La tierra es de quien posa sus manos en ella

Por Paulina Simon Torres.

Fotografías: Armando Salazar.

Edición 463 – diciembre 2020.

Es difícil pensar en las cosas positivas que han ocurrido este año y, mucho menos, consolarse con ellas, pero hay realidades que no se pueden negar. Hemos vuelto a ver a la tierra como nuestro recin­to natural, no como un campo de explotación, sino como nuestra compañera de vida. ¿Qué haremos con ella?

Desde abril tomo unas gotas para dor­mir que, con gran efectividad, me cierran los ojos por la noche y me los vuelven a abrir en la mañana; sin más secuela que una leve desconexión del mundo interior y exterior. Es como si nada hubiera pasado, como si los días se sucedieran iguales entre ellos, una maquinaria eficiente que no distingue lunes de domingo o tristeza de cansancio.

Lo importante era entonces no pensar demasiado, no tener pesadillas y no desve­larse luego de varias semanas sin dormir. Pero desde que nos mudamos fuera de Quito empecé a dejar de a poco cada vez más abierta la cortina blackout para ver si con menos oscuridad estaba más atenta a la vida. También dejé de tomar las gotas y entonces regresaron el desvelo, las preo­cupaciones, las dudas: la mente hecha un nudo y el cuerpo agotado. Pero ahora veo por la ventana la tierra y el cielo; césped, un árbol, varios árboles, un cielo negrísi­mo. Esta visión casi me atemoriza, pero trato de integrarla en mi conciencia para que acepte la naturalidad de este nuevo en­torno en mi vida. Sin gotas y sin cortina, solo queda esperar. De pronto me duermo y sueño. Es la primera vez en cinco meses que sueño algo y más que un sueño es una voz que me susurra: “La tierra es de quien posa sus manos en ella”.

Me despierto confundida, trato de re­petir la idea y solo recuerdo: “La tierra es de quien la trabaja”, que de alguna manera es lo mismo, pero no. Entre la frase mar­xista y la frase hechizada de mi sueño, me alegro de haberle dicho a mi editor que en el próximo artículo (este) quería hablar de permacultura y de varias personas ad­mirables con quienes me he cruzado casi por coincidencia, pero nunca por azar, en los últimos años.

De pronto me acuerdo que ninguna de las noches que hemos estado de visita en la comuna de nuestras amigas Nicky y Helen, en Malchinguí (parroquia rural, a unos 150 km de Quito), he podido dormir bien. La naturaleza tiene su modo de hablarnos, de sugerir vientos gélidos, de permitirnos oír el trotecito de los ratones de campo que se pasean debajo del piso, las aves noctur­nas o la lluvia torrencial.

Nuestras familias son amigas desde hace unos tres años, y cada vez que vamos me impresiona su habilidad para convivir y hacer florecer una tierra árida como la de Malchinguí. Helen, con ayuda de volun­tarios que van por temporadas a vivir en la comuna, hizo durante la cuarentena un huerto en zanjas de más de medio metro de profundidad. Es el modo de lograr que la siembra esté más cerca de una fuente de agua y más protegida del viento. En pocos meses lograron germinar una buena canti­dad de acelga, remolacha, zuquini, brócoli, que fueron alimento de un grupo de perso­nas, en su mayoría extranjeros, varados en el Ecuador durante todos los meses de en­cierro. En nuestra última visita contempla­mos sus enormes zanjas de huerto, repletas de hermosas flores del zuquini: un espec­táculo en medio del desierto. La naturaleza devuelve a quien posa sus manos en ella.

Pienso en la primera vez que fuimos y les invitaron a mis hijos a preparar el adobe para una construcción que estaba en proce­so y ellos semidesnudos trotaban, saltaban, se revolcaban en esa mezcla suave y terro­sa, que dos años después es la pared de una casa. Nunca aprecié tanto su estilo de vida como ahora que piso sobre tierra y no se qué hacer con ella. Pienso en su modo de ser re­cursivas: una ducha de agua caliente puede ser una manguera que se ha calentado al sol o, en el último experimento, una manguera que está adentro de la composta y, por eso, contiene agua caliente. Un sistema de reco­lección de agua de lluvia que de manera ele­gante bordea el techo de sus casas.

Es eso de lo que tanto nos había habla­do Marcos, el maestro permacultor de un curso de huertos urbanos que tomé hace algunos años: “El estilo de vida autosus­tentable por excelencia es el que construye el hombre en armonía con la naturaleza”. La consigna de la permacultura no es otra cosa que el diseño de un sistema de vida, principios, economía y ecología. Ver a Nic­ky y Helen habitar un confín del mundo de una belleza insuperable, y protegerlo desde un respeto elevado, es la traducción más evidente de esta consigna.

Ahora hablemos de compostas. Mar­cos, el permacultor, nos contaba que la basura de Quito, hace unos cuatro años, estaba compuesta en 80 % de residuos or­gánicos, todos destinados a mezclarse con la basura común y podrirse sin remedio. Muy poca o casi ninguna conciencia ha llegado a nuestras ciudades sobre separar la basura. Hay mucho reciclaje de plástico, cartón y latas, pero casi nunca en la ciudad se recicla o se separa el desecho de frutas, verduras, cáscaras y demás.

En la permacultura no existe el des­perdicio: tampoco se consume para des­perdiciar. Cada desperdicio orgánico que toca la tierra y que es cubierto con hojas o con aserrín empieza muy rápidamente a alimentar la tierra de nuevo y a volverla fértil, óptima para sembrar, para abonar, para germinar. El desperdicio se convierte en el útero perfecto para nuevos alimentos. Varios amigos empecinados en su lucha contra el desperdicio lo han llegado a hacer incluso en departamentos, acumulando la basura orgánica en varios baldes que, uno sobre otro, con pequeños agujeros, per­miten que el desperdicio se vaya filtrando hasta transformarse en algo nuevo.

Otro lugar en el que no pude dormir fue Pambiliño. La cercanía de la selva amplifi­cada, al acecho, es como si el llamado de la selva no discriminara y asustara a todos los citadinos por igual. Pambiliño es una comu­nidad concebida como bosque-escuela en Mashpi, en la zona del Chocó andino, a cua­renta minutos de Los Bancos, descendien­do a las profundidades de la tierra. Oliver y Mare viven ahí con sus dos hijos. Oliver empezó a habitar y reforestar desde 2009 y Mare se le unió en 2012, sus hijos nacieron en esa tierra hermosa, tropical, repleta de vida, de insectos, de criaturas, de un río que atraviesa el color verde y en el que sumergir­se parece un acto de transformación. Esta es una zona que había sido bastante afectada por la tala y el monocultivo, entonces, para Oliver el objetivo primordial, en un inicio, fue la recuperación del bosque primario, restaurar el ecosistema para volver a tener flora y fauna nativa. Ambos han hecho de este espacio un paraíso al que llegan hom­bres y mujeres del mundo a aprender agri­cultura orgánica, a apoyar en la construc­ción de un bosque comestible, a monitorear los ríos, a comprender la natura en su esen­cia. Mientras, Mare se vincula e involucra a la comunidad. Se ocupa de lleno en trabajar con las escuelas públicas de la zona para que los niños, niñas y sus maestros y padres pue­dan acceder a una educación, también auto­sustentable, que encuentra sus aprendizajes en el mismo entorno en el que viven. Una comunión de factores: la calidad de vida y la abundancia, a través del aprendizaje que conlleva reconocer la tierra y posar las ma­nos en ella.

Al recordar mi paso por Mashpi, cono­ciendo este espacio en un feriado de turis­mo experiencial, resuena mi duda sobre si la tierra le responde o le pertenece a quien la trabaja; y pienso en Oliver y su entrega desinteresada y comprendo que su afán no es que la tierra le pertenezca, sino al revés: es él quien le ha entregado su vida a ella como un homenaje, como un sacrificio fe­liz del que se beneficia toda la humanidad. Cuando un ser humano protege la natura­leza, algo en el mundo cambia, permanece, florece.

Recuerdo a nuestro grupo de visitan­tes, todos ciudadanos de la urbe querien­do aprender sobre el mundo natural y que nuestros hijos pequeños lo miren con en­tusiasmo; observando y oliendo con sospe­cha los enormes costales colgados debajo de un techo, que Oliver exhibía orgulloso. Eran excrementos humanos, recogidos de los baños secos y tratados largamente hasta que se sequen durante al menos seis meses, para que puedan volverse un abono enér­gico para una tierra que recibe, ávida de vuelta, aquello que alguna vez dio.

Otra vez la magia de la composta; una práctica que une a los permacultores del mundo. Quién creyera que los desperdi­cios orgánicos y humanos pueden ser la base fundacional de un estilo de vida sus­tentable.

Algunos años antes, en un tiempo un poco triste de mi vida, encontré a Marcos y al Centro Tinku, una escuela de perma­cultura en el norte de Quito. Un espacio que alguna vez fue parte de la gran comuna y que hace algunos años el municipio ha­bía entregado en comodato a un grupo de ciudadanos deseosos de recuperar la tierra y volverla escuela. Durante casi diez años Marcos y varios grupos de voluntarios ense­ñaron a la gente sobre bioconstrucción con tierra y bambú; sobre cómo hacer y usar un jardín de hierbas medicinales; sobre huertos urbanos, en macetas, en tierra; sobre diseño de espacios para habitar, sembrar y produ­cir. En medio de mi depresión, las enseñan­zas de Marcos fueron un bálsamo. Después de un fin de semana de trabajo intensivo en el Tinku, en su huerta, con la tierra, con las lombrices, con los olores fermentados de la composta, me animé a sembrar. En la sala de mi departamento, en la mesa de come­dor, dispuse unas cincuenta tarrinas a modo de macetas para poner a prueba mis apren­dizajes. Lo hice con la inocencia de una niña que ve su primer fréjol germinar cuando es­tudia la fotosíntesis en tercer grado.

Para ser mi primera vez no estuvo mal. Logramos germinar cilantro, unos tomates pequeñitos, flores de zuquini (que, sin abe­jas alrededor para polinizarlas, no pudie­ron convertirse en frutos), un poco de pe­rejil y muchas malas hierbas que, aunque lindas, trajeron mosquitos y plagas. Esta mesa de trabajo duró seis meses, días más, días menos. Una ilusión que pasó, que se recicló y que para una mujer citadina no pasó de ser una experiencia más.

No puedo decir que esa vivencia me haya acercado a la tierra. No posé mis ma­nos en ella; al menos no con la conciencia del que la trabaja. Aquí es donde ambas ideas se unen: el trabajo y la conciencia del mismo. Posarse en la tierra es entregarse a ella, a sus tiempos y designios. Levantarse muy temprano en la mañana. Comprender la luz y la duración del sol en cada parce­la, regar los semilleros con cuidado, sin inundarlos, limpiar el huerto de malezas, reconocer las plagas y tratar a cada una con una hierba específica, con un ajo, con una infusión, con un aspersor. Alimentar a los animales, recoger sus excrementos, ubicarlos en la tierra menos fértil. Separar los desperdicios: los cítricos en un hueco, las cáscaras en el gallinero, el resto en otro hueco que hay que proteger de los perros, limpiar la hojarasca, invitar a las aves, invi­tar a las abejas. Sufrir sus picaduras, llenar­se de ampollas las manos.

Mis cilantros, mis perejiles, mis flores de tomate y las flores que jamás había visto, no me prepararon para vivir en el campo. Mi curso de huertos, mi visita al desérti­co Malchinguí o al verdísimo Pambiliño. Todas vivencias. Ninguna un aprendizaje concreto, porque con la tierra lo que apa­rentemente funciona no es lo concreto, sino el trabajo, la entrega y la intuición.

Cualquier romanticismo sobre la vida en el campo, sobre tener un pedazo de tie­rra, sobre producir tus propios alimentos, es superfluo cuando no hemos visto en la tie­rra otra cosa que su capacidad productiva.

Oliver, Mare, Helen, Nicky, Marcos, los permacultores en Manabí, en Ayampe. Mi vecina la bióloga, que desenreda delicada­mente las raíces de una matita de ají antes de trasplantarla, delicadas como el cabello de su hija, con un amor y una dedicación que pue­den tomar horas, pero también una nobleza que perdurará para siempre. Ellos poseen el don. Ellas son maestras. Inspiración.

Dejarse conectar con algo que no sea el wifi parece urgente y necesario. Mirar a la tierra con respeto y curiosidad, hasta poco a poco dejar de ser una turista experiencial y, quién sabe, alcanzar la humilde verdad: aprender a posar las manos en ella.

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