Por Mónica Varea
Para gusto y orgullo de mi mamá mi pelo medía una vara, era hermoso, cuidado, castaño y me sentaba en él si no ponía cuidado al hacerlo, era tan bello que el día que me cortaron todas las tías viejas, las vecinas y tenderas, al verme exclamaban: “¡pobrecita, qué le fueron a hacer!”
Pero tener pelo largo era una tortura, más aún en la época en que no existía rinse (enjuague) o el maravilloso no more tears (no más lágrimas) para desenredar. Así que, a pesar de sentirme fierita, la comodidad del pelo corto no tenía precio. Sin embargo, la felicidad duró poco, al entrar al colegio empezó el martirio de la “espulgada”.
Todos los santos días, al volver de la escuela, tanto al mediodía como en la tarde, mamá empezaba su cacería de piojos en mi cabeza y, por si fuera poco, cada tanto nadie me salvaba del lavado con jabón DDT, creo que ella pensaba que, en lugar del colegio de las betlemitas, papá nos había matriculado en algún chiquero piojoso.
Algo pasó al venir a vivir en Quito, porque mi mamá se olvidó de mi cabeza y los piojos, pero los que no se olvidaron de ella fueron los piojos y como la venganza es dulce estos mandaron un ejército de parientes cercanos a vengar a los caídos entre las cuidadas uñas de mamá. Fue el año en que fuimos de vacaciones, dejando a un guardia al cuidado de la casa. Justo a nuestro regreso, mamá compró su primera lavadora de ropa, la misma que instalaron en el cuarto de servicio que había ocupado el cuidador. La novelería de la lavadora nos tuvo toda una mañana, como chagras propiamente dichos, con el manual de instrucciones en la mano, lavando cuanta ropa sucia encontrábamos.
A la tarde yo encontré en mi media una pulga y al cabo de un mes las pulgas hacían su agosto. No había otro tema de conversación en la casa y mamá desesperada sacaba colchones y cobijas al sol, infructuosamente echaba DDT en polvo por toda la casa, y cada día había más y más pulgas. En este punto, ya se empezaban a tomar el departamento ¡alfombrado! de mi hermana Alicia y también el mío. Por si fuera poco, teníamos picados en todo el cuerpo, en especial, en las nalgas que parecían un harnero, con ronchas hasta el infinito. Santi, que en ese entonces era el nuevo de la familia, resultó ser sangre amarga (o tal vez si era azul como afirmaba mi suegra), porque era el único que se salvaba.
Los chascos estaban a la orden del día, mi hermana Susi vio a través de su fina blusa blanca como una pulga descendía directamente en el escritorio de su temible jefe, José Antonio Correa; yo entregué a mi adorado profesor Eduardo Carrión Eguiguren un examen de “bienes” con el semoviente incluido; a una prima embarazada que llegó a visitarnos tres pulgas le subían por su redonda barriga, y así ad infinítum.
Mi mamá se estaba volviendo loca, estaba a punto de vender la casa completamente amoblada, cuando mi papá recurrió al libro de botánica médica, escrito en 1916 por su tío, el tocayo Dr. Marco Tulio Varea, allí encontró que el marco mata a las pulgas, no el tío, tampoco mi papá, que siempre dio muestras de ser incapaz de matar una pulga, sino una hierba que se encontraba donde hoy es el actual CCNU. Pronto mi cuñado Mocho, Santi y papá llegaron cargados de marco, la hierba se colocó debajo de las camas, de las bancas y en las alfombras. En efecto el marco fue el único y efectivo matapulgas. Mi mamá complacida se regocijaba, viendo con maldad como las pulgas agonizaban lentamente.