No hay muerte más atroz que la causada por armas químicas. Pero hay arsenales listos para ser usados
Por Jorge Ortiz
“Pérfidas” y “odiosas”. Así fueron descritas, allá por 1675, las armas químicas, que por entonces no eran sino humos tóxicos producidos mediante la quema de ciertas plantas, como la mandrágora o la belladona, cuya inhalación es capaz de causar delirios y alucinaciones. Eran tiempos —y lo habían sido durante los veinte siglos previos— en que los episodios culminantes de las guerras solían ser los sitios en torno a las mayores ciudades o a las grandes fortalezas de los enemigos, para rendirlos por hambre, sed o enfermedades. Y, por cierto, el uso de “humos enloquecedores” era una forma casi infalible de vencerlos.
Precisamente por “pérfidas” y “odiosas”, las armas químicas fueron siempre consideradas indignas e ilegítimas. Ya en el siglo II antes de Cristo, el senado romano repudió los “humos malignos” que habían usado las tropas del último rey de Pérgamo. Incluso antes, en el siglo V, las fuerzas imperiales chinas eran abominadas por disponer de un arma que, según parece, emplearon con frecuencia: unos fuelles adheridos por mangueras a unos calderos donde quemaban semillas de mostaza, cuyo humo, violentamente irritante, era introducido a los túneles de las fortalezas enemigas. Y también usaban arsénico y calcio para generar una “niebla venenosa”.
Pero fue recién en 1675, una vez terminada la Guerra de los Treinta Años y en medio de la Guerra de Holanda, dos conflictos que afectaron a casi toda Europa, cuando Alemania y Francia firmaron el que sería el primer documento internacional de prohibición de las armas químicas, el Acuerdo de Estrasburgo, en el que se descartaba expresamente el uso de “bombas cargadas de veneno”. Y dos siglos más tarde, en 1899, por medio de la Convención de La Haya, 26 países, en su mayoría europeos, se comprometieron a no usar “proyectiles que tengan como objetivo dispersar gases tóxicos y asfixiantes”, pues “los beligerantes no tienen un derecho ilimitado en cuanto a la elección de medios para dañar al enemigo”.
Mucho antes de gases tóxicos y humos malignos, en algún momento perdido en la obscuridad de los tiempos, la especie humana comenzó a usar, en las selvas de África, flechas envenenadas para ser más letal en su cacería y en sus guerras. Fueron, en definitiva, las primeras armas químicas: puntas de flechas humedecidas con venenos extraídos de arañas, escorpiones y serpientes, que mataban por insignificante que fuera la herida causada. En Europa, también en tiempos inmemoriales, el eléboro fétido, una planta perenne conocida como ‘hierba de ballesteros’, fue usado para envenenar flechas y, además, los estanques de agua de los enemigos.
Sofisticadas y letales
Con el andar de los siglos y a medida que los conflictos entre las sociedades humanas se volvieron más intensos y frecuentes, porque las tierras templadas y de labranza fueron paulatinamente sobrepoblándose, las armas de la guerra fueron haciéndose cada vez más sofisticadas y letales. De los venenos primitivos, provistos por la naturaleza, los ejércitos fueron pasando, desde la Edad Media, a substancias tóxicas elaboradas con propósitos dañinos (aunque, en varios casos, también eran preparadas como fines medicinales): sulfuro de arsénico, nitrato de sodio o potasio, tetracloruro de carbono, bencenos, alcohol metílico, curare, estricnina, cianuros, bromuros de metilo, cloruro de mercurio…
Si bien en prácticamente todas las grandes guerras, desde las del Peloponeso hasta la civil americana del siglo XIX, fueron en algún momento usadas armas químicas, su empleo en gran escala empezó durante la primera guerra mundial. Según las cifras que habitualmente se manejan, de precisión improbable, algo más de 50 mil toneladas de substancias tóxicas fueron utilizadas entre 1914 y 1918, que habrían matado a cerca de cien mil personas y causado lesiones de diversa gravedad a dos millones. Lo que sí se sabe con certeza es que la más utilizada fue el gas de cloro y, también, que fue en esos años cuando apareció un arma que sería muy mencionada las siguientes décadas: el gas mostaza.
Fue, con exactitud, el 22 de abril de 1915, cuando la artillería alemana atacó con granadas de mostaza sulfurada las defensas de la ciudad belga de Ypres, que fueron diezmadas por la potencia de un arma inesperada. Desde esa primera vez pasaron ocho años hasta que, en 1923, el gas mostaza fue usado por la aviación, en bombas de cien kilogramos que la fuerza aérea española lanzó contra los rebeldes beréberes durante la guerra de Marruecos (donde, curiosamente, no causó daños mayores, pues el gas se volatilizó debido a su baja concentración).
A pesar de que su uso fue prohibido por la Convención de Ginebra de 1925, el empleo de gas mostaza nunca se detuvo. Lo usaron, por ejemplo, los italianos en Libia en 1930 y en Abisinia en 1937, los soviéticos en China en 1934 y 1936, los republicanos contra los nacionales en la guerra civil española de 1936 a 1939, los japoneses en China en 1938, los alemanes y los polacos recíprocamente durante la segunda guerra mundial, los egipcios entre 1963 y 1967 en lo que por entonces era Yemen del Norte… La lista es larga y desgarradora, porque las armas químicas son la suma de todas las crueldades.
Más armas, más víctimas
Si bien durante la segunda guerra mundial el uso de armas químicas no se generalizó, los aliados (que fueron, en definitiva, quienes escribieron la historia de esos años) denunciaron que tanto los alemanes como los japoneses recurrieron a ellas en episodios concretos. Ese habría sido el caso de la invasión de Wuhán, ciudad en el centro de China, donde, además de gases tóxicos, las tropas japonesas habrían propagado disentería, cólera, peste bubónica y tifus, es decir que emplearon armas biológicas aparte de las químicas. Los alemanes, mientras tanto, habrían creado grandes arsenales, que nunca usaron, de agentes nerviosos, tales como los gases sarín, tabún, somán y ciclosarín.
Poco después de terminada la guerra, con los Estados Unidos y la Unión Soviética convertidas en potencias globales, estalló otro tipo de conflicto, la guerra fría, que durante cuatro décadas mantuvo enfrentados al Occidente capitalista con el Oriente socialista. Las superpotencias se dedicaron, como prioridad, a desarrollar sus armas nucleares, que, por su potencial de destrucción planetaria, llevaron al ‘equilibrio del terror’, gracias al cual nunca fueron usadas. Finalmente, abrumado por la decadencia económica, la opresión política y la desesperanza social, el imperio socialista se desintegró. Pero, entretanto, los dos bandos en pugna habían efectuado avances tremendos en el desarrollo de armas químicas.
De lo que hicieron los soviéticos no se supo nada, en esos años, debido al hermetismo característico de las sociedades socialistas, donde la división de poderes y la prensa independiente son sistemáticamente eliminadas. Sin embargo, tras la desaparición de la Unión Soviética hubo filtraciones sobre el desarrollo de substancias altamente tóxicas, conocidas solamente como A-230 y A-232, y las llamadas ‘armas binarias’, que combinan precursores de agentes tóxicos con explosivos y a las que genéricamente se las llama, en ruso, ‘novichok’, ‘recién llegadas’.
Los estadounidenses, por su parte, crearon a principios de los años cincuenta el ricino tóxico, cuya fórmula incluso fue patentada, mientras los británicos desarrollaban el ‘agente nervioso VX’, que más tarde, cuando la fórmula fue vendida a los americanos, encabezó la llamada ‘serie V’ de armas químicas, actualmente integrada por cuatro gases distintos. Al mismo tiempo, el ejército de los Estados Unidos ejecutó la ‘operation whitecoat’, ‘operación abrigo blanco’, para desarrollar armas biológicas que, según la información oficial, fue cancelada antes de que hubiera obtenido resultados.
Para entonces, sin embargo, los americanos ya habían usado y abusado de las armas químicas: entre 1961 y 1971 lanzaron en Vietnam —según cifras no confirmadas pero aceptadas— unos 80 millones de litros de un herbicida, el ‘agente naranja’, que debía desfoliar las selvas para que los guerrilleros comunistas no pudieran esconderse en la espesura tropical. No solamente fracasaron y perdieron la guerra, sino que las dioxinas contaminaron tierras y aguas, y causaron un aumento espantoso y perdurable de los casos de cáncer, abortos y malformaciones. Su legado en el sureste asiático no pudo ser peor.
Otro que usó y abusó de las armas químicas fue Saddam Hussein, el dictador de Iraq derrocado en 2003 y ahorcado en 2006, que recurrió a ellas tanto dentro como fuera de su país. Lo hizo, primero, entre 1980 y 1988, durante la guerra contra Irán, cuando lanzó una sucesión de ataques con gas sarín contra las tropas enemigas, con un saldo de unos veinte mil muertos. Y lo hizo, después, en marzo de 1988, cuando la ciudad kurda de Halabja, de aproximadamente 70 mil habitantes y ubicada 240 kilómetros al noreste de Bagdad, fue atacada con gases sarín y mostaza por la aviación de su propio país, porque Hussein estaba dispuesto a sofocar a cualquier precio la permanente rebeldía del pueblo kurdo. Murieron unas cinco mil personas, casi todas mujeres y niños.
¿Dónde están los arsenales?
En aplicación de esa convención, especialistas internacionales efectuaron desde 1988 inspecciones en 188 países (todos los miembros de las Naciones Unidas, excepto los cinco que no la firmaron y, tampoco, Israel y Birmania que, habiéndola firmado, jamás la ratificaron), donde clausuraron 70 plantas de producción de armas químicas y destruyeron casi 70 mil toneladas de productos tóxicos. Pero, evidentemente, ni todas las plantas fueron cerradas ni todas las armas eliminadas.
Claro que, en teoría, ningún país firmante de la convención internacional para la prohibición de armas químicas las produce actualmente, pues los trece países que declararon tener las instalaciones necesarias para hacerlo (Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Gran Bretaña, Japón, India, Irán, Iraq, Libia, Corea del Sur, Serbia y Bosnia-Herzegobina) aseguraron haberlas cerrado. En cuanto a los arsenales, se supone que, de los firmantes de la convención, solamente tienen armas los americanos, los rusos y los libios, amparados por una prórroga internacional del plazo para destruirlas.
Según los expertos, que no siempre se ponen de acuerdo los unos con los otros, existen básicamente cuatro clases de agente químicos letales:
• Nerviosos, como los gases sarín, tabún y los integrantes de la ‘serie V’, que bloquean una enzima esencial para el funcionamiento del sistema nervioso, por lo que las víctimas empiezan a sufrir espasmos musculares violentos, incluso en el diafragma, que terminan obstaculizando la respiración hasta causar la muerte.
• Vesicantes, en especial el gas mostaza, que al entrar en contacto con el cuerpo humano causan, en lo inmediato, quemaduras y ampollas dolorosas y duraderas, y a mediano y largo plazos, alteraciones genéticas, cáncer y daños en la córnea.
• Sanguíneos, representados por el cianuro y sus derivados, que impiden que el oxígeno que transportan los glóbulos rojos pueda ser procesado, por lo que sangre se envenena en pocos minutos y la víctima muere.
• Pulmonares, entre los cuales los más usados han sido el cloro y el fosgeno, que causan una irritación profunda de las vías respiratorias, cuya rápida consecuencia es el colapso de los pulmones y la muerte.
La astucia de Asad, una vez más
El 21 de agosto de 2013, cuando la guerra civil en Siria estaba a pocos días de cumplir dos años y medio y de sobrepasar los cien mil muertos y los dos millones de refugiados, un ataque con armas químicas en un suburbio de Damasco llamado Ghouta, que en esos días estaba en manos de los rebeldes, mató a 1.429 personas e hirió de gravedad a más de tres mil. Según los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, basados en informes de inspectores de las Naciones Unidas, “hay pruebas concluyentes” de que fue el gobierno de Bachar el-Asad el autor de la masacre. El gobierno sirio acusa a los rebeldes. Y Rusia, que tiene un papel protagónico estelar en este drama, dice que “nada está demostrado”.
Lo cierto es que a mediados de 2012, cuando los rebeldes se quedaron sin la ayuda occidental que necesitaban de urgencia, el gobierno empezó a recuperar las áreas inicialmente perdidas en la guerra. El-Asad, como había hecho su padre en su momento, no dudó en usar la artillería pesada y la aviación, en una contraofensiva que dejó ciudades arrasadas y montañas de cadáveres. Fue entonces cuando el presidente Barack Obama (firme en los asuntos internos, errático e inseguro en los internacionales) trazó una “línea roja”: los Estados Unidos reaccionarán si el gobierno sirio emplea armas químicas.
Con la línea roja cruzada, Obama anunció una respuesta armada, dura pero de corta duración, contra el gobierno sirio, contra cuyo ejército se acumulaban las sospechas de la masacre. Francia, con su presidente Francois Hollande muy claro y resuelto, empezó a preparar su propia intervención militar. De pronto, en un retroceso lleno de tropezones, el presidente americano dijo que sometería la decisión sobre la represalia a su congreso, donde ya se sabía que no tendría los votos suficientes. La vacilación de Obama hizo que, con una agilidad política notable, Rusia decidiera apoderarse del escenario.
En pocas horas, Rusia anunció que Siria estaba dispuesta a entregar su arsenal químico, para que sea destruido por inspectores internacionales. Mientras tanto, los Estados Unidos, por medio del tan despistado secretario de Estado John Kerry, seguían diciendo que esa entrega “no va a hacerse y no puede hacerse”. Desde entonces, aprovechando la confusión y la ofuscación de la diplomacia americana, los rusos tomaron con firmeza las riendas del asunto y en pocas horas dejaron en claro, sin decirlo, tres premisas: El-Asad entregará una “comprehensive list” (no una “complete list”) de sus armas químicas, se quedará en el poder el tiempo que él quiera y podrá seguir matando a los opositores, aunque solamente con armas convencionales…
¿Cuántas armas entregará el gobierno sirio, en cumplimiento del acuerdo entre Rusia y Estados Unidos? Probablemente las que Bachar el-Asad quiera entregar. Al fin y al cabo, exactamente eso fue lo que hizo el dictador libio Muamar Gadafi cuando, en 2003, anunció la entrega voluntaria de sus arsenales químicos para volver a ser admitido en la comunidad internacional. Los inspectores de las Naciones Unidas llegaron por cientos, clausuraron plantas, confiscaron precursores y diluyeron gases. Éxito total. Pero en 2011, cuando estalló la guerra civil, se descubrió que fábricas y arsenales quedaban en Libia por todas partes.
Más aún, antes de la guerra civil siria se sabía ya que el gobierno tenía plantas y arsenales repartidos por todo el territorio. Con el país en guerra y sin tregua a la vista, nadie sabe cómo harán los inspectores para verificar que el desarme químico en efecto se ejecute. Incluso las armas que sean voluntariamente entregadas, ¿cuándo, dónde y a costo de quién serán destruidas? No es un proceso fácil ni barato, porque es indispensable diluir los gases con otros compuestos químicos, en crematorios especiales y a 1.500 grados de temperatura. Para colmo, según el acuerdo de desarme, cualquier incumplimiento de sus disposiciones será sometido al consejo de seguridad de las Naciones Unidas, donde Rusia tiene derecho a veto…
Con su astucia fina y sin piedad, Bachar el-Asad tiene, así, asegurada su permanencia en el poder, para seguir la dinastía familiar que empezó su padre, Hafez el-Asad, en 1971. A la oposición, que no recibió el apoyo occidental cuando lo necesitaba y que terminó desunida y confundida, previsiblemente le espera una derrota rápida y sangrienta. Al Nusra, la filial siria de la red terrorista Al Qaeda, se apoderará definitivamente de la resistencia, lo que reforzará la alianza del gobierno con sectores como su comunidad alauí, los sunitas moderados y los cristianos, que prefieren la familia El-Asad a cualquier régimen fundamentalista y radical. Hoy los muertos en la guerra ya son 120.000 y los refugiados 2,2 millones. Todo ha sido en vano.