Edición 451 – diciembre 2019.
A los kurdos no les sirvió de nada resistir al Estado Islámico y ayudar a eliminar a Al-Bagdadi.
“Elegimos a un hermano para tener seguridad y, al elegirlo, cometimos un error que le costó la vida a nuestro emir, Abu Bakr al-Bagdadi, a quien Dios mantenga en nuestros corazones”. A comienzos de noviembre, cuando la noticia ya había dado la vuelta al mundo, el Estado Islámico confirmó la muerte del ‘príncipe de los creyentes y califa de los combatientes de la guerra santa’ y, de paso, reveló que su localización había sido posible porque alguien consiguió infiltrarse en su círculo íntimo y pasó la información sobre su escondite a los comandos estadounidenses que lo cercaron en los primeros minutos del domingo 27 de octubre. Rodeado y sin escape, Al-Bagdadi se suicidó.
Unos días más tarde se supo todo lo cruda, prosaica y terrenal que había sido la fuga de información: un agente kurdo infiltrado se sustrajo un calzoncillo del califa y lo entregó a los militares americanos, que extrajeron muestras de ADN con las que comprobaron que quien vivía en una casa de paredes altas y puertas reforzadas cerca de Barisha, un pueblo en el noroeste de Siria, muy cerca de la frontera con Turquía, era en efecto quien ese agente doble decía que era: el terrorista más buscado del mundo, Abu Bakr al-Bagdadi, quien entre enero y junio de 2014 había dirigido una ofensiva militar arrolladora con la que conquistó un territorio de unos 160.000 kilómetros cuadrados, en el que vivían algo más de ocho millones de personas, donde implantó un califato que no ha terminado de desaparecer ni siquiera con la muerte de su líder.
Aunque sólo le quedan unos pocos enclaves dispersos entre el noreste sirio y el noroeste iraquí, el Estado Islámico sigue en guerra contra “los infieles y los apóstatas”. Pero su prioridad es, ahora, acatar “los mandamientos del Mensajero de Dios, que ha recomendado al nuevo comandante de los fieles matar cuanto antes y llevar ante Dios a quienes permitieron que nuestro amado emir fuera localizado y asesinado”. El ‘nuevo comandante de los fieles’ es Abu Ibrahim al Hashimi al Qurashí, quien, de acuerdo con la versión del consejo de sabios de la organización, proviene del linaje del profeta Mahoma.
El agente al que hay que matar sin demora en cumplimiento de ‘los mandamientos del Mensajero de Dios’ pertenece a las Fuerzas Democráticas Sirias, una organización militar kurda que fue una aliada clave de los Estados Unidos en la lucha contra el califato. Fue así que, mientras en 2014 las tropas iraquíes y sirias se desbandaban aterrorizadas ante el avance de los feroces milicianos vestidos de negro del Estado Islámico, los combatientes kurdos resistieron con valor y defendieron sus territorios. Y después, ya en 2019, fue ese agente kurdo infiltrado quien proporcionó la información —calzoncillo incluido— con la que los comandos americanos pudieron eliminar a Al-Bagdadi. Todo lo cual no impidió que un mal día el presidente Donald Trump decidiera sacar a sus tropas de Siria y dejar al pueblo kurdo desprotegido ante el inminente ataque del ejército turco…
“Nos traicionaron…”
El 7 de octubre, en efecto, el contingente militar estadounidense del norte de Siria se retiró, y dos días más tarde, el 9, las tropas turcas cruzaron la frontera y enrumbaron directamente hacia las zonas montañosas de población kurda. (Los militares americanos en esa área no eran más de cincuenta o sesenta, pero su presencia disuadía cualquier ofensiva del ejército turco.) El objetivo de la operación, según lo declaró el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogán, es forzar a los kurdos a salir de una “franja de seguridad” de treinta y dos kilómetros de ancho en territorio sirio, en donde, según su plan, deben asentarse unos dos millones de sirios, refugiados de la guerra civil, que en la actualidad viven apiñados, al borde de la inanición, en campamentos asentados en suelo turco.
Erdogán desconfía de los kurdos sirios (en realidad de todos los kurdos) porque considera que, pese a ser aliados de los Estados Unidos, tienen nexos con el PPK, el partido de los kurdos turcos, de ideología marxista, una organización acusada de haber perpetrado decenas de actos terroristas. El pueblo kurdo, de cerca de treinta millones de personas, malvive repartido en territorios de cinco países (Turquía, Irán, Iraq, Siria y Armenia) y, a pesar de su lengua propia y de su cultura milenaria, su identidad nacional no es reconocida por el gobierno de Turquía, que describe a los kurdos tan sólo como “turcos de las montañas”.
La ofensiva turca, iniciada con bombardeos insistentes y consistentes contra cuarteles y campamentos de las Fuerzas Democráticas Sirias, fue tan masiva como ya lo habían predicho los líderes kurdos, a quienes la decisión de Trump de sacar de la zona las fuerzas estadounidenses les pareció “una puñalada por la espalda”. “Nos habían dado garantías de que no permitirían ninguna operación militar turca en la región”, según aseguró el portavoz kurdo, Kino Gabriel. Incluso senadores republicanos, tan dispuestos siempre a justificar las actitudes de su presidente, por excesivas o desastrosas que fueran, criticaron que hubiera dado luz verde al ataque kurdo en el norte de Siria.
Tan desmedida fue la ofensiva turca que, muy en contra de sus instintos, el presidente Trump tuvo que declararse “alarmado” e incluso imponerle sanciones económicas a Turquía. Sanciones que, sin embargo, fueron tramposas: le elevó los aranceles a las importaciones de acero turco, que son de sólo cincuenta millones de dólares por año, y suspendió las negociaciones de un acuerdo bilateral de comercio por hasta cien mil millones de dólares, negociaciones que ya no estaban avanzando. Con todo lo cual el presidente Erdogán se sintió con las manos libres para proseguir el ataque.
El peligro mayor

La inmensa mayoría de quienes se asentarán en las zonas que están siendo despejadas por las tropas turcas serán sirios que desde marzo de 2011, cuando empezó la guerra civil en su país, huyeron cada vez más hacia el norte, hasta cruzar la frontera con Turquía. Erdogán no los quiere ahí y siempre anunció su intención de repatriarlos en cuanto terminara la guerra. Pero la guerra sigue sin terminar, a pesar de que ya es indudable cuál será su final. Y es que, debido a la intervención cada vez más caudalosa de Rusia e Irán y al creciente desentendimiento estadounidense del Oriente Medio (excepto de Israel, país al que sigue protegiendo, y de Arabia Saudita, país al que sigue tolerando), más temprano que tarde la ganará el gobierno de Bashar el Asad. Pero el presidente turco ya no quiso esperar. Y atacó.
Es previsible que, al volver a su país, muchos sirios se sentirán en el derecho de expulsar a los kurdos, incluso de las regiones en que han vivido generación tras generación, lo que podría derivar en una limpieza étnica de dimensiones espeluznantes. Y si se sienten respaldados por el ejército turco, la matanza podría empezar muy pronto. Para los líderes kurdos, la decisión del presidente de los Estados Unidos fue una “traición que nunca nos esperamos”, sobre todo porque en 2014, cuando los milicianos del Estado Islámico avanzaban sin freno hacia los pozos de petróleo del norte de Iraq, fueron los combatientes kurdos quienes los enfrentaron cuerpo a cuerpo, defendiendo sin claudicaciones sus tierras ancestrales, lo que evitó que los americanos tuvieran que enviar a sus propios soldados.
Una limpieza étnica es, desde luego, el mayor de los peligros derivados de la ofensiva militar turca. Pero hay otro peligro: el 13 de octubre, cien horas después de empezado el ataque, los dirigentes kurdos comenzaron a negociar con el gobierno sirio de Bashar el Asad un acuerdo —que ya habría sido firmado— para unir sus fuerzas contra los turcos. Esa conjunción implicaría, en la práctica, abrir un nuevo frente en la interminable y feroz guerra civil siria, que está por cumplir nueve años y que, de acuerdo con las cifras más confiables, las del Observatorio Sirio de los Derechos Humanos, ha causado ya cuatrocientos mil muertos, un millón de heridos y diez millones de desplazados.
Si se abriera ese nuevo frente de guerra, no sería descartable (al contrario: sería casi inevitable) que los milicianos kurdos de las Fuerzas Democráticas Sirias cambiaran de bando y, en lugar de seguir siendo aliados de los Estados Unidos, entregaran su lealtad a Rusia. Nada menos. Y es que, cada día más, detrás de Bashar el Asad está el gobierno ruso del presidente Vladímir Putin, cuya posición geopolítica y estratégica en el Oriente Medio se reforzaría de manera inmediata y substancial si pusiera al pueblo kurdo dentro de su órbita de influencia.
Una larga búsqueda

Por ahora, no obstante, la lealtad kurda sigue estando con los Estados Unidos. Fue así que, a pesar de la “puñalada por la espalda”, los servicios kurdos de investigación y espionaje fueron los que rastrearon y encontraron a Abu Bakr al-Bagdadi, a quien los americanos buscaron sin tregua y sin éxito durante más de dos años, desde julio de 2017, cuando las tropas iraquíes recuperaron la ciudad de Mosul, donde el Estado Islámico había proclamado su califato en junio de 2014. Según su propia versión, agentes kurdos se pusieron a buscar a Al-Bagdadi a mediados de mayo de 2019 y a finales de septiembre ya tenían localizada su casa.
La CIA habría recibido esa información a comienzos de octubre, pero pidió a los kurdos alguna prueba incontrastable de que el habitante de esa casa, ubicada en la provincia de Idlib, a seis kilómetros de la frontera de Siria con Turquía, fuera en realidad Al-Bagdadi. Fue entonces cuando el agente infiltrado se sustrajo el ahora célebre calzoncillo del califa, del que fueron extraídas las muestras de ADN que erradicaron toda duda sobre su identidad. Y el domingo 27 los comandos estadounidenses rodearon la casa y conminaron al jefe del Estado Islámico a rendirse. Pero Al-Bagdadi se negó.
Es probable, casi seguro, que la orden que tenían los comandos era matar al califa, tal como hicieron el 2 de mayo de 2011 con el líder de la red Al Qaeda, Osama bin Laden, quien se había refugiado en la ciudad de Abbottabad, en el norte de Pakistán, cerca de la frontera con la India. Según la versión oficial estadounidense, Al-Bagdadi se negó a entregarse y trató de huir por una extensa red de túneles construida bajo su casa. Pero, al sentir que toda resistencia era ya inútil, detonó la carga de explosivos que llevaba adherida al pecho. Su cuerpo quedó despedazado, pero pudo ser identificado por los comandos gracias a las muestras de ADN que también habían servido para su identificación previa. Después, sus restos —como los de Bin Laden— fueron arrojados al mar.
El anuncio de su muerte lo hizo Trump con su habitual rudeza y falta de tino: “murió como un perro, murió como un cobarde”, pues, según su versión, cuando intentó escapar “corrió hacia un túnel sin salida, sollozando, gritando y llorando todo el camino”. En los días siguientes, ya en plena ofensiva turca contra los campamentos de las Fuerzas Democráticas Sirias, el presidente de los Estados Unidos se empeñó en tratar de minimizar la participación de los kurdos en la localización de Al-Bagdadi, para restarles importancia como aliados. Según las palabras de Trump, la información que proporcionaron fue “útil”, pero no intervinieron en la acción militar, “que fue cien por ciento nuestra”.
¿Qué harán después?

Los comandos americanos permanecieron en la casa de Al-Bagdadi algo más de dos horas, durante las cuales incautaron toda la información —en papeles y computadoras— que encontraron y se la llevaron en los helicópteros bimotores utilizados en la operación. Después, aviones de combate lanzaron misiles a la casa y la destruyeron por completo. Todavía no se sabe —y tal vez no llegue a saberse nunca— cuán valiosa fue la información recogida. Y tampoco se sabe —pero eso se sabrá pronto— cuál será la reacción del Estado Islámico, o lo que queda de él, por la muerte de su líder.
La primera posibilidad es que el impacto emocional de esa muerte sea demoledora y que, sintiéndose vencidos y sin guía, los combatientes del Estado Islámico se dispersen, vuelvan a sus países y entierren sus armas o, en todo caso, se incorporen a otro grupo armado islámico radical, como Al Qaeda. La segunda posibilidad, que parece la más probable, es que se reagrupen con rapidez, restañen sus heridas anímicas, identifiquen los fallos de seguridad que permitieron la localización de Al-Bagdadi e intenten dar lo antes posible una demostración de fuerza, con un atentado terrorista de venganza. El caos que sigue reinando en Siria, ahora acrecentado por la ofensiva militar turca, es un ambiente propicio para rearmarse con prontitud y volver al ataque.
Por ahora, el Estado Islámico ya tiene un nuevo jefe, Abu Ibrahim al Hashimi al Qurashí, aunque no es seguro que ese sea su verdadero nombre. Al llamarlo ‘Al Qurashí’, el consejo de sabios de la organización pretendería vincularlo con el clan de los qurashíes, al que perteneció Mahoma en su ciudad natal de La Meca, para así otorgarle legitimidad como califa, es decir como sucesor del Profeta. De cualquier manera, el flamante líder ya está en funciones, en la clandestinidad, por supuesto, y ya está siendo buscado por los servicios estadounidenses de inteligencia. ¿Volverán a colaborar los kurdos?
De acuerdo con los portavoces del Pentágono, “que salgamos de Siria no significa que abandonemos a los kurdos”. Esa es la versión oficial. Pero la reacción kurda a la luz verde que Trump le dio a Erdogán para la ofensiva militar turca fue de desconcierto e indignación. Y también en Arabia Saudita e Israel, los dos países aliados de los Estados Unidos en la región, fue notorio el sentimiento de desánimo e inquietud que cundió por la escasa fidelidad del gobierno americano actual con sus compromisos de defensa y cooperación. La red de alianzas de los Estados Unidos a lo largo y ancho del planeta está deshilachándose de forma muy rápida y acaso irreparable. De todo lo cual se benefician Rusia y China. La ‘puñalada por la espalda’ a los kurdos salvó los nexos estadounidenses con Turquía, pero, en el balance histórico, es muy probable que no haya sido la decisión correcta. En fin. Lo que sí está claro ya es que cada día el mundo mira con más suspicacias y recelos a Donald Trump. Algo muy entendible, por cierto.