Por Paulina Rodríguez.
Edición 434 – julio 2018.
Las playas del norte de Esmeraldas, cero turistas, rodeadas de ese verde que se enardece bajo un sol de coco, eran mi baño de purificación cada vez que iba para Palestina, donde los padres de una muy querida amiga tenían una chocita de palmeras. Me bajaba de la ranchera —que en Quito llamamos chiva: ese camión-bus con las ventanas abiertas que usamos para salir de farra en las fiestas de diciembre— en el desvío hacia Tachina.
También aquí me desvío del recuerdo y voy hacia el diccionario para citar los significados de ranchera y de chiva.
De esa manera, llegaba al paraíso, el lugar donde apenas necesitaba dinero, solo aceite y amistad protectores, el sol frente al mar; su gente pobre, generosa, amable, solidaria, digna… con sus leyendas e historias.
Alguna noche nos invitaron de farra a Río Verde, a una casa grande, tan cerca de la de Gonzalo Endara Crow que hasta podíamos ver saliendo de ella los peces voladores que él pintaba. Los quiteños y los palestinos creamos una franja de fiesta donde bailamos, comimos, bebimos. Al salir, uno de nuestros amigos, Amado, nos recomendó:
—No vayan a ir por ahí, que ese lugar es sólido.
—¿Qué?
Creímos que era la rapidez de su habla mezclada con la embriaguez:
—¿Cómo?
—Por ahí es sólido.
—¿Sólido?
—Solitario. Y… peligroso.
Nos explicó que por las noches solían llegar unas lanchas a la playa oscurísima. No sabían quiénes eran ni qué transportaban. Pero era mejor evitar entender toda la magnitud de esa solidez.
Recuperé aquellas enfebrecidas nostalgias mientras me entumecían las noticias de nuestro pasado inmediato: secuestros en la frontera norte, muertes, peligro. Tengo la esperanza de que ese estado sólido no se mantenga por largo tiempo; que la sólida cultura esmeraldeña se siga empoderando de su destino, continúe tan festiva y hospitalaria como la siento en mi memoria, y sepa contener con firmeza las amenazas que se ciernen sobre ella.