una decisión tan radical: pasar de un departamento con todas las comodidades, vestida con “pollerita de gasa”, tacos de por lo menos quince centímetros, a la carretera, siempre en movimiento.
4. “El imperio del hombre es interior”, Antoine de Saint-Exupéry.
“Hay muchísima gente que viaja con la obsesión por ‘el más más y menos menos’, dice Guada, por ejemplo, la flor más grande del mundo o el mono más chiquito del mundo”. Pero quizá el sentido del viaje no esté en las grandes cosas sino en las pequeñas, en los detalles. Aunque el sentido del viaje siempre sea subjetivo. Guada no sintió nada al estar en “el lago más grande del mundo” (el Titicaca), pero sí al ver a la gente nativa de Bolivia, a los aymará del altiplano, que cuando les hablas en aymará y les muestras que realmente te interesan, te abren sus puertas. La Torre Eiffel no le pareció más que un montón de fierro, pero siempre quedará en su memoria los juegos de luces de colores que forman los vitrales en la iglesia de Sainte Chapelle. De Quito quizás no recordará El Panecillo, pero sí lo laberíntico de sus calles, el impresionante verde de los paisajes de Loja y Baños. De Paraguay la bondad infinita de la gente. “Cada lugar no es el lugar en sí sino la experiencia. Viajar es un viaje interior”, dice Guadalupe. En Brasil se encontró con un viajero. Un señor grande, artesano, que le dijo —en portugués— que llega un momento en el que no importan los nombres de las personas, que todas las personas son la misma. Todas las montañas son parecidas. Todos los ríos iguales. No importa realmente si estás en esta montaña o en aquella. Lo único que importa es la conexión y el momento que vives en ese lugar. “Los nombres te los terminas olvidando porque conocés miles de personas por mes, yo soy malísima para los nombres, me acuerdo de todas las personas, de todas las historias, pero no de los nombres”, dice ella. Pienso en la ciudad invisible de Italo Calvino, en Trude, la ciudad en la que todas las plazas, los hoteles, la gente, son iguales a otros. Pero cuando el viajero desea partir en busca de “algo nuevo”, le dicen que “el mundo está cubierto de una única Trude que no empieza ni termina, solo cambia el nombre del aeropuerto”. La belleza está en los ojos y “viajar te enseña a mirar, hace falta mirar realmente”, dice Guada. A diferencia del turista, quien tiene una ruta trazada, el viajero se deja llevar. Está abierto al azar. Es libre. El viajero, además de nutrirse con lo que ve y las personas que conoce, busca un crecimiento interior. Como en las películas de viaje (road movie) la geografía externa es un pretexto para conocer los mapas interiores. Además, el viaje enseña a concebir de otra forma el tiempo. A vivir el presente. El viajero es un buscador de mundos interiores que solo existe en la medida en que no hay arraigos. Aún así, Guada no usa la palabra desapego. No se puede hablar de desapego cuando cada vez que dejas un lugar te llevas algo, algo que además es eterno, aunque (casi nunca) se lo pueda ver.
Nota: Guadalupe Araoz maneja el blog Hasta pronto, Catalina, en él podrán encontrar sus bitácoras de viaje que van desde las crónicas, pasando por las “historias mínimas”, segmento en el que cuenta historias de personajes y lugares, hasta la poesía. He aquí el link: www.hastaprontocatalina.com