La Salada, la feria ilegal más grande de Latinoamérica

La salada

En las afueras de Buenos Aires, en un lugar que hasta los años cincuenta era un balneario, ahora existe un mercado negro, con un volumen de ventas de nueve millones de dólares por semana. No hay tarjetas de crédito ni cheques: las transacciones se hacen en efectivo.

Por Leila Guerriero

Fotos David Sisso

Como si de verdad el auto pudiera abrirse paso por aquí. Como si de verdad pudiera abrirse paso por la calle flanqueada de puestos que venden cortinas para baño, sábanas, toallas, medias, juguetes, futones de Hello Kitty, anteojos, camisetas, guantes, termos, sandalias, devedés, papel higiénico, curry, ají, pomada para callos. Como si de verdad pudiera abrirse paso entre los fuegos donde se asan, se hierven, se fríen, se achicharran papas fritas, choripanes, hamburguesas, entre las músicas que brotan —cumbia y like a virgin, rock y reguetón—, y convergen sobre las testas coronadas por gorros de lana de miles de personas que, en medio de un frío caníbal y a las cuatro de la mañana de un martes, preguntan precios, compran, regatean bajo toldos que caen como vientres flojos sobre las cabezas de quienes atienden. Como si de verdad el auto pudiera abrirse paso en esa marea de carne, aceite, ruido, y doblar por unas calles de oscuridad salvaje, y doblar otra vez como un animal que busca la salida, y desembocar en una avenida que deja, a un lado, un río infecto llamado Riachuelo y, detrás, las casas pobres del barrio de Ingeniero Budge, partido de Lomas de Zamora, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, donde, a esta hora en la que todos duermen, hierve, bulle, atrona La Salada, la feria ilegal más grande de Latinoamérica, un sitio señalado en un informe difundido en 2007 por la Unión Europea como un mercado negro con “un volumen de ventas de 9 millones de dólares por semana”; un sitio que, según un informe difundido por la Ofi­ci­na del Re­pre­sen­tan­te Co­mer­cial de Es­ta­dos Uni­dos en 2011, es un cen­tro de “pi­ra­te­ría, frau­de y fal­si­fi­ca­ción”. Como si de verdad pudiera.

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En los años cuarenta y cincuenta, La Salada era un balneario que reunía tres hoteles y seis piscinas de agua salada con fama de propiedades curativas. Imágenes de la época muestran fuentes rematadas por estatuas griegas y chorros de agua cristalinos cayendo sobre mujeres y hombres vestidos con trajes de baño pudorosos. Pero en 1961 el Ministerio de Salud detectó altos niveles de contaminación y las piletas fueron clausuradas. Desde entonces, la zona decayó hasta transformarse en lo que es: una de las muchas, precarias, peligrosas, del conurbano bonaerense. Fue allí donde, en 1991, 15 familias bolivianas empezaron a vender especias, ropas y calzado a los vecinos. Con el tiempo se organizaron en una cooperativa, la llamaron Urkupiña y construyeron, para albergarla, un galpón. Poco después otro grupo se organizó de igual manera para construir un segundo predio que llamó Ocean. Finalmente, hacia 1998, otros más se unieron para montar el complejo llamado Punta Mogotes. Eso fue, en principio, La Salada: tres galpones, ya por entonces sospechados de evadir impuestos y vender mercadería falsa, con puesteros organizados en cooperativas que, bajo el mando de un administrador, ofrecían ropa barata fabricada por ellos mismos. En 2001, cuando una crisis económica llevó el desempleo a más del 20 por ciento, La Salada fue, para muchos, salvación, y las calles que rodean los galpones y la ribera del río —uno de los más contaminados del mundo— fueron ocupadas por feriantes informales. Desde entonces no ha parado de crecer. Hoy, con una cantidad indeterminada de puestos que, dependiendo de quién contabilice, fluctúa entre los 20 y los 30.000, abre dos veces por semana, generalmente martes y domingos de 12 de la noche a 10 de la mañana, aunque los horarios y los días rotan dependiendo de una estrategia de confusión para evitar, dicen, la competencia de otros polos comerciales. Se cree que la visitan, cada vez, 60 000 personas, muchas a bordo de 500 buses que llegan desde el interior. Las cifras de ventas son confusas (la Cámara Argentina de Comercio cree que asciende a 50 millones de euros por semana; el administrador del predio de Punta Mogotes habla de 32 millones de euros por cada día de feria) y, como no se aceptan cheques ni tarjetas, toda transacción es en efectivo. Cada uno de los tres galpones alberga entre 1 000 y 2 000 puestos que tienen entre uno y cuatro metros de superficie. En Puerto Madero, la zona más cara de la ciudad de Buenos Aires, un metro de vivienda lujosa hipervigilada con vista a todo el privilegio se vende en 4 800 euros. En La Salada, los cuatro metros de un puesto de madera y chapa en un barrio que, entre otras cosas, no tiene cloacas, cuestan 80 000.

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Entrar, entrar así, entrar por el camino estrecho, entrar por una calle rota como la columna vertebral de un monstruo, a medias de tierra y a medias de asfalto, jalonada de carreros que empujan sus carros y puesteros que empujan sus puestos, bajo la luz gélida de la mañana. Entrar, entrar así, entrar entre el jadeo de los handys por el portón de Punta Mogotes y escuchar que un guardia de seguridad le pregunta a otro si ya llegó Jorge Castillo, el administrador. Entrar, entrar así, atravesar un pasillo y toparse con un hombre que cuida el acceso a una puerta de rejas detrás de la que se ve una escalera de cemento empinada que termina —o debería terminar— en la oficina de Jorge Castillo y escuchar al hombre decir que Jorge Castillo no está ahí sino en otra oficina, a pocos metros, en la calle Azamor, en la casa donde Castillo vivió toda la vida y en cuyo frente ahora dos guardias de seguridad indican que hay que tocar timbre y traspasar la puerta donde otro guardia de seguridad indica una escalera que lleva a una oficina donde una de las cuatro mujeres sentadas detrás de cuatro escritorios dice: sientesé, Jorge ya viene. Hay cajas, monitores, aspiradoras en desuso, personas —siete— que miran absortas el ojo de un televisor. Una mujer de trenzas negras sostiene sobre las rodillas una bolsa de plástico con el cuidado de quien sostiene una urna de cenizas. Diez minutos más tarde, la puerta se abre y aparece Jorge Castillo. Tiene 54 años, es militante del Partido Radical, huérfano de madre desde los siete. A los 13 decidió abandonar el colegio para poner una verdulería. Después aprendió a hacer zapatos y montó fábrica propia. En los noventa empezó a vender en esa feria que crecía a una cuadra de su casa. A fines de la década, organizó a los feriantes para adquirir los terrenos donde hoy está Punta Mogotes: cada uno le dio 2 800 euros y con eso compró el predio, que costaba dos millones ochocientos. Recibió una comisión del tres por ciento que invirtió en 60 puestos que hoy alquila. Además de administrar Punta Mogotes, se dedica a la producción agrícola, la cría de ganado y la construcción. Hace unos años dejó esta casa para mudarse al campo con su esposa y tres de sus cuatro hijos pequeños.

—Ya estoy con usted —dice, mientras le hace una seña a la mujer de trenzas, y los dos desaparecen en una oficina de vidrios polarizados.

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Nacho Girón es periodista, argentino. En 2012 publicó un libro llamado La salada desde adentro, en Ediciones B.

—Siempre se sospechó que hubo connivencia entre las autoridades municipales, la policía y los administradores de la feria, y siempre se sospechó que hay, detrás de todo eso, talleres clandestinos. Eso existe, pero no todo lo que hay detrás de La Salada es clandestino. Para mí la gran explicación de por qué existe es la eliminación del intermediario: los feriantes son los que fabrican y eso les permite vender a muy bajo precio. La Salada es Argentina pura: capacidad de emprendimiento, inteligencia para sacar plata de las piedras, pero también ambición de poder, corrupción. Se estima que se mueven 150 millones de pesos (unos 30 millones de euros) por semana. Son 150 millones en billetes que entran y salen por esas calles. Si en La Salada no ocurre algo grave todas las semanas es porque la gente que está ahí se las arregla para que no suceda, porque les arruinaría el negocio.

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—¿Quién no te deja entrar?

—El encargado.

—¿Y quién es el encargado?

—Fernando Torres, el general.

—Charly, llamalo a Torres.

Es casi mediodía y Jorge Castillo está en la entrada de Punta Mogotes para resolver uno de los muchos conflictos que resuelve por día: los guardias le impiden el paso a una feriante y él reclama la presencia del encargado de seguridad. Pocos minutos después, aparece un hombre de uniforme: Torres, el encargado.

—Ella dice que no la dejás entrar. Vos: acá lo tenés. Este es Torres. Torres, vamos a ponernos de acuerdo. No me boludeen a los feriantes.

—Es que hay que… —balbucea Torres.

—No importa. Solucioname el problema.

—Pero me dijeron….

—No importa. Dejalos pasar y solucioname el problema. Y ustedes, cada vez que los jodan, me avisan.

Después Castillo dice: sigamé. A estas horas todavía se puede caminar, pero en un rato los pasillos de Punta Mogotes estarán impenetrables, atorados de gente llenando bolsas con pantalones Levi’s a 20 euros, gorros de Hally Hansen a 3, zapatillas Adidas o Nike a 50. Arriba, en una azotea, estacionan los buses que, al final del día, forman una pared compacta y claustrofóbica. Castillo camina rodeado por tres guardias de seguridad.

—Tengo que tener cuidado porque como yo me enfrento a la policía, a los chorros, a los que quieren cobrar marca, cuando me descuide me la van a dar.

En la jerga, cobrar marca se llama al cobro que hacen, a los feriantes que venden mercadería falsificada, y a cambio de hacer de cuenta que no ven, quienes tienen el poder de policía y de control. Me la van a dar quiere decir que todo esto —Castillo, la vida de Castillo— puede tener un final difícil.

—Acá no pagamos nada. Si quieren venir a llevarse la mercadería con una orden judicial que se la lleven, pero que vengan con la orden.

Castillo atraviesa una puerta de rejas y sube la escalera empinada que termina en una oficina que desemboca a su vez en otra oficina, donde hay una mesa que ocupa casi todo el lugar. Se sienta y, mientras firma una pila de cheques, dice, en un tono que es, a la vez, burla y queja:

—Este es un negocio lícito que no tiene que estar en las tinieblas. Pero tiene que haber un orden, un reglamento. Acá no hay orden ni reglamento y yo no puedo ir a controlar a cada puestero. Yo no soy policía. Tiene que venir el Estado a hacer eso. Pero nuestro público no afecta a la marca. Nosotros le vendemos a la gente pobre. El que tiene plata va al shopping. Igual está mal. No hay que violar la ley. Pero la ley la tiene que aplicar el Estado.

—¿Y por qué no viene el Estado?

—Porque son ineptos.

En marzo de 2009, Santiago Montoya, implacable sabueso impositivo, por entonces titular de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires, llegó con 220 agentes en un operativo destinado a detectar evasión fiscal y procedencia de la mercadería, pero los feriantes los recibieron con una lluvia de huevos y se tuvieron que ir. Así es la ley cuando la ley existe poco.

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Desde el año 2002, el modelo comercial de La Salada obedeció a un precepto bíblico: creced y multiplicaos. La Confederación Argentina de la Mediana Empresa calcula que hay 500 ferias de este tipo en el país, de entre 20 y 150 puestos cada una. En mayo de 2011, la Cámara Argentina de Comercio relevó 16 en la ciudad de Buenos Aires, donde detectó que el 50 por ciento de la mercadería era falsificada, sobre todo de las marcas Adidas, Nike, Puma, Lacoste, Reebok, Rayban y Gap.

En enero de 2007, un informe de la Unión Europea sobre propiedad intelectual incluía a Argentina como país “con altos niveles de la producción, tránsito y/o consumo de productos que infringen los derechos de propiedad intelectual”. El informe decía que “La magnitud del problema se hace evidente en La Salada, un mercado negro que supuestamente emplea a 6 000 trabajadores, que tiene un volumen de ventas de $ 9 millones por semana y es visitado por 20 000 personas por día”. En marzo de 2011, el diario argentino La Nación publicaba un artículo anunciando que la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos señalaba que La Salada “es el más grande de muchos mercados del mismo tipo establecidos en la provincia de Buenos Aires, al que se identifica fuertemente con la venta de productos falsificados”. Después de conocerse este informe, Jorge Castillo dijo a los medios que el 40 por ciento de la mercadería que se vende en La Salada es ilegal, pero que los productos falsificados están, sobre todo, en los puestos de la vía pública.

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A las ocho y media de la mañana de un domingo, los puestos —que ofrecen buzos Columbia y reproductores Sony, pero también un maremoto de cosas y marcas muy desconocidas, todo al menudeo o al por mayor— se aferran a la ribera como el esqueleto de un dinosaurio famélico. Cada media hora, entre esos puestos, pasa el tren que une el partido de Lomas de Zamora con el de La Matanza. Así, cada media hora, los puesteros quitan mesas, toldos, sillas de las vías para dejar que el tren avance hasta internarse en el puente que cruza el río, una cáscara de óxido donde, a su vez, cientos de personas cargadas de costales se apiñan sobre las láminas de chapa rota, el agua negra abajo relamiéndose. El panorama desde el puente es puro privilegio: barrancas de basura que se hunden en el río como las vendas de una infección mal curada, la niebla matinal que es humo descompuesto. Allí, entre esa amputación que sucede de a poco, se compra y se vende por cifras millonarias.

El 14 de julio de 2010, la Federación Económica de la provincia de Buenos Aires y la Asociación de Industriales de la provincia de Buenos Aires organizaron una caravana simbólica en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, donde unos 1 000 comerciantes, dirigentes y empresarios marcharon hasta el Pasaje Dardo Rocha, un edificio de estilo francés construido en 1926, donde expresaron su repudio a La Salada. Contra las 120 000 personas que la feria recibe por semana, contra los 200 carreros que cobran entre cinco y seis euros por trasladar la mercadería hasta los puestos, contra las decenas que alquilan letrinas a un euro, contra los vecinos que cobran seis a cada auto por el derecho a estacionar frente a sus casas, contra los vendedores ambulantes y los choferes de los buses. Contra eso: la discreta elegancia del repudio.

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La Feria arrastra historias bravas. La primera, grande, fue la del administrador de Urkupiña, un boliviano llamado Gonzalo Rojas, detenido el 8 de noviembre de 2001 por “asociación ilícita para el contrabando y falsificación de marcas”. Poco después apareció ahorcado en su celda de la cárcel de Ezeiza y, aunque el caso se catalogó como suicidio, un artículo publicado por Página/12 decía que “René Gonzalo Rojas Paz medía alrededor de 1,80 metros, unos 20 centímetros más alto que la ventana de donde apareció colgado”. En 2004 la municipalidad de Lomas de Zamora, en un operativo de desalojo, retiró 18 camiones repletos de hierros y maderas de los puestos montados en la ribera. Tres días más tarde, los dueños de esos puestos se enfrentaron con los de Urkupiña, Ocean y Punta Mogotes, argumentando que los galpones tampoco cumplían requisitos legales. Todo terminó con la muerte del puestero boliviano Calixto Quispe que recibió un ladrillazo en la cabeza.

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—Dicen que la quieren sacar. Si la sacan, va a correr sangre.

Daniel Bonet es zapatero y dueño de tres puestos —en Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean— que se cotizan a 48 000 euros cada uno. Canoso, de manos enormes, está en una pizzería del barrio de Once, un barrio comercial en el centro de Buenos Aires, donde tiene una zapatería que atiende su mujer. Abigail Bonnet, 15 años, sentada junto a su padre, dice que quiere estudiar Administración de Empresas para seguir con el emprendimiento familiar.

—Que estudie, después vemos —dice Daniel Bonnet—. A ella y a la madre a la feria no las llevo. Yo me arriesgo, pero ellas no. La primera vez que fui, en los noventa, vendí una camioneta de zapatos en tres horas. No lo podía creer. Pero era un peligro. Íbamos todos armados. A mí me tirotearon tres veces. Igual, no la cambio por nada. Me dio mi casa, mi galpón, mi camioneta, mi departamento en la costa. A cambio de eso, hace ocho años que no sé lo que es salir un sábado a la noche. Me levanto a las cinco de la mañana, trabajo hasta las siete, y el día que tengo que ir a al feria, voy. Es un universo aparte. El otro día un amigo vendió un puesto en 47 000 dólares (unos 39 000 euros). El tipo que se lo compró le dio una bolsita llena de billetes, y mi amigo no le dio nada. Te morís de miedo si hacés eso en otra parte. Acá es todo medio de palabra.

***

La feria de Urkupiña tiene más de cien metros de largo. Bajo un alero de chapa, los puestos son estructuras de alambre de las que cuelga la ropa. A un lado, hay un playón donde estacionan los buses y, detrás, las oficinas de seguridad de la empresa Vae Soli: un espacio grande y blanco, donde hay hombres de capas negras y chalecos antibalas, y un espacio pequeño y naranja donde está Luis, el dueño de la empresa, sentado detrás de un escritorio, frente a una estantería con cien handys.

—El lema acá es “todos salimos, todos volvemos” —dice, las manos cruzadas en un gesto de reafirmación, un pasado como agente de la policía bonaerense—. Vae Soli es una expresión latina que significa que no es bueno que el hombre esté solo.

—¿Sabés latín?

—No, frases sueltas. Sé “parabelium”.

—¿Y qué es “parabelium”?

—Parabelium es, eh…para-belium… o sea… si buscas la guerra… eh, o sea, si buscas la paz, ármate para la guerra. Acá somos cien personas de seguridad para 120 buses que traen a 60 personas cada uno. Cada una de esa personas trae, en promedio, unos 5 000 pesos para comprar mercadería al por mayor, algo así como 1 000 euros. Así que solo en los buses entran 7 200 000 euros por día de feria. Y esta es una zona difícil.

Las paredes de la oficina están cubiertas de certificados. Uno certifica que Luis es Coaching Ontológico.

Coaching es entrenador. Ontológico habla sobre el ser. El entrenador se direcciona a asistir a aquellas personas a las que les está faltando algo para llegar a tener lo que quieren tener.

Suena el handy y alguien le avisa que hay un disturbio: tres feriantes peleando por un puesto. O personas, quizás, a las que les está faltando algo para llegar a tener lo que quieren tener.

***

Abel Chambilla y Betty, su mujer, viven en una zona llamada Isidro Casanova, muy lejos del bar de Liniers, un barrio en el extremo de la ciudad de Buenos Aires, que eligieron para encontrarse porque queda de paso en su ruta para comprar telas. Abel y Betty hablan con las manos metidas bajo las axilas, como si tuvieran frío. Llegaron desde La Paz, Bolivia, en 1985. Ella era peluquera y él estudiante de Administración de Empresas.

—Nos vinimos con nuestras hijas. Dormíamos todos en una piecita, en un colchón de una plaza —dice Abel—. Aprendimos a coser acá y empezamos a trabajar para otros. Nos pagaban muy mal. Un día llegamos a la feria y empezamos a vender lo que fabricábamos, y ahí estamos.

Abel y Betty son dueños de dos puestos. Uno lo alquilan y en el otro venden su marca de ropa para chicos: AB, Abel y Betty. Tienen casa, auto, dos hijas que trabajan con ellos y dos que estudian: una Medicina, la otra esta por empezar Abogacía.

—Pero la feria es peligrosa —dice Betty—. Una vuelta nos agarraron. Uno golpeó el vidrio y le digo a él, están armados, Abel, arrancá. Y nos escapamos. A muchos paisanos los mataron así, por cuidar la plata. Vivimos con ese riesgo.

—Así es, señorita. Todos mis hermanos en Bolivia son profesionales. Y yo el único obrero.

—No es vergüenza.

—No. A veces tampoco es vida.

***

El móvil de la empresa de seguridad de Punta Mogotes avanza hasta toparse, en medio de la avenida, con dos autos volcados que están ahí con la clarísima intención de impedir el paso de los buses y asaltarlos. El conductor mueve la cabeza, dice, justo ahora, uno ya pensando en irse y tener que ponerse a sacar esto.

—¿No los tendría que sacar la policía o el municipio?

—Sí, pero hasta que ellos los saquen, van a robar 30 colectivos.

Doscientos metros más adelante, hay un móvil de la policía. Un hámster adormecido, la luz azul acariciando la noche.

—¿Ve? Ahí están. Pero si no están, es lo mismo.

***

Termina así. Termina siempre igual. Termina al amanecer, cuando lo que queda es el chasquido de las cintas de embalar, y un paisaje de críos desperezándose, y las bolsas vacías flotando como insectos secos, y las ojivas tiernas de los toldos iluminadas por el primer sol. Termina cuando ya no hay buses ni tren ni casi gente. Termina así. Termina al amanecer. Después, empieza.

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