Por Salvador Izquierdo
Ilustración: Diego Corrales
Edición 462-Noviembre 2020
Es difícil no compararse. Los y las artistas lo hacemos todo el tiempo (¿a qué edad publicó/dirigió/exhibió su primera obra?, ¿cuántos premios ha ganado?, ¿cuántas páginas tiene su última novela?). Quizás, más que el asunto de la creatividad y la dificultad para hacer hasta las cosas más sencillas (escribir, por ejemplo), sea ese hábito de compararnos con otros lo que nos distingue del resto.
Una mujer de cincuenta y pico de años entra a una galería en Quito y pregunta por unos cuadros que le han llamado la atención. La encargada del espacio, una mujer en sus treintas, hermosa y con un tino especial para hablar con desconocidos, le comenta que son de la artista guayaquileña Pamela Hurtado. Ah, con razón, dice la mujer, claro, allá tienen otra visión, más abierta. A los pintores de acá les tapa la vista las montañas.
Hace poco saqué una publicación, pero como no soy escritor profesional al que las grandes editoriales (las dos que existen) le organizan charlas en las librerías comerciales locales, me toca hacer a mí mismo de todo, incluso el delivery. Nos ha hecho viajar este libro. Estuvimos en Cumbayá, Tumbaco, Puembo, Los Chillos, Pomasqui, en el barrio de San Marcos y hasta aquí a la vuelta de donde vivimos, por la avenida la Coruña. Repartiendo ejemplares. En Guayaquil también estuvimos un día. Fuimos a Ceibos, Urdesa, la Ferroviaria, al Centro, a la Nueva Kennedy y a la isla Mocolí. Algo que se me quedó grabado en la cabeza fue que, en Guayaquil, las personas que nos compraron los libros (muchas de ellas amigas o conocidas) nos recibían en persona, afuera de sus casas. Se percibía que, si no fuera por la pandemia, nos invitarían a pasar y tomar un vaso de limonada. En Quito las transacciones de entrega casi siempre eran con guardias; en Guayaquil operaba algo así como una “hospitalidad sureña”. He pensado en esa posible conexión entre el sur de Estados Unidos y el puerto principal del Ecuador porque resuenan las semejanzas, como la de las haciendas cacaoteras y las grandes plantaciones, los códigos antiguos inamovibles, el impulso independentista, la distinción, la segregación social mucho más pronunciada, pero también la hospitalidad y el encanto.
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