La verdad y otras mentiras

Durante cinco décadas que empezaron mucho antes de que ganara el Premio Nobel, Gabriel García Márquez mantuvo una prolífica carrera periodística que a la vuelta de los años resulta también bastante reveladora: una especie de biografía escrita en códigos que definen a su personaje principal ///

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Por Juan Fernando Andrade ///

Hubo un tiempo en que todos los latinoamericanos vivíamos dentro de un libro de García Márquez. Viajábamos y conocíamos gente de Europa, Asia o Norteamérica que nos preguntaba si nuestras casas estaban montadas sobre los árboles del bosque amazónico, si hablábamos con el fantasma de nuestra abuela muerta por las noches o si podíamos matar a alguien con un muñeco vudú. Después de todo, veníamos de un mismo país, ese que inventó y explotó hasta la sequía Gabriel García Márquez, y debíamos ser iguales. Veíamos MTV, usábamos ropa GAP y walkmans SONY, pero lo que se esperaba de un latinoamericano era que tarde o temprano, sin el menor aviso, saliera volando por la ventana y se recostara en una nube con forma de hamaca: eso o que se dejara crecer la barba y tomara las armas y se perdiera entre los matorrales de la revolución de turno. García Márquez había engañado a demasiada gente, sobre todo a la que no hablaba español.

En una entrevista concedida a la cadena RTI de Colombia y conducida por su compatriota Germán Castro Caycedo en 1976, Gabriel García Márquez dijo lo siguiente: “Los críticos son una especie de profesionales parasitarios, que por determinación propia y sin que nadie los haya nombrado, se han constituido en intermediarios entre el escritor y el lector. Es decir, el escritor se toma el trabajo de tratar de comunicar sus experiencias, de mandarle su obra al lector, y se encuentra con que en el camino hay unos señores que no dejan que llegue directamente esa obra al lector sino que dicen “un momento, ustedes no están en condiciones de entender lo que este señor les quiere decir, nosotros se lo vamos a explicar”. Curioso. De las miles de personas que han estudiado su trabajo, son precisamente dos críticos quienes mejor lo han explicado, quienes mejor lo han difundido y quienes más y mejor lo han vendido. El británico Gerald Martin, quien en 2008 publicó A Life, un libro escrito originalmente en inglés que se ha impuesto como la biografía oficial de García Márquez, y el francés Jacques Girald, quien no solo gastó buena parte de su vida reuniendo y filtrando el trabajo periodístico del autor sino que escribió una especie de saga, compuesta por prólogos que funcionan como los capítulos de una novela histórica, para explicarnos cómo, dónde y bajo qué circunstancias García Márquez se convirtió en el presidente vitalicio de lo que él llamaba “el oficio más lindo del mundo”.

La obra de Girald, que se debe al objeto de su obsesión pero que puede leerse y defenderse sola, está estratégicamente repartida en tres de los cinco tomos de la Obra periodística de Gabriel García Márquez que publicó Literatura Random House el año pasado: más de 3 500 páginas de columnas, críticas cinematográficas, notas de viaje, crónicas y reportajes del Nobel colombiano. Caben aquí dos preguntas: quién quiere leer todo eso y para qué. La respuesta está en los prólogos de Girald, que de no ser por la sobrepoblación de pies de página —la seña más evidente de la paranoia y de la inseguridad que atormentan a los académicos— podrían leerse de un tirón, como un solo libro que reconstruye la vida de su personaje principal a través de su trabajo. Somos lo que hicimos. Hicimos lo que dicen que hicimos.

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La Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), fundada en junio de 1994, es tal vez la mejor herencia que Gabriel García Márquez dejó a los periodistas jóvenes —y a los lectores de todas las edades— que ejercen el oficio en español. La FNPI organiza charlas y talleres de periodismo en distintos países que son impartidos por maestros de varias generaciones, plumas pesadas como Alma Guillermoprieto, colaboradora de The Guardian y The New York Times; John Lee Anderson, reportero de planta en The New Yorker, y Alberto Salcedo Ramos, otro de esos colombianos capaces de hacerte creer cualquier cosa. La FNPI fomenta un periodismo de excelencia que se investigue con el rigor de un forense y que se redacte con la iluminación de un poeta. Es decir que, si no se la hubiese inventado, lo más probable es que García Márquez jamás hubiese formado parte de ella.

La Obra periodística de García Márquez abarca casi 50 años de publicaciones en periódicos y revistas, de 1948 a 1995, y si algo queda claro después de saltar hacia delante y hacia atrás entre medio siglo de textos, es que Gabo tenía las prioridades claras: exagerar sin reparos e incluso mentir sin arrepentimientos, cualquier pecado es permitido en la búsqueda de la belleza. Sus primeras columnas, inmortalizadas como Las Jirafas, firmadas con el pseudónimo Septimus y publicadas en El Heraldo de Barranquilla, son pequeñas obras de ficción —como se dice en el cine— inspiradas en la vida real. En No era una vaca cualquiera, García Márquez se refiere de esta forma a un pobre animal extraviado en la ciudad: “En medio de los automóviles paralizados, de los innumerables transeúntes que a esa hora se dirigían al trabajo, corridas las cortinas metálicas de los almacenes y mientras un altavoz anunciaba, a todo volumen, las excelencias de una droga insustituible, se registró la pequeña conmoción cronológica. Y allí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un ministro plenipotenciario”.

En un texto publicado en El Universal de Cartagena durante esa misma época, cuando apenas pasaba de los veinte años de edad, García Márquez asume como posibilidad una circunstancia que seguro enfrentó más de una vez, y escribe: “Yo podría decir todas estas cosas y mucho más, y quedar al final con la desolada certidumbre de no haber dicho nada”. Jacques Girald, como corresponde, perdona y defiende al escritor de sus amores hasta el punto de encontrar en esa confesión una declaración de principios. Dice Girald: “El mismo García Márquez definió inmediatamente lo que habría de ser su manera de practicar el género del comentario humorístico… o sea, los arbitrarios elementos de relleno que suele usar para escribir algo sin tener que decir nada en particular”. Esos arbitrarios elementos de relleno, que son lo que muchos identifican como los rasgos particulares del estilo garciamarquino, no son propiedad exclusiva de sus comentarios humorísticos: aparecen también en sus piezas periodísticas más extensas y, claro, son la música de sus novelas.

Lo que no necesita un marco teórico y arbitrario, en lo que debería insistir Girald como motor creativo y como instinto de conservación del propio García Márquez, es en las circunstancias que marcaron la primera época del escritor: el joven periodista despachaba esas columnas desde la pobreza más romántica, se quedaba a dormir en las redacciones de los diarios porque con lo que ganaba como periodista no le alcanzaba para pagar un cuarto en una pensión de putas y marineros, es más, a veces ni siquiera podía permitirse comprar los periódicos donde aparecían publicados sus artículos. Gabriel García Márquez, se lo dijo a Germán Castro Caycedo en aquella entrevista y supongo que también a muchos otros, creía que tenía talento o, al menos, pasión, pero su gran virtud era otra: jamás dudó de su buena suerte. Esas son lecciones de periodismo —y de vida— que todos podemos aplicar.

Antes de convertirse en uno de los mejores escritores y directores de cine de la historia, Billy Wilder era un migrante austriaco que había escapado de los nazis y se ganaba la vida como periodista deportivo en Los Ángeles. Antes de filmar El crepúsculo de los dioses y El apartamento (la mejor comedia romántica de todos los tiempos), Wilder se había impuesto una sola condición para sobrevivir en Estados Unidos: primero aceptas el trabajo y luego averiguas de qué se trata. Así es la necesidad y tiene sus ventajas. El trabajo intenso puede hacerte levitar sobre varios asuntos terrenales que solo pueden atravesarse levitando cuando estás quebrado: es fin de mes y no te han pagado, has pasado más de una semana comiendo carne molida con lentejas pero ya solo quedan lentejas y ya se acabó la pasta de dientes que le robaste a tu novia (y eso que cortaste el tubo para lamer los últimos rezagos mentolados), no tienes plata ni para ponerle gasolina al carro ni para subirte a un bus y caminar a la oficina te da miedo porque estás tan débil que piensas que te vas a desmayar. En esas condiciones, uno piensa para distraerse, trabaja para distraerse y escribe cualquier cosa para llenar el espacio que le han pedido llenar. Y, si tiene suerte, uno escribe cosas memorables o por lo menos graciosas, no porque se lo haya propuesto o porque sea más inteligente que los demás sino porque estás parado sobre las palabras y no te puedes caer y entre mejor te salga la frase y más tiempo te demores en corregir y ordenar los párrafos más cerca estás de mañana y ya mañana vemos cómo hacemos. Desde 1948 hasta 1960, Gabriel García Márquez escribió así. No lo dice, pero se nota.

Aunque fracasó miserablemente en sus intentos por hacer cine, y fue y será víctima de adaptaciones cinematográficas atroces (las películas de su hijo Rodrigo, en cambio, son notables), García Márquez funcionaría perfecto en una biopic de Hollywood. Tiene el apodo, ¿quién no va a ver una película que se llame Gabo?; el lugar de nacimiento, ¿quién no va a querer saber cómo era un pueblo que se llama Aracataca?; la ropa, ¿quién no se va a encariñar con un personaje que para mantener su identidad costeña desarrolla una estética kitsch?; tiene el bigote tupido, el pelo crespo y varios centímetros de menos, ¿quién necesita otro rubio de ojos azules en problemas?; tiene amigos controversiales, ¿quién no va a ver las escenas en las que aparece Fidel Castro?; tiene la soberbia, ¿a quién se le iba a ocurrir que porque un novelista, por muy García Márquez que fuera, dejara de escribir, Pinochet iba a dejar el poder?; tiene sentido del humor, ¿quién no se rio cuando dijo que lo que más le gustaba de su mujer era que nunca le había hecho caso? García Márquez tiene trama: un joven pobre y tropical viaja a la capital de su país para estudiar Derecho, abandona la carrera para dedicarse al periodismo, le da la vuelta al mundo y termina consiguiendo el Premio Nobel de Literatura.

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A mediados de los noventa Gabo vivía entre México DF y su casa amurallada en la ciudad amurallada de Cartagena: escribía dos páginas al día que le ocupaban entre cuatro y cinco horas de trabajo. Ya habían pasado el Nobel y también sus mejores novelas y la que es sin duda su mejor crónica, El amor en los tiempos del cólera. Pero lo más grave es que se lo había imitado tanto y tan mal que su estilo, florido y barroco pero consecuente con su sangre caliente y con sus camisas, era una especie de figura literaria barata a la que recurrían los escritores que no tienen voz, es decir, prácticamente todos. No recuerdo a un solo joven escritor que haya tenido digamos veinte años alrededor del último cambio de siglo que nombrara a García Márquez como su ídolo, ¿será por eso que nuestra literatura no se vende en los aeropuertos de otros países? Al revés. Nos parecía ajeno, distante, extranjero. Y, lo peor: un escritor para mamás, en la peor acepción de la palabra.

Por esos días, lo único que nos gustaba de García Márquez eran sus obituarios. Como todos leíamos a Cortázar, el autor que ningún joven debería dejar de leer porque solo se puede leer hasta cierta edad, y queríamos saberlo todo de él, leímos esa columna tan cariñosa como oportunista en la que Gabo lo bautizó como “El argentino que se hizo querer de todos”, bastante más de lo que otro se hubiese atrevido a decir de cualquier argentino. Como todavía creíamos que John Lennon era mejor que Bob Dylan, leímos Sí: la nostalgia sigue siendo igual, su despedida a ese escritor que nunca dejaremos de escuchar. En esa columna hay un par de líneas que unieron a muchas familias en un solo dolor. “Durante cuarenta y ocho horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones —la nuestra, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos mayores— teníamos por primera vez la impresión de estar viviendo una catástrofe común, y por las mismas razones”.

Yo leí esa columna porque, según me habían dicho, García Márquez había escrito que en algún punto de la vida lo único que un padre y su hijo tienen en común es una canción de Los Beatles. Pero era mentira. Lo que dijo fue esto: “la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de Los Beatles”. Que no es lo mismo ni se siente igual: lo que me habían dicho a mí era puntual, una canción, una entre muchas, una canción en especial; no las canciones, todas, es decir, cualquiera, es decir, ninguna. He vuelto a leer esa columna y cómo será de bueno García Márquez que recién ahora, por lo menos diez años después de haberla leído por primera vez, he detectado un error imperdonable.

Hacia el final, García Márquez, inconsolable porque el mundo se está acabando, escribe esto: “En Eleonor Rigby —con un bajo obstinado de chelos barrocos— queda una muchacha desolada que recoge el arroz en el atrio de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. ¿De dónde vienen los solitarios?, se pregunta sin respuesta. Queda también el padre MacKenzie escribiendo un sermón que nadie ha de oír, lavándose las manos sobre las tumbas, y una muchacha que se quita el rostro antes de entrar en su casa y lo deja en un frasco junto a la puerta para ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas criaturas han hecho decir que John Lennon era un surrealista…” Pues bien, Eleonor Rigby no la escribió John Lennon sino Paul McCartney. Según el mismo bajista de los Beatles, Lennon aportó a la canción más o menos con medio verso. Esto puede parecer una tontería, pero el asunto es gravísimo.

García Márquez decía que era fanático de la banda, que en su casa de San Ángel, en México, donde apenas y había dónde sentarse, “había solo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles”. Podría pensarse que estaba en shock porque acaba de recibir la noticia, pero en esos momentos —y no hay que ser escritor para saber esto— el organismo solo te permite hacer una cosa: decir la verdad. Y él mintió. Ninguna persona medianamente emparentada con el catálogo de los Beatles, ningún ser humano que haya encontrado en su música las cosas que la vida le había negado hasta entonces, ningún periodista, con el mínimo sentido del rigor y la responsabilidad que tiene con sus lectores, habría dicho algo así. Gabo mintió y los editores se lo permitieron porque en diciembre de 1980, cuando publicó la columna, ya era un autor consagrado y al parecer la consagración viene cubierta con un velo de impunidad.

Si García Márquez mintió sobre una canción de los Beatles, pudo haber mentido sobre todo lo demás también. De hecho, entre sus mejores trabajos periodísticos están los que le demandaban más apego a los hechos: más narrativa y menos verso. Chile, el golpe y los gringos, de 1974, y Crónica del asalto a “La casa de los chanchos”, sobre el golpe sandinista ocurrido en Nicaragua en septiembre de 1978. Ambos textos polarizados, militantes e hipersensibles, son ejemplos perfectos de lo que puede pasar cuando un escritor que domina su idioma descubre, preguntando, leyendo y anotando, que eso que él pensaba era la verdad era, en efecto, lo más parecido a la verdad.

Lo que pasa es que para cuando uno se da cuenta de estas cosas es ya demasiado tarde. A las pocas páginas, Gabriel García Márquez tiene su lengua dando vueltas dentro de tu boca, te está desvistiendo, te está acostando en su cama. Y tú ni siquiera puedes recordar cómo fue que se conocieron.

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