La vie est belle.

Por Huilo Ruales.

Ilustración Miguel Andrade.

Edición 433 – junio 2018.

 

Firma--Huilo

Una tarde que, enredado en algún texto personal, me quedé solo en la oficina, resbalé del sillón como niño en tobogán hasta topar el piso con las rodillas. Miré el oscuro vacío de la parte inferior del escritorio y con toda naturalidad me deslicé hasta el fondo. Era admirable, pues cabía sentado y con la cabeza semierguida y, con una pizca de esfuerzo, también mi cuerpo y mi mente y mi corazón. A partir del día siguiente comencé a jugarme la vida: a las once de la mañana, en medio de los 40 mecanógrafos, resbalé del sillón sigilosamente y, como nadie lo advirtió, me deslicé de lado hasta encapsularme debajo del escritorio. Resultó algo prodigioso. Allí tenía un espacio propio para respirar, para balbucear sin que mi voz saliera de ese ámbito exclusivo, pero sobre todo para sentirme al otro lado. Desde esa morada secreta el monstruoso pabellón de archivadores 40 escritorios y tecleo unánime de máquinas, me llegó de otra manera. En pocos días aprendí a distinguir los hábitos sonoros de esa legión de mecanógrafos buenos, asquerosos, olvidables. Era fascinante permitirse la omnipotencia de la mosca, del dueño del universo.

Una vez, estaba ovillado en mi escondite leyendo a Conrad, cuando el director se acercó acompañado del subsecretario en persona. Necesitaban un dosier en el que yo estaba tra-bajando. Y lo necesitaban de inmediato. Esperaron que yo volviera del baño. Hurgaron las carpetas sobre mi escritorio. Intentaron abrir las gavetas, que las tenía bajo llave.

Nadie sabía dónde me encontraba. Mi vecino del costado izquierdo dijo que era imposible que yo hubiera salido, que venía de verme aquí. El subsecretario, molesto, aceptó un café del di-rector, pero quiso que se lo sirviera allí, sentado en mi sillón, y yo a medio paso debajo del escritorio no respiraba siquiera. Tenía un miedo terrible de ser presa de un estornudo, de un acceso de tos. Los zapatos brillantes del subsecretario, que casi rosaban mis dedos, me parecieron aquellos del payaso de la infancia. Se movían, se entrecruzaban, parecían estar interesados en patearme por su cuenta. Los zapatos del jefe, menos brillantes y diminutos, aparecían y desaparecían nerviosos. Y yo no llegaba por nada del mundo. Entonces, el subsecretario ordenó a uno de los mensajeros que fuera en busca del jefe de mantenimiento para que trajese las copias de las llaves que correspondían al escritorio. Era la solución ideal para ellos, pero lo grave estaba en que al abrir las gavetas encontrarían trazos de mi otra vida: las máscaras, los pitos, las canicas, el revólver. Quería morirme pero no tenía cómo. Felizmente el jefe de mantenimiento tampoco apareció. Indignado, el subsecretario soltó un par de amenazas, se puso de pie y se encaminó hacia la Dirección en busca del teléfono. El intersticio y el vacío súbito que se dio entre el sillón y el escritorio fueron suficientes para dar una voltereta infantil, salir de mi escondite y escabullirme por entre los archivadores como una rata. Entonces, todo se normalizó. El reclamo del subsecretario por mi ausencia resultó un pírrico gesto de autoridad que se disolvió cuando llegué a su despacho con la requerida carpeta y mi perorata técnica. Mientras yo, como solía suceder en esos casos que son múltiples, me volvía loco de gloria. Igual que el asesino al lograr la impunidad absoluta. Igual que el artista cuando, sin saber por qué puta razón, logra su obra maestra.

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