Los nombres propios de la siguiente crónica han sido cambiados para proteger la identidad de los involucrados. Los hechos permanecen fieles a la historia verdadera, cualquier semejanza con la realidad está lejos de ser una coincidencia.
Por Angélica García
La casa de mi abuela estaba en la esquina de las calles Sucre y Lizardo García, en el centro de Guayaquil. Era una casa enorme partida en dos. En la casa principal vivían mis abuelos, mi tío, su esposa, sus dos hijos y La Rosa; además de dos perros que jugaban en el jardín. En un pequeño y muy modesto anexo de la casa, vivíamos mi papá, mi mamá, mi hermana y yo con otros dos perros. La Rosa cocinaba para todos: doce personas y cuatro perros en total. También lidiaba con los niños cuando volvíamos de la escuela. Crio a mi papá y a mi tío, a mi hermana, me crio a mí, a mis primos y a los hijos de mis primos. Salvo un par de años en los que hubo otra mujer que hacía las labores de limpieza más pesadas, ella fue siempre la única empleada de la casa.
La Rosa dormía en un cuarto en el patio trasero. Se levantaba a las cinco de la mañana y nos hacía el lunch antes de que fuésemos a la escuela. Caminaba tres cuadras al mercado para hacer la compra y luego cargaba todo de vuelta a casa ella sola. Cocinaba, lavaba, planchaba, limpiaba; bañaba y alimentaba a los perros; atendía a mi abuelo enfermo de Parkinson: le daba de comer en la boca, lo afeitaba, lo aseaba y lidiaba con sus delirios y rabietas. Se acostaba a las nueve de la noche. Si alguien la necesitaba en la madrugada, se despertaba sin chistar. Jamás decía que no a nada, tampoco se iba de vacaciones ni se tomaba un día libre, nunca, ni siquiera por enfermedad. La Rosa no se enfermaba.
Recuerdo que empecé a preguntar sobre la identidad de La Rosa cuando tenía unos cinco años. “Ella es como tu abuela”, me decía mi padre. “No recibe sueldo porque no es una empleada, nos sirve por amor, prácticamente su única familia somos nosotros”. Desde muy joven, mi papá mantenía la casa. Todos los meses le entregaba dinero a La Rosa para que comprara comida, pagara las cuentas y comprara las medicinas de mi abuelo. Aparte, le daba una especie de caja chica que ella usaba para imprevistos y sus pocos gastos personales: ropa, artículos de higiene y pastillas para la presión. “Coge tú de ahí lo que necesites, longuita”, le decía mi papá. “Si necesitas algo, por Dios dime”. Ella bajaba la cabeza y respondía: “Dios le pague”, pero nunca necesitaba nada. La caja chica era menos que un salario mínimo y se esfumaba rápido. Si sobraba algo, La Rosa nos compraba golosinas. Casi nunca se sentaba a la mesa con nosotros a menos que le insistieran demasiado, entonces bajaba la cabeza, decía “Dios le pague” y se sentaba de lado, lista para pasarnos cualquier cosa que necesitáramos. Prefería comer sola en la cocina después de que todos hubiéramos terminado y de haber recogido los platos. Podía servirse lo mismo que nosotros, pero elegía siempre la presa más pequeña, el hueso con pellejo, el quemado. “Estito nomás voy a comer yo”, decía. Al final del día, se sentaba en la cama de mi abuela y ambas veían telenovelas juntas mientras mi abuelo dormía en el cuarto de al frente. Una al lado de la otra, cada cual con su tejido. La Rosa, palillos; mi abuela, crochet.
Sangre y manzanas
La madre de Rosa se llamaba Laura Pilataxi y era de Ilinchisí, un pueblo cerca de Pujilí en la provincia de Cotopaxi. Trabajaba como empleada pagada puertas adentro en la casa de mis bisabuelos: Anita y Armando, que eran dueños de una hacienda que llegó a tener más de 600 hectáreas en la zona de Alpamalag (Pujilí). Laura entró a trabajar a principios de la década de 1940, cuando La Rosa tenía alrededor de dos años. Allí, Laura tuvo un segundo hijo, Juan, a quien regaló a los pocos días de nacido. La Rosa no volvió a saber de él. Tampoco sabe quién fue el padre de su hermano y cree que el suyo pudo haber sido alguno de los señores Cáceres, para quienes su madre había trabajado antes, pero no tiene forma de comprobarlo.
Dos años después del nacimiento de Juan, Laura quedó embarazada otra vez. La versión familiar dice que de un huasicama: uno de los huasipungueros de la hacienda, que recibían la concesión de pequeños pedazos de tierra cultivable a cambio de dos días de trabajo a la semana. Antes de dar a luz, mi bisabuela llevó a Laura a confesar y el cura le aconsejó que se fuera de la hacienda. “En la casa de estos señores hay mucho chico joven y han de creer que estás embarazada de cualquiera de ellos. Tú, para evitar la deshonra de esa casa, tienes que irte”, le dijo. Mis bisabuelos tenían cinco hijos varones. Después de la confesión, Laura y La Rosa desaparecieron.
Laura dio a luz en Ilinchisí. Durante el parto, perdió demasiada sangre y contrajo fiebre puerperal. Tuvo gemelas, pero ni ella ni las niñas sobrevivieron. Antes de morir, mandó a llamar a mi hoy difunta tía abuela Moira, que entonces tenía veintitrés años y era a quien La Rosa más quería: le rogó que cuidara de su hija y falleció. La Rosa estaba a su lado, viendo todo, tenía cinco años. La velaron en el cuarto de lavandería de la casa de mis bisabuelos en Pujilí, luego pagaron a dos barrenderos para que se llevaran el féretro al cementerio. La Rosa nunca supo dónde enterraron el cuerpo de su madre.
“Cuando pienso en mi madre me viene un olor a sangre con manzanas”, dice asintiendo y mirando al vacío, como tratando de recordar. “Tal vez habría un árbol de manzanas, no sé”. Y asiente. Todo el tiempo, incluso dormida, La Rosa asiente con la cabeza. Dice que no se da cuenta. El neurólogo cree que es un tic nervioso; ella no le da importancia. Asiente rápidamente. Recuerda una vez en que ella y mi tía abuela Amelia lloraban al mismo tiempo, ambas tendrían unos cuatro años de edad. Laura cogió en brazos a mi tía, la meció y consoló con suavidad. A La Rosa la hizo callar con un golpe y un gruñido feroz.
Ser propia
Tras la muerte de su madre, mi tía Moira y mis bisabuelos Anita y Armando se hicieron cargo de La Rosa. Armando la trataba con cariño, también Moira, que fue algo así como su madre adoptiva. A los seis años, la inscribió en la escuela de las monjas de la Caridad para que cursara el primer grado. En esa época, los niños daban exámenes orales parados frente a los padres de familia. Si no sabían las respuestas, los sentaban al fondo del salón y les ponían orejas de burro. En el examen final, le pusieron las orejas a La Rosa. A algunos de mis familiares les pareció muy gracioso, pero ella no quiso regresar a la escuela y perdió su único año lectivo. Mi tía Moira le enseñó a leer, a escribir y a contar del uno al cien en casa. A sumar y a restar aprendió sola, usando sus dedos cada vez que iba al mercado.
La Rosa dice que su relación con mi bisabuela Anita siempre fue difícil. “Conmigo era brava, me sabía pegar si hacía mal las cosas”. Le pegaba en la cara, en la cabeza, en la espalda, donde cayera la mano. No le pegaba a nadie más, solo a ella. “Ha de haber sido por lo que era propia, quién sabe; como era huérfana no tenía quién vea por mí”, dice, asintiendo. “Igual yo le agradezco, así me haya pegado, porque gracias a ella soy lo que soy”. Cada vez que sucedía, Moira la abrazaba y lloraba con ella. Cuando La Rosa tenía diez años, Moira se mudó al convento de las hermanas franciscanas para convertirse en monja. Ella le rogó que la llevara, lloraron juntas durante días, pero fue imposible. Cuando cumplió quince años, La Rosa intentó ingresar al mismo convento. Mi bisabuelo Armando la apoyó, ofreció pagar los gastos y hacer los trámites, pero las franciscanas no se lo permitieron por ser hija ilegítima.
La casa de mis bisabuelos en Pujilí tenía veinte cuartos, terraza, dos patios, y en ella vivían quince personas entre patrones y servicio. Todo se hacía en propiedad con recursos propios. Las cobijas las tejía un huasicama con la lana de las ovejas de la hacienda, la ropa se lavaba con la espuma de las plantas de cabuya, que también servía como champú. La cocina era de leña y se preparaban tres comidas al día: entrada, sopa, plato fuerte y postre, todo hecho en casa con frutas, verduras, cereales y carnes de la hacienda. El trabajo era arduo pero había muchas manos. Además de La Rosa, estaba La Mecha, otra empleada puertas adentro que sí recibía sueldo, además de una lavandera que venía ciertos días y varios huasicamas que trabajaban por turnos. Al final de la jornada, a las siete de la noche, se rezaba el rosario y los chicos de la casa —La Rosa y La Mecha incluidas— bajaban a jugar al sótano. “¡Éramos chivas para jugar! Jugábamos a la cebolla pelada, a las ollas encantadas…”, dice La Rosa sonriendo. Aquello debe ser lo más cercano que tuvo a una infancia normal.
La Rosa vivió con mis bisabuelos hasta que cumplió dieciocho años, primero en Pujilí, luego en Latacunga, en otro caserón de 36 cuartos, trabajando gratis a cambio de la protección y el cuidado de la familia: techo, comida y vestido. Durante ese tiempo, huyó dos veces de la casa. Pensó hacerlo muchas más. Con cada paliza de mi bisabuela, planeaba un escape distinto, pero no tenía dónde ir y estaba asustada, esa era la única familia que conocía y se había encariñado con los niños. En 1954, cuando ya era mayor de edad, la enviaron a Guayaquil con mi abuelo Gonzalo, mi abuela Regina, mi papá y mi tío Julio.
La llamada
Guayaquil, 1984. La Rosa tenía 48 años ese lunes por la noche en que sonó el teléfono y ella contestó. ¿Aló, hablo con la familia García? “Sí, con la misma”. Disculpe, ¿ahí vive Rosa Pilataxi? “Sí, está hablando con la misma, ¿de parte de quién?” “Del sobrino, Milton Pilataxi, hijo de Juan Pilataxi”. La Rosa pensó que era un error. Entonces Milton le recitó los datos de la cédula de su padre. “Hijo de Laura Lucrecia Pilataxi, nacido el 27 de agosto de 1939 en Pujilí”. Dijo que su padre estaba vivo, que su madre lo había regalado a una señora llamada Ana Luisa Sánchez, que a su vez lo regaló a unos ancianos que lo criaron como a hijo. Que ella, La Rosa, tenía diez sobrinos: ocho varones, dos mujeres, que se llaman Pedro, Mario, Lina, Miguel… La Rosa empezó a llorar. Mi abuela la llamaba desde su cuarto, quería saber por qué se demoraba tanto en el teléfono: jamás se demoraba porque nadie la llamaba. Por primera vez, La Rosa no le contestó. No podía dejar de llorar, menos interrumpir el relato de Milton. Esa noche no pudo dormir, ni la siguiente ni varias después de aquella.
“Desde que yo era pequeño, de unos ocho o nueve años, oía las conversas de mis padres sobre la tía. Siempre supe que existía pero nadie sabía dónde estaba”, dice Milton sentado en la sala de su casa de tres plantas y piso de mármol, en Riobamba. También dice que su interés por encontrar a la tía perdida aumentó al saber que su abuela Laura tenía un terreno en Ilinchisí que estaba siendo ocupado por unos primos y que su padre podría reclamar como herencia si es que encontraba a su hermana perdida. Su padre nunca quiso reclamar nada ni buscar a nadie. “Papá decía para qué, si trabajando Dios da”. En esa época, Milton y sus hermanos vivían en una minúscula choza de abobe y techo de paja en Pailacocha, un pequeño caserío en la zona de Pujilí; sobrevivían de lo que podían cosechar y de las empanadas que vendía su madre en la plaza. El terreno nunca fue reclamado, pero Milton afinó la búsqueda. Luego de mucho preguntar, dio con un borreguero de la hacienda de mis bisabuelos que había conocido a una Rosa Pilataxi que vivía con los García en Latacunga.
Milton viajó a Pujilí a buscar a mi tío abuelo Lauro García, hijo de Anita y Armando, que por esos días era presidente del Consejo Municipal del pueblo. Él le dio el número telefónico de mis abuelos en Guayaquil. “Tan simple fue, tanta historia para un pasito y llegar al punto preciso”, recuerda Milton emocionado. “Toditos estaban nerviosos”, dice sonriendo. Mira con amor a su tía Rosa, que le sonríe de vuelta y asiente. A ella, recordar esta historia siempre le desentierra algunas lágrimas. “Para nosotros ha sido una alegría enorme haberle encontrado a la Tía. La vida que ella ha tenido ha sido un poquito difícil y para nosotros poder siquiera pasar un tiempo con ella ya es una emoción”, dice Milton. “Ya es hora de que esté con nosotros. Siquiera de vieja que venga a vivir con su familia”, dice Cecilia, su esposa, y le recuerda que tienen un cuarto separado para ella. La Rosa se ríe, evade con bromas. “Ya he de venir pronto, ahí vuelta han de querer que me vaya”, dice riendo.
El hermano perdido
Hace unos meses, La Rosa y yo tomamos un bus desde Guayaquil rumbo a la Sierra Central para recoger sus pasos. Así conocí la casa de Milton y también los restos del pasado de mi familia.
La vieja casa de mis bisabuelos en Pujilí aún sigue en pie y mantiene su estructura original: las mismas paredes, la misma distribución. Logramos entrar tras una larga explicación a los nuevos dueños. Caminamos hasta el enorme patio interior, rodeado por decenas de habitaciones. La Rosa mira fijamente una, se lleva una mano temblorosa a la boca. “Siento que el corazón ya se me va a salir, ña Angélica. Ahí, en ese cuarto, antes era la lavandería, ahí fue que velaron a mi mamá”. Nos quedamos en silencio.
Avanzamos hasta Pailacocha, parroquia de Angamarca, cantón Pujilí. Aquí vive Juan, hermano de La Rosa, en una modesta casa de ladrillo con un fogón y un horno de leña. Nueve de sus diez hijos se dedican a la mueblería. Trabajan duro y ahorran al máximo para reinvertir en su negocio: ninguno tiene empleada doméstica. Viven todos en el mismo barrio, rodeados de sus animales, sus sembríos, sus talleres de muebles y sus depósitos de madera. Cuando La Rosa los conoció eran adolescentes muy pobres. Hoy son adultos, microempresarios con carro y casa propia, hijos que van a la universidad y almacenes de muebles en Latacunga, Ambato y Guayaquil.
Juan está sentado con la espalda muy recta y los dedos de las manos cruzados. La Rosa está a su lado. Juan habla muy poco y sonríe aún menos. Laura, su esposa, tiene 73 años y dice que su marido bebe casi a diario. Él la mira sin expresión alguna en el rostro. Hoy, Juan está sobrio. El hombre que lo recogió a los pocos días de nacer se llamaba Manuel Quishpe y era un curandero muy humilde que no tenía más propiedades que sus tierras y su choza. Vivía con su esposa Sarita y sus dos hijos adolescentes. Lo criaron como a uno de sus hijos, incluso mejor, porque Juan nació blanco y eso a los Quishpe los llenaba de orgullo. “Papá ha sabido ser como niño Dios”, dice Milton. “Ninguno de los otros niños fue a la escuela, solo papá. Y le pusieron en la católica, donde iban sólo los blancos. Lo llevaban a caballo, con poncho y botas, como a los ricos”. Le pregunto a Juan qué sintió al reencontrarse con su hermana. “Una alegría para mí, siquiera la única. Ambitos nomás somos. Yo siquiera por lo menos tengo a mis hijos, a mi familia; mi ñaña no ha sabido tener ni uno, no ha sabido casarse”.
El 2 de mayo de 1984 La Rosa pidió quince días de vacaciones por primera vez en su vida. Antes de salir de nuestra casa en Guayaquil, empacó juguetes viejos, ropa usada y compró muchos caramelos nuevos. Llegó a Pailacocha sola y sin avisar. Mientras preguntaba por Juan a los vecinos, una mujer se ofreció a acompañarla. Caminaron cuesta arriba por la única calle del barrio durante unos minutos hasta que vieron a una pareja avanzar en sentido contrario. ¡Don Juan, aquí le buscan!, gritó la mujer. A La Rosa le saltó el corazón. Cuando estuvieron cara a cara, le dijo con la voz quebrada: “Ñaño, soy Rosa”. Él se quedó en silencio, los ojos abiertos, muy grandes. “Buenos días”, respondió al fin. Se abrazaron llorando, se soltaron para verse otra vez y siguieron llorando. Habían pasado más de 40 años desde la última vez que se vieron.
La promesa
Desde que encontró a su familia, La Rosa empezó a pedir quince días de vacaciones cada año, como hacían todas las empleadas que conocía. Cada vez que llegaba ese momento, mi abuela hacía un berrinche. Lloraba un mes antes de que se fuera y cada uno de los días que pasaban hasta que volvía. Eran las únicas veces en que La Rosa sentía algo parecido al enojo, se ponía seria, parca, decía mi abuela que hasta “grosera” y, por primera vez, se imponía. “Sí me he de ir”, decía temblorosa.
Hubo un tiempo en que pensó irse a Pailacocha a vivir con su familia y ser, de una vez por todas, la Tía Rosa. Mi abuela entró en crisis. Le dieron ataques de pánico, le subió la presión. Mi padre y mi tío le pidieron que no se fuera, le dijeron que había sido como una madre para ellos, como una abuela para nosotros, que éramos más su familia que los de Pailacocha a quienes al fin y al cabo no conocía de nada, que mi abuelo estaba enfermo, que mi abuela se quedaría sola, que moriría de pena. Mi abuela tenía trastorno depresivo. Tan profundo y aterrador era su llanto, su miedo a la soledad, que La Rosa le juró que se quedaría hasta que la muerte se llevara a alguna de las dos.
Mi abuela murió el 22 de noviembre de 2010, a los 83 años de edad, casi 30 años después de que La Rosa encontrara a su familia. El día del velorio, llorando sobre la tapa de vidrio que cubría el cuerpo tieso y maquillado, escuché a La Rosa recordar su promesa: “Le cumplí, ña Regina, yo le prometí que iba a acompañarla hasta el fin y le cumplí. Ahora sí me he de ir con mi familia”. En los días siguientes, la casa de mi abuela se puso en alquiler y La Rosa pasó a vivir en la casa de mi tío Julio. Mi papá la afilió al IESS y le empezó a pagar el salario básico mensual.
La Rosa tiene una catarata que la ha dejado prácticamente ciega del ojo izquierdo, várices enormes en ambas piernas y fuertes dolores reumáticos que le impiden realizar ciertos movimientos. “Achaques de la vejez”, les llama encogiendo entre los hombros su sonrisa. Hasta ahora no se va con su familia, vive en La Alborada, al norte de Guayaquil, en casa de mi tío Julio, hermano menor de mi papá. Ya no trabaja. Mi tía Estela, esposa de Julio, dice que ya hizo suficiente, que es hora de que nosotros le sirvamos a ella, y no le deja lavar ni siquiera su plato.
La casa de mi tío tiene tres habitaciones. En una duermen mis tíos y en otra mi primo. El tercer cuarto mide 4 x 4 metros y tiene una cama de dos plazas. En ella duermen La Rosa y la hija mayor de mi prima. En un colchón en el piso, junto a la cama, duermen mi prima y su hija menor. Cuando mi prima se va al trabajo, La Rosa cuida de las niñas. Desde la muerte de mi abuela, su vida transcurre entre Guayaquil y Pailacocha. Allí, su sobrina Lina le ha arreglado un cuarto para ella sola. Cada vez que viaja se queda dos o tres meses y luego regresa.
Durante nuestro viaje, caminamos entre los árboles de capulíes y las matas de maíz y fréjol que hay alrededor de la casa de su hermano Juan. Cada vez que nos cruzamos con uno de sus diez sobrinos, el saludo era el mismo. “Hola, Tía, qué gusto tenerla otra vez por acá, ¿ya cuándo viene a quedarse con nosotros?” “Ya he de venir”, contestaba ella sonriendo. Le gustaría vivir en el campo con los suyos, aunque sea la vejez, dice que solo está esperando el momento preciso porque le dan pena las guaguas que están acostumbradas, que han de llorar. Le da pena ser tan vieja, no tener un centavo, no poder trabajar, convertirse en una carga para su familia. Dice que a la única que le ha contado sus planes de venir a instalarse en Pailacocha es a mi tía Estela. Han acordado que, cuando al fin se decida a irse, le irá mandando su ropa poco a poco para que las niñas no se den cuenta: les dirán que se fue de vacaciones.
Cuando yo era bebé, La Rosa me limpiaba, me bañaba y me daba de comer. Tejía las chalinas más bonitas, hacía los mejores helados de paila y la mejor mermelada de frutilla; la mejor colada morada y la mejor fanesca. El 10 de abril de 2014 La Rosa cumplió 77 años, tiene el pelo corto, sujeto con un par de invisibles a los lados de la cabeza; los ojos diminutos y achinados, la nariz de Rumiñahui. Mis abuelos ya murieron, mis primos y yo tuvimos hijos, nuestros hijos ya van a la escuela y La Rosa aún sigue con nosotros. La veo sonreír y encogerse de hombros, con el corazón limpio, agradecida con la vida después de todo. Intento hacer lo mismo.