Por Paulina Simon Torres.
Ilustraciones: Paco Puente.
Edición 461 – octubre 2020.
Uno de los efectos primarios de la pandemia ha sido el éxodo casi masivo desde los cascos urbanos a las zonas más rurales, naturales, amplias y económicas. Y, claro, para mudarse hay que empacar y aquello implica realizar un inventario de vida. Es verdad lo que dicen: nadie sabe lo que tiene hasta que se muda.

Hace diez años viajé a Buenos Aires para asistir a un taller intensivo de cine documental y pasé un mes en la ciudad porteña con los ojos puestos en imágenes nuevas, relatos y personajes. Bajo la tutela de maestros a los que admiraba mucho, conseguí que mi mente y mi dedicación estuviesen volcadas al contenido del programa. Me hospedé en un hostal feo, económico y céntrico, que me permitía ir caminando todos los días a mi escuela. Los huéspedes eran en su mayoría estudiantes universitarios, latinos, muchos de ellos ecuatorianos. La devaluación del peso argentino había empezado años antes, lo mismo que la dolarización ecuatoriana, y se hablaba de un “boom de ecuatorianos estudiando en Argentina”. Me lo habían dicho los taxistas, el tendero de la esquina, mis colegas del taller, y ahora lo veía en el hostal. Mientras me instalaba discretamente, me preguntaron de dónde era y cuando dije ecuatoriana todos gritaron en coro: “¡¡Ecuatorianaaaa!!” y alguien más dijo: “¡Ya somos mayoría!”
Yo tenía veintinueve años, ellos dieciocho. Yo me había ido un tiempo corto del Ecuador, justo para no ser mayoría, y estaba muy enfocada en mi aprendizaje. Quería ver, leer, caminar las calles invernales y gélidas; no tenía ganas de vivir la vida loca con adolescentes fuera de nuestro país. Una timidez inédita se apoderó de mí, intuyo, como mecanismo de defensa, y me protegía de compartir fiestas latinas con merengue a todo volumen en las áreas comunes y a todas horas del día. Salía temprano, volvía tarde, saludaba con todo el mundo. Cada vez que me veían, al menos al inicio, gritaban, “¡Ecuatorianaaaa!”, y yo respondía con poco entusiasmo, “Ehhh”, cerraba mi puerta y hasta mañana.
La consigna del taller era rodar un cortometraje luego de tres semanas de clases intensivas. Nos asignaron un espacio cerrado y seguro donde encontrar una historia particular. Era un lugar fascinante: el mercado de pulgas de Dorrego. Después de conocerlo me enteré de la enorme tradición bonaerense de mercados de pulgas. Solo había conocido el de San Telmo, que es más bien turístico; pero entendí que había en la ciudad una cantidad enorme de “pulgueros”. No solo en los mercados establecidos, turísticos o no, sino en las calles, en especial los fines de semana: gente en las avenidas, alrededor de los parques, con su mercadería en la cajuela de un auto, en la vereda, en los garajes.
No había visto algo así en Quito. Recién en los últimos años se han empezado a organizar mercados de pulgas y en ciertos barrios, como El Inca, se ven cada vez más personas que exhiben cosas en la vereda para ganarse algo de dinero o para darles nuevo uso a artículos abandonados.
Durante los meses más estrictos de confinamiento se activaron en redes espacios de trueque. Primero la gente encerrada en sus casas empezó a arreglar y a notar que tenía decenas de ítems que no habían usado en años y que podrían convertirse en moneda para obtener algo que sí les hace falta. Luego, a medida que la cuarentena se volvió más real, las redes han sido un espacio de salvataje. Gente vendiendo sus preciados libros, obras de arte, colecciones de discos legendarios. El matiz es la necesidad.
Pienso siempre con cariño en los argentinos, que se han enfrentado a tanto: de ser una potencia mundial a la crisis de 2001, el primer cacerolazo de América Latina, el “argentinazo”, el corralito, el fin de una utopía tercermundista. Por ahí se entiende que los mercados de pulgas hayan dejado de ser solamente espacios exóticos para encontrar antigüedades europeas, juegos de té de porcelana, peines de plata con joyas incrustadas, relojes, sombreros, a espacios hípster, donde los estudiantes de diseño, de cine, de arte y hasta los dueños de restaurantes, van de compras para armar un set de época, para reutilizar materiales, para darles una vida moderna a los objetos. Y ahora esta, digamos, tercera etapa, en la que la gente va a los mercados de pulgas para conseguir productos básicos.
El tema que me apasionó como estudiante de documental en ese momento era la vida de las cosas. No paraba de pensar en el origen y el destino de esos artículos de primera, segunda y tercera mano. De dónde venían, a quién habían hecho feliz, qué casa habían adornado, para qué persona fueron preciados; obsequios de cumpleaños, regalos de boda, la mesa de noche que acompañó sus sueños. Entonces empecé a filmar con la cámara que nos habían asignado (uno de esos armatostes que usaban los camarógrafos de televisión), todo lo que veía, sin ningún enfoque en particular. Retrataba las cosas de un modo nostálgico, ni siquiera conceptual. Filmé los puestos más bellos, que estaban ordenados para emular una salita de principios del siglo pasado, con perfectas vitrinas repletas de miniaturas de cristal; hasta puestos que parecían basureros en los que crecían montañas de sillas rotas, muebles viejos, fierros, latas, muñecas terroríficas.
Mientras el taller avanzaba, decidí ir en bus por el fin de semana a Córdoba para visitar a una querida amiga. Era muy feliz en mi ensimismamiento en Buenos Aires, pero extrañaba tener algún contacto más íntimo y me animé, a pesar de la distancia, 644 kilómetros, a hacer una travesía que se podía grabar con una pequeña cámara casera que me prestaron en la escuela. Córdoba se sentía más cálida y el abrazo de una persona tan añorada era como una puerta que se abría. Pero mi amiga estaba en crisis. Hacía un año había muerto su padre y, aunque ella me había contado que estaba mejor, en mi visita comprobé lo contrario. La gran aventura que viviríamos ese fin de semana sería arreglar su casa. El espacio caótico del duelo estaba poblado de fantasmas y abandono. El padre de mi amiga había muerto tras una enfermedad breve y fulminante, siendo aún joven; y ahora había quedado ella, sola, a cargo de una vida ajena que amenazaba con devorar la suya. Yo no sabía nada de duelos, no había vivido ninguno cercano aún; pero sabía de orden y limpieza porque soy hija de una madre que es la campeona absoluta en ese departamento. Entonces, en lugar de pasear y conocer Córdoba, limpiaríamos y decidiríamos, durante los dos días de mi estancia, qué cosas debían irse.
Es sencillo tomar decisiones sobre los afectos ajenos. Yo trataba que mi frialdad frente a los objetos fuera una motivación para ella, que necesitaba realmente un sacudón para revivir y seguir adelante. Compramos muchas fundas de basura y fuimos cuarto por cuarto revisando cada prenda, libro, adorno, mueble, electrodoméstico, y clasificándolos de manera mecánica, mientras reíamos, llorábamos; y yo grababa. A ella no le molestaba, pero le parecía una idiotez que gastara casetes en eso. Yo no sabía para qué lo hacía pero, si iba a recorrer 1288 kilómetros en tres días, algún registro debía quedar.
El tiempo no nos dio tregua, fue tan corto como podía ser, pero sacamos muchas fundas de basura de color azul de su casa, las llevamos a una iglesia con la idea de donarlas y dejamos más o menos claro que las otras cosas que quedaban en la casa estaban clasificadas en orden para venderse, regalarse o reutilizarse. Yo las filmé, torpemente y sin hacer conciencia, filmé las cosas, no a mi amiga. Igual que en el mercado de Dorrego, no me intrigaban tanto las personas, sino las cosas, su vida útil e inútil, su vínculo con lo humano. Quizá ahora hubiera hecho algo distinto. Pero en ese momento estaba deslumbrada por un universo de “cosas” atravesadas por el espíritu de sus propietarios. Y eso es lo que quería ver.
Al final del curso, al momento de editar, encontré una relación entre el material grabado en Dorrego y el material filmado en Córdoba, e hice torpemente una pequeña película titulada La vida de las cosas, con pocos recursos cinematográficos, pero cargada de aquello que había intuido esencial en el período de aprendizaje en el que me había embarcado.
***
Al volver de Buenos Aires me casé y empecé a construir mi propia casa. Hasta entonces mis cosas cabían en pocas cajas: las pertenencias de mi adolescencia, mis libros, unos afiches, un poco de ropa, mis pequeños tesoros. A estas se sumaron las cosas de mi esposo, sus libros, sus guitarras, sus botellas de vidrio con químicos para revelar papel fotográfico y un montón de bandejas de plástico en las que la fotografía cobraba vida. Heredamos unos muebles que habían sido de sus padres cuando se casaron, heredamos una cama que había sido de mi padre cuando se divorció. Nos regalaron cacharros para la cocina y así dio inició nuestra vida.
Hoy, varios años más tarde desde que construimos nuestro hogar en un espacio que habíamos pensado sería eterno, covid de por medio, nos mudamos. Con dos hijos que han llegado al fin de su primera infancia, a punto de cumplir 39 años y con una consigna de achicarnos, alivianar cualquier peso, elegir solo lo necesario, empezamos a empacar.
Nunca me había considerado acumuladora, pero “nadie sabe lo que tiene hasta que se muda” fue nuestro lema durante un mes entero. Abrir clósets, cajones, cajitas, mirar debajo de la cama, en el velador; parecía un déjà vu de los puestos del mercado de pulgas de Dorrego: una mezcla de tesoros con chucherías, pero todas vivas, cargadas de emociones y sobre todo llenas de mi vida. Si era fascinante ver los objetos dejados atrás por desconocidos, encontrarme con mis propios objetos era como si todas las mujeres que he sido me hubieran dejado alguna pista, algo en qué pensar, alguien a quien recordar, una guía para el futuro a veces indescifrable.
En una misma caja el almanaque del colegio, las cartas de mi mejor amiga, el cinturón café de karate de cuando tenía diez años, una colorida cadena de cisnes de origami que me ha acompañado desde los dieciocho años, las partidas de nacimiento de mis hijos junto con los dibujos que les hicieron mis amigas en los respectivos baby showers, una falda de lentejuelas que me regalaron cuando me fui de intercambio y que aún no he tenido oportunidad de usar, una enagua amarilla que me compré en un viaje a Zumbahua con mi mejor amigo, con la intención de usarla para una sesión de fotos en un campo de flores. Todos los espacios habitados de historias de una vida que ha pasado mucho más rápido de lo que mi cuerpo alcanza a recordar. Pararme frente al espejo usando unos aretes hechos por mi hijo, los collares de mullos de la adolescencia, un abrigo beige pasado de moda que me compré en ese corto tiempo en Buenos Aires para soportar el invierno, mientras me obsesionaba con la vida de las cosas que otros dejaban atrás.
Me enfrento de lleno a mi historia y a mí, y comprendo quizá la razón por la que las personas se desprenden. La nostalgia es dulce y engañosa. Es como el canto de las sirenas y, si no me amarro al mástil del presente, puedo sucumbir a la tentación de permanecer anclada en el pasado, entre la belleza, pero también entre los fantasmas de todo lo que pudo ser y una juventud que ya empieza a ser más una voluntad, y la forma de mi espíritu que mi tiempo cronológico en el mundo.
Hago lo que debo hacer. Separo, clasifico, regalo, truequeo, dono, abandono. Recibo pasta de tomate a cambio de libros, camarones a cambio de zapatos, jabón de ropa y platos a cambio de juguetes; el reciclador de mi barrio se hace con un buen par de toneladas de papel. Hago pequeños paquetes para personas queridas que reciben algo de mí, algo de mi familia, algo útil, una cosa querida que pueda incorporarse a la vida de alguien más. Reasigno valor y sentido a cada objeto, no sin bastante dolor por el desprendimiento y por la evidencia del crecimiento de todos los que habitamos esta travesía juntos. Recuerdo en este tiempo a mi amiga cordobesa y me enfrento incluso a la idea de mi mortalidad. Antes de cerrar esta etapa e iniciar la próxima, quería asegurarme de que, si de pronto mi existencia cesara, la vida de mis cosas no se volvería un peso para nadie. 39 años cumplidos, creo que voy más ligera ahora que mucho de lo mío ha dejado de ser una “cosa” y se ha vuelto solo un recuerdo que se desvanece poco a poco.
