Por Gabriela Wiener
El agente 007 está deprimido, la mujer que amaba ya no existe (murió y/o lo traicionó). Por eso bebe, y mucho. Las tres máximas que lo habían convertido en un ideal de hombre: su capacidad de seducir, su capacidad de descubrir y su capacidad de aniquilar, de repente, ya no se nos antojan tan indispensables para el mundo. Trabajar para una superpotencia e invertir muchos euros en su imagen tampoco son ya la medida del rse directamente en la reciente ue el hombre ga, Skylife, podriones en el que u imagen.éxito. Hay más cosas, muchas más cosas que podrían hacer de él una criatura completa. Pero en tanto debe lidiar con su confusión, y —aún con su historial de misoginia y esa facilidad suya para cosificar a las mujeres— ponerse a las órdenes de M, una mujer que no solo es superior en rango, sino que es superior moral e intelectualmente.
Es sorprendente lo mucho que se parece el Bond descolocado y roto del inicio de la nueva entrega de la saga al hombre sobre el que se han ido tejiendo los más recientes discursos que proclaman el inminente final del macho. Por un momento parecemos entrever al animal mutante. Pero no nos equivoquemos. Ir más allá en cualquier exploración de su masculinidad —hacerlo más sensible, más sexualmente vulnerable, menos conservador— supondría acabar con el personaje. Probablemente sería mejor persona, pero ya no sería Bond. Y a partir de aquí, podéis leer esto poniendo la palabra “hombre” o “Bond”, indistintamente.
¿Qué decisiones tomará este hombre para encontrar otra vez sentido a su vida? ¿Qué hará con todas esas dudas, tormentos y emociones que lo subvierten? No apuntarse a talleres de taichi y decoración, desde luego. Su forma de gestionarlo será hacer lo que mejor sabe hacer, esto es, cargarse a los malos de este mundo con explosiones y pistolas (cuando no con sus propias manos), y follarse a las chicas buenas (y a las malas). Todo con trajes hechos a medida. Más listo, más rápido, más fuerte.
Y ya se sabe que lo que en las películas es acción, en la vida real se vuelve horror.
El final del tiempo del proveedor-procreador-protector ataca el corazón de la identidad de muchos hombres que optan por refugiarse en la violencia contra la mujer para preservar su estatus. Y en el entorno doméstico, la historia de un hombre herido psicológicamente, casi siempre, acaba con una mujer herida físicamente o muerta. Por eso hay que tener mucho cuidado con proclamar con demasiados bríos el fin del hombre/Bond, porque siempre podría ser solo una coartada para justificar la resurrección del “héroe”.
Ahora bien, la forma en que los hombres (y hablamos solo de los hombres occidentales, con cierto acervo cultural y que se pueden pagar una terapia o leer este periódico, es decir, de una minoría) gestionan sus crisis (en un mundo donde no solo empiezan a abundar las M, sino también donde los valores femeninos son cada vez más requeridos en el espacio público), nada tiene que ver con el estilo del viejo y bienintencionado Bond (finalmente un arquetipo de la ficción), ni con el estilo de, por ejemplo, el Hugh Hefner icónico (no menos inverosímil), según el cual al varón no lo define su anatomía sino sus prácticas.
En un mundo lleno de hombres y mujeres que hacen el mal porque no saben reírse de sí mismos, la voz de un hombre mofándose de la sagrada institución de la masculinidad es, a veces, más eficaz e inspiradora que la rutinaria diatriba contra el macho. Nada de eso hay en Bond, que parece tomársela todavía demasiado en serio. De hecho, el verdadero desestabilizador del masculino bondiano es el personaje que compone Javier Bardem y su compleja ambigüedad sexual, y es obviamente el villano de la película. Como elementos antagónicos a estas indagaciones más o menos solemnes, el humor y la sátira me parecen formas vroe, natural e r ser inasible. ran Goslingablando de derechos ntentando que los hombrese podr a con las chicasálidas de revisar los cambios que han sufrido nuestras identidades en los últimos años. Pensemos en la masculinidad según Woody Allen (hombres tímidos e intelectuales, frágiles e inútiles para la vida como para la guerra); Philip Roth (esos hombres que hablan con ternura y compasión de sus penes, enfrentados a la oxidación y decrepitud de su propio cuerpo y sexualidad); Alan Pauls (el ejercicio desternillante de la autoparodia en la historia del tío que se inscribe en un “taller de masculinidad”: «No lo soporto. Siglos de viajar, guerrear, saquear, violar, y el único botín con el que se han quedado los hombres es el miedo»); o Michel Houellebecq (el hombre como un ser condenado a la insularidad). Todos ellos parten de la idea de una masculinidad impuesta ante la cual se sienten extrañados, desconcertados y, en cierta medida, violentados. De ahí que en su actitud risueña, paródica o abiertamente hastiada, haya un componente de profanación de lo viril. Y de liberación. El caso de Woody Allen es particularmente ilustrativo puesto que el director fue uno de los protagonistas de la primera versión de Casino Royale, en 1967: una comedia cuasi lisérgica en la que Allen hace de Jimmy Bond (sobrino de James Bond), un torpe saboteador cuya finalidad última es acabar con todos los hombres más altos que él y hacerse con todas las mujeres hermosas. No deja de ser sintomático, pues, que apenas un año antes de embarcarse en su fructífera carrera como director, la principal encarnación del antimacho se burlara del macho por antonomasia en sus propias barbas.
Probablemente ninguno de estos hombres esté hecho a la medida de las mujeres. Por suerte no hay nada parecido a un catálogo de hombres en el que encontrar a gusto de la consumidora un ejemplar de megasexual (tras el macho alfa, el beta y el metrosexual, el megasexual es la última reformulación del hombre según las revistas femeninas, mezcla de lobo feroz y osito de peluche), o un Ryan Gosling, el varón trendy, ese tipo de héroe natural, agradable, de pocas palabras, que conecta tan bien con niños y perros, y al que las chicas adoran precisamente por ser así de inasible. A diferencia de los trajes de James Bond, los seres a medida no existen. O son de cartón piedra.
Por un lado, los hombres que han sido educados en los valores machistas están haciendo un enorme esfuerzo por sobrellevar y trabajar los cambios hacia la igualdad. Por otro, para las nuevas generaciones, todo esto es algo mucho más natural y fluido, y muy contrario a las etiquetas reduccionistas. Con la entrada definitiva del varón al ámbito doméstico, lidiaremos con cada vez más hombres afectados por el síndrome de la ama de casa. En cuanto a las mujeres, ganar más dinero que nuestros maridos y llevar el dildo en el bolso, ya se sabe, tampoco garantizan la felicidad.
El mejor invento del siglo XX no fue la tele, ni el coche, ni Internet, sino la mujer. Como en la tan celebrada reinvención de Bond, deberíamos esforzarnos por terminar la reinvención del hombre real. Podemos hacerlo mejor.