La sociedad de los poetas muertos: 25 años del maestro Keating

Por Daniela Merino Traversari

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente. Quería vivir profundamente y extraer toda la médula de la vida. Dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no descubrir en el momento de la muerte, que no había vivido”, con estas palabras del poeta David Henry Thoreau, Neil Perry (Robert Sean Leonard) abre la primera reunión clandestina de La sociedad de los poetas muertos. El año: 1959. Son todos estudiantes de la aristocrática y conservadora Academia Welton en Vermont. Son jóvenes. Son terriblemente apasionados. Y ha sido su maestro de literatura, John Keating (Robin Williams) el autor de esta pasión, quien ha despertado en ellos un voraz apetito por la literatura, pero sobre todo por el arte de vivir. Su fórmula: unos métodos educativos muy poco ortodoxos. Este año se cumplen 25 años de La sociedad de los poetas muertos, esta maravillosa película que supo dejarme múltiples huellas en todas las esquinas de mi alma. Las bodas de plata de esta cinta me han recordado lo importante que es tener un buen maestro, uno de verdad, uno que se juegue por nosotros y que nos enseñe con su propia manera de vivir lo que significa la vida y no a través de estructuras, tradiciones o convenciones sociales.

Es probable que el sistema educativo de hoy en día no sea tan riguroso y conservador como el de aquella época, pero tampoco abundan los maestros Keatings, aquellos que desafían las limitaciones de sus estudiantes, que utilizan la literatura para explorar la belleza de la vida cotidiana, de los sueños, de las infinitas posibilidades que implica el estar vivo, el estar “aquí y ahora,” porque tienen la conciencia absoluta de que serán “comida para gusanos,” en un futuro no muy lejano y que lo único que se tiene es el instante, así que a aprovecharlo… ¡Viva el Carpe diem! No, no existe un Señor Keating, o al menos yo no he tenido la suerte de encontrármelo a lo largo de mi vida, más me han enseñado a vivir para lo que puedo llegar a ser, para el éxito del mañana, y no para aprovechar el trozo de vida que tengo en frente y que se me escapa como arena entre los dedos. Estos maestros parecerían existir solo en las pantallas de cine, al igual que los grandes e idílicos amores, pero a estas alturas de mi vida, creo que me es suficiente tener una copia de La sociedad de los poetas muertos en mi cajón para mirarla cada vez que necesite una dosis de pasión y motivación en mi sangre, un John Keating que me ponga un espejo por delante y me aliente a lanzarme a mis profundidades.

El momento que cambia la vida

Una de mis escenas favoritas es cuando el profesor Keating llama a Todd Andersen (Ethan Hawke), uno de sus estudiantes, a pasar delante de sus compañeros para improvisar una poesía. Todd es terriblemente tímido y la sola idea de hablar en público lo paraliza. Keating no lo invita de manera sutil, lo avergüenza para arrastrarlo fuera de su caparazón con un “grito barbérico,” o un barbaric YAWP!! de Walt Whitman. Pero esta acción no es gratuita, Keating conoce muy bien las limitaciones de su estudiante: su timidez, su baja autoestima, su vulnerabilidad y es justamente por eso que lo quiere provocar. Este maestro sabe con certeza que las limitaciones de su alumno en realidad son su más grande potencial. Obligado, malhumorado, y con una expresión de sentenciado a muerte, Todd se levanta de su asiento para seguir las órdenes de su maestro.

Keating le muestra a Todd un retrato del mismo poeta, de Walt Whitman —el rebelde de la literatura americana—. Le tapa los ojos y lo desafía haciéndole preguntas para que el muchacho invente una poesía a partir del retrato que vio. Lo irrita y lo provoca hasta que Todd transforma su rabia en pasión. Sus compañeros se ríen y Todd se detiene por un momento, avergonzado. Keating insiste en que no los escuche. Todd se desborda y su poesía comienza a fluir de manera extraordinaria. Keating lo suelta, lo deja solo y se hace para atrás para mirar cómo su estudiante es arrebatado por la pasión.

Este es el hermoso poema que Todd improvisa:

 Cierro mis ojos y esta imagen flota a mi lado

 El loco colmilludo

 con una mirada que me aporrea el cerebro.

 Sus manos se extienden y me ahogan

 Y todo el tiempo está murmurando,

 Murmurando verdad

 Como una sábana que siempre te deja los pies fríos.

 La empujas, estiras, nunca será suficiente.

 La pateas, la golpeas, nunca cubrirá a ninguno de nosotros

 Desde el momento en que entramos llorando,

 hasta el momento en que nos vamos muriendo,

 solo cubrirá tu rostro

 al tiempo que te lamentas, lloras y gritas.

 Keating y Neil Perry (su mejor amigo) posan la mirada sobre Todd, atónitos. Acaban de ser testigos de un evento muy especial: Todd se expuso, se dejó ver, se fundió con una fuerza más grande que él, pero accesible a todos: la de la pasión y dejó salir lo mejor de sí. Todd hizo una obra de arte a partir de su vulnerabilidad. Entregándose a la confianza de su maestro, Todd termina haciendo un hermoso homenaje a Whitman con su poesía y descubre lo que no sabía existía dentro de él.

Un silencio inunda el aula. Y luego la lluvia de aplausos. Keating se acerca a Todd y le dice: “Nunca te olvides de esto”. Todd sonríe. Es la sonrisa de la seguridad. Él ya no es igual. Ya nada es igual.

Como espectadora se me hiela la sangre y se me eriza la piel. Entiendo con claridad lo que siento: yo misma fui Todd, pero, como lo dije antes, lamentablemente nunca tuve un Keating por maestro. Un solo momento de este calibre puede transformar la vida de cualquiera. Pero son pocos los maestros que están dispuestos a empujarnos, a lanzarnos al abismo magistral que es la vida, a enseñarnos a utilizar nuestras limitaciones como poderosas herramientas de vuelo. Qué afortunados los que han tenido un Keating en su vida… Y los demás… podemos conformarnos con mirar esta maravillosa cinta infinidad de veces…

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