Por Huilo Ruales.
Ilustración Miguel Andrade.
En el principio de mis tiempos, Quito tenía un sabor a planeta Marte mezclado con Disneylandia. Algo así como ocho horas de viaje se requería y por carretera propiamente dicha. Es decir, un angosto camino empedrado que se atornillaba en las montañas y que servía en bandeja insondables precipicios a los dos costados. Los grandes iban y volvían como si nada y yo les quedaba viendo las manos, la cara, la sonrisa, en busca de la marca quiteña, aunque no siempre la encontraba o al menos no en la medida que yo esperaba. Si no era por los manjares, las vestimentas, los artefactos que traían de Quito, se hubiera creído que no se habían movido de Ibarra. Eso era inquietante y hasta me irritaba. Claro que algunas personas, por ejemplo, mi madre, volvían con un brillo especial en los ojos, cierto feliz cansancio de viajeros realizados y unas incontrolables ganas de contar anécdotas y describir cosas nunca vistas. Cuánta admiración, por no decir envidia, me causaba la quiteñización que sufrían, o más bien gozaban, los gemelos Yépez durante sus vacaciones largas en Quito. Claro que lo mejor era cuando llegaban de vacaciones sus dos primos, el Tavo y el Nacho, auténticos quiteños. Era como si llegaran artistas de moda. Mis hermanas, incluida la Nati, aunque ella sin alocamientos, se enamoraban perdidamente de aquellas gotas de agua quiteña. La misma dentadura perfecta, el copete idéntico, el pantalón tubo, las medias blancas lanosas, los mocasines de charolina que solamente se veían en los figurines. También en la escuela, aunque no en mi grado, había un quiteño legítimo. Robinjud era su apodo, ya que siempre andaba con una chaqueta de gamuza con flecos. No tenía nada que ver con el Tavo y el Nacho, pero se notaba su quiteñismo a leguas. Por ejemplo, en su manera de correr o de hablar o, a secas, de estar, de existir, como si estuviera más que nadie en su casa, como si el pavimento del patio de la escuela fuera suyo. Hasta su risa era más risa y, aunque solo moviera el cuello para ver hacia atrás, tenía un absoluto dominio para mover el cuello y ver hacia atrás. Yo, encerrado en mi cuarto, me colocaba frente al espejo y ensayaba durante horas sus dengues y su entonación y su manera de caminar levemente sesgada que era tan pero tan quiteña. En tanto idiota, un par de veces salí a escena —es decir, al comedor— imitándolo. Qué te pasa, te dio tortícolis, me dijo una vez mi padre. Otra vez, la tía Violeta soltó ese graznido de puerta sin aceite que era su risa, después de decirme, estás hablando como muñeco de ventrílocuo.
En la casona, quien más viajaba a Quito era mi padre, por asuntos de trabajo. Algunas veces, más que nada cuando se acercaban las fiestas navideñas, mi madre lo acompañaba y en ese caso volvían cargados de golosinas, regalos secretos, cosas nunca vistas. Una vez llevaron a la Nati y ella volvió agotada, directo a la cama y aunque contaba sobre las maravillas que había visto, no estaba feliz sino débil, pálida, con sueño. Siempre estaba con sueño la Nati. Por lo menos cinco veces y casi seguidas la llevaron a Quito. En cambio a mí nunca me llevaba nadie. Desde mi ventana los veía despedirse, acomodar las maletas, entrar en el auto y esfumarse en el puente que separaba y unía Ibarra con la casona. Mientras los veía, yo sollozaba y me hundía las uñas de una mano en la palma de la otra, diciendo cosas feas en contra de mi pobre hermana Nati. Al mismo tiempo, ella flameaba su mano hacia mi ventana con la sonrisa más triste que recuerde. La sonrisa con la que volvió de su quinto y último viaje. La misma sonrisa que se le quedó en el rostro la mañana de su muerte.