Por Antonio Díaz Oliva.
HUBO UN TIEMPO OSCURO EN EL QUE SEINFELD, UNÁNIMENTE CONOCIDA COMO LA MEJOR COMEDIA DEL SIGLO XX, NO SE ENCONTRABA POR NINGÚN LADO; EN NINGÚN CANAL, EN NINGÚN SERVICIO DE STREAMING. PERO AHORA HA VUELTO, TODAS SUS TEMPORADAS ESTÁN DISPONIBLES EN AMAZON PRIME Y LEGIONES DE FANÁTICOS CELEBRAN RIENDO AL MISMO TIEMPO.

La nada es el todo
Nueva York, 1988. Dos comediantes se reúnen a tomar café, comer sándwiches de atún y hablar de cosas sin importancia. Sus conversaciones giran en torno a lo nimio y mundano. Hablan sobre esos detalles que han notado en su vida diaria y que al parecer no interesan a nadie más. Uno de los comediantes —el que habla con voz de pito— es delgado, judío, se llama Jerry Seinfeld y tiene 34 años. El otro, Larry David, también es judío, su pelo gris va despareciendo de a poco y tiene 41. Ambos se dedican al stand up, o sea, son parte del circuito neoyorquino que practica el arte de pararse frente a un público pequeño y contar historias o bromas o una mezcla de ambas.
David apenas puede mantenerse económicamente. No hace mucho trabajaba como taxista y, en esa época, cada vez que un pasajero se bajaba, lo primero que pasaba por su cabeza era: “Bueno, ahí va probablemente mi último pasajero”. Pesimista desde temprana edad, siempre se preguntaba por qué otra persona se subiría a su taxi habiendo tantos en la ciudad. Por esos días, en el circuito de stand up, David era conocido como un “comediante para comediantes” o, en palabras de él mismo años más tarde, “básicamente una mierda”. Jerry, en cambio, veía cómo su carrera iba tomando vuelo. Un productor de la cadena televisiva NBC le había pedido alguna idea; material para un especial. El problema, claro, era que Jerry no tenía ideas. Era un comediante, no un guionista; no sabía de dónde y cómo sacar historias o tramas que sedujeran a las grandes audiencias. Solo sabía hacer reír a la gente con anécdotas como las que también le gustaba compartir con Larry. Esas pequeñas sutilezas de la vida, lo mínimo, las reglas no escritas sobre cómo (o no) comportarse.
—¿No sería divertido ver un show sobre esto? —le preguntó David a Seinfeld esa tarde de 1988.
—¿Sobre qué?
— Sobre esto, sobre lo que estamos hablando aquí.
—¿Sobre nada?
—Sí, sobre nada. Esto es justamente lo que nunca se ve en la televisión.—¿Gente hablando de nada?
—¡Gente hablando de nada!
Yada yada
Mi relación con Seinfeld comenzó tarde, sospecho que así ha sido para varios. Comenzó cuando estaba en el colegio (en Chile, antes de viajar a Nueva York y vivir en el mismo barrio donde sucede la serie) y mis compañeros seguían religiosamente Friends. Yo no. En su momento vi algunos episodios, pero nunca me dieron ganas de comprar las temporadas y pasar horas tomando café en esas tazas inmensas de Central Perk. No creo que la gente pueda vivir tan bien trabajando tan poco. Y ahora, a la distancia, los personajes me parecen de cartón; no sé si me tomaría una cerveza con alguno de los chicos, a lo más invitaría a salir a Rachel, pero si alguna vez veo a Phoebe en la calle, definitivamente no le daría una moneda por tocar una canción sobre un gato hediondo.
Mi entrada al mundo Seinfeld fue paulatina. Había visto algunos episodios sueltos en el cable. Y me reía principalmente con Kramer. El resto de los personajes, la verdad, me parecían un poco demasiado neuróticos. Y así, un tiempo después, en una de esas ferias donde entre fruta y ropa venden DVD piratas, fue cuando me llevé las primeras tres temporadas a mi casa. Las vi de corrido, aunque como las mejores relaciones, fue una mezcla entre amor a primera vista y un posterior período de ajuste. Se nota, en esas tres temporadas, que la serie está en pañales. Los personajes aún están siendo moldeados y les falta parodia, ironía y esa mezcla entre maldad y neurosis. De todas maneras, capítulos como “The Parking Lot” (todo sucede en un estacionamiento) o “The Nose Job” (George ama a su novia pese a un pequeño detalle: le gustaría que se operara la nariz y por supuesto no sabe cómo decírselo) o “The Limo” (azarosamente se suben a una limosina y terminan en una reunión de neonazis) o “The Chinese Restaurant” (la espera por una mesa en un restaurante chino se alarga innecesariamente) me convencieron de seguir invirtiendo mi tiempo.
Le pedí a un amigo las demás temporadas y en dos meses vi los 169 episodios, nueve temporadas enteras; a veces cinco, seis, siete capítulos en una noche (recuerdo despertarme a las cinco de la mañana, con el computador prendido y Kramer gritando “Giddy up!” en mi oreja).
Desde entonces me he vuelto de esos que incansable e insoportablemente buscan respuestas para la vida en la televisión; más específicamente, en Seinfeld. Si tengo un dilema moral-ético, pienso en algún episodio o situación, o en qué haría alguno de los personajes bajo las mismas circunstancias, y así me aferro a ese dudoso punto referencial para solucionarlo. Y no soy el único.
Según Jennifer Keishin Armstrong en Seinfeldia, un libro que lleva semanas entre los más vendidos del New York Times y que repasa la historia previa, durante y posterior de la serie, el gran logro de este show fue “generar una dimensión especial, un sitio a medio camino entre el show y la vida real”. Eso es justamente Seinfeldia, una realidad paralela que funciona como refugio para aquellos que gustan de discutir y masticar lo mundano de la vida. Muchas de las situaciones creadas por David y Seinfeld eran sacadas de la realidad, y por eso mismo, durante la emisión de la serie y años después, la gente comenzó a imitar sus frases o situaciones. Seinfeld estuvo al aire nueve años; desde 1989 hasta 1998, y sin embargo, vive como ninguna otra serie de televisión.
Semanas atrás un amigo que también emigró a la meca Seinfeld, o sea Nueva York, me citó para conversar. Tenía un problema, estaba en la friend zone, ese término que sirve para describir que uno está en el área de amistad de una chica o un chico, pero que, por eso mismo, acaso, no sucederá nada romántico. Por supuesto, el enredo de mi amigo me recordó a Jerry y compañía. A esta frase de George Constanza: “Ella cree que soy simpático. Las mujeres siempre creen que soy simpático. Pero las mujeres no quieren a alguien simpático realmente”. Y, bueno, a esta otra: “Nadie quiere estar con alguien que le guste. La gente en realidad quiere estar con alguien que los odie”. Como sea, mi amigo estaba pasando por una situación similar. Cada vez que intentaba abrazarla, darle un beso, insinuar algo más que simple amistad, la chica se escurría, aunque luego siempre volvía a él para “usarlo” como amigo. Café (sí); cena (no); cervezas (no); helados (sí, pero solo con otros amigos y amigas). Fue durante esas semanas que mi amigo me llamó desesperado y nos juntamos a debatir las reglas y peligros de su caso. ¿Cuándo se está en la friend zone?, ¿cuándo no?, ¿se puede salir?, ¿vale la pena estar en la friend zone?, ¿tal vez se sufre menos?, ¿tal vez es mejor estar ahí que en una relación amorosa?

Buenas noticias, malas noticias
Han pasado veinte años desde que se comenzó a emitir la última temporada, pero Seinfeld sigue con nosotros. Meses atrás, de hecho, Hulu (una cadena de streaming, competencia de Netflix) remasterizó y puso online todas las temporadas y desde entonces Jerry y compañía han vuelto a nuestro lado; en el diner tomando café descafeinado, comiendo ensaladas grandes y teorizando sobre los protocolos del día a día.
Si uno vuelve al primer piloto de la serie (“Buenas noticias, malas noticias”) es posible sentir el espíritu de todo. Vemos a Jerry, el protagonista, y a un personaje pequeño, gordo y calvo llamado George Constanza (en palabras de Seinfeld, “George Constanza es el lado oscuro de Larry David”). Ambos discuten cosas pequeñas de la vida moderna en una gran ciudad; desde lo inútil que son algunos botones de las camisas, hasta si una chica que le pide alojamiento en Nueva York a Jerry por unos días quiere o no tener algo con él. David y Seinfeld a lo Harold Pinter o Samuel Beckett para la televisión: “un show acerca de nada”.
A esa idea le agregaron un personaje más. O más bien un vecino: en ese entonces, David vivía en un edificio en Nueva York con renta baja y controlada para artistas. David era uno de esos artistas, claro, pero su vecino no: Kenny Kramer era un ser de otro mundo, alto, con el pelo enmarañado y una silueta similar a la de Frankenstein. Luego de años de tenerlo como vecino, David tenía muchas anécdotas sobre él. El plan sería usar algunas para el show que primero se llamó Las crónicas de Seinfeld y luego simplemente Seinfeld. Al elenco del piloto le agregaron, además, un cuarto integrante: Elaine Benes, exnovia de Seinfeld, la única mujer del cuarteto y asimismo, dicen algunos, la más cuerda de todos.
Si bien los ejecutivos de NBC no estaban muy seguros de la suerte del show, igual le dieron la luz verde (uno de los productores de NBC dijo: “¿quién va a querer ver a unos judíos neuróticos caminar y hablar aún más neuróticamente a lo largo de las calles de Nueva York?”). El público de prueba tampoco reaccionó muy bien. “No sé a quién le interesa ver a un grupo de personajes que va a la tintorería”, dijo uno de los espectadores de aquella primera prueba. De todas maneras, NBC emitió el primer episodio y Seinfeld salió al aire.
No fue hasta pasada la cuarta temporada que la serie encontró definitivamente su tono, gracias, por ejemplo, a episodios como aquel en que Jerry y George (emulando el momento de gestación) reciben una oferta de la televisión e idean un show sobre la nada.
—El primer show para la televisión sin una historia —dice George.
—¿Sin una historia? —responde Jerry.
—Sin historia. Olvida la historia.
—¡Pero hay que tener historia!
—¿Quién dice que hay que tener historia?, ¿te acuerdas cuando esperamos una mesa en ese restaurante chino? Eso podría ser un show televisivo.
La serie consiguió mejores ratings gracias a momentos como ese. Según Jennifer Keishin Armstrong, una de las razones del porqué Seinfeld ha tenido una mejor afterlife que otros shows es que nunca ha terminado del todo. Ahí está el efecto Larry David, que durante los nueve años que la comedia estuvo al aire prefirió el anonimato. Parte del revival de Seinfeld ha sido consecuencia del éxito de Curb Your Enthusiasm, la serie de David, que este año estrena su novena temporada y ha mantenido el espíritu de Seinfeld. Curb… es una suerte de spin–off que funciona (y hasta depende) de esa realidad paralela llamada Seinfeldia: se trata de Larry David y sus problemas con ciertas convenciones y expectativas sociales en Los Ángeles. De ahí que no haya superado la popularidad de Seinfeld.
A diferencia de Jerry, quien era uno de los creadores, actores y hasta dio el nombre al show, David era un nombre fantasma; aunque hizo divertidas apariciones esporádicas en la serie, solo los fanáticos lo vinculaban con el show. Pero desde que Curb Your Enthusiasm salió al aire, en 2000, los viudos y viudas de Seinfeld encontraron un nuevo lugar para desahogarse, es difícil ver Curb… sin recordar a veces a Jerry y compañía.
El cruce entre ambos shows fue aún más obvio cuando en la séptima temporada de CYE, David y Jerry acceden a crear un episodio más de Seinfeld. Y ahí están: Kramer, Elaine, George y Jerry en el mismo apartamento, las mismas cajas de cereal, los mismos sillones, la figura de Superman atrás. Es uno de esos momentos que explica muy bien Seinfeldia: uno entra una vez más en esa dimensión que no es ni la realidad ni ficción, sino una absurda dimensión a medio camino.
No es una mentira si te la crees
Luego de acabar Seinfeldia (y como daño colateral volver a revisar varios episodios), me sumerjo en Seinfeld and Philosophy, otro de los libros sobre la serie, esta vez un conjunto de ensayos académicos sobre sus vínculos con temas como existencialismo, feminismo, moral y ética. Es un libro más denso, sin duda, pero que ya va por su séptima edición y tiene algunas ideas interesantes; principalmente, cómo lo que en apariencia es superficial en la serie se puede ver desde un prisma filosófico.
Nietzsche subtituló su Así habló Zaratustra como “Un libro sobre nada y todo”; Sócrates —quien no era más que un tipo que se paseaba caminando y analizando— al parecer dijo que “la vida que no se examina minuciosamente no vale la pena vivirla”; Sartre y su máxima existencialista no son muy diferentes de la aversión de alguno de los personajes de Seinfeld en contra de otros: “el infierno son las demás personas”; Kramer representa muy bien el sujeto esteta, ese hedonista que disfruta todo a costa de todos y que Kierkegaard ahondó en sus libros; y Elaine es analizada como una de las primeras feministas en el contexto de la televisión noventera (al lado de las chicas de Friends, por lo menos Elaine tiene título universitario, es la única persona en la serie con trabajo estable, no depende económicamente de los hombres y lee libros, no solo la prensa amarillista o la guía de TV).
“A veces la nada y el todo están más cerca de lo que pensamos”, dice William Irwin, editor de Seinfeld and Philosophy y profesor de filosofía en King’s College, quien enseña la serie a nuevas generaciones de estudiantes universitarios en Filadelfia. “Para decirlo de otra forma, la ‘nada’ con que Seinfeld juega tiene algo muy filosófico. La sitcom más popular de los noventa logró hacernos preocupar por eventos del día a día que antes pasaban desapercibidos. Con los años se volvió un reflejo de nuestras vidas”.
En otro de esos grandes momentos neuróticos de Constanza, este le dice a Jerry: “No quiero esperanzarme. La esperanza es lo que me mata. Mi sueño es volverme un ser desesperanzado. Cuando te conviertes en un ser desesperanzado, ya no te importa nada. Y cuando no te importa nada, esa indiferencia te hace atractivo para el resto de la gente”. Como pocos artefactos culturales, la TV tiene nos impacta porque entra a nuestras vidas dentro de un espacio privado, ya sea el living de nuestras casas o nuestra pieza, o en la cama con el computador. O cuando nos relacionamos con las demás personas en el mundo real, como en el caso de mi amigo y su dilema de la friend zone.
—¿Y qué pasó? —le pregunté en otra ocasión, un par de semanas luego de nuestra primera reunión.
—¿Con la chica?
—Sí, con la chica. Por eso me citaste acá, huevón.
— Ah, sí. Finalmente le dejé de hablar.
—¿Así, de una?
—Sí, terapia de shock. No le hablé más.
—¿Y qué pasó?
—Primero no me habló por días, pero luego me mandaba mensajes preguntándome si estaba todo ok.
—¿Y?
—Seguí sin hablarle semanas.
—¿Semanas?
—Sí, semanas. Y un día me despierto y tengo un mensaje en Facebook que dice que ahora, por fin, lo ve todo más claro y que está dispuesta a “algo más” conmigo.
—¿Y entonces la viste?
—No.
—¿No? Pero pensé que te gustaba…
—No sé, me gustaba cuando ella tenía el poder. No al revés.
Seinfeld es una de esas series que funcionan como anteojos: luego de verla (y verla compulsivamente) es probable que uno comience a sentir la realidad teñida por las situaciones, el humor, la moral y estética de la serie. El problema de eso —a veces— es que la vida no es como la televisión. “Mucha gente no entiende que este es un show oscuro. Si te detienes en las premisas, cosas terribles le pasan a la gente. Se quedan sin trabajo, las relaciones se acaban de maneras desquiciadas, a alguien le dicen que necesita una operación de nariz como si nada”, dijo alguna vez Larry David. “Bueno, también debo confesar que así es mi sensibilidad”.
Fue publicado en la revista 419 de abril de 2017.