“¿Con qué Beatle te identificas?” Durante décadas esta pregunta ha sido la versión pop de la prueba de Rorschach. En 2001 la muerte de George Harrison, a los 58 años, demostró que millones de personas mantenían vínculos mentales con el recluso que casi nunca abandonaba su jardín de 33 acres.
Por Juan Villoro*
Como el Che, George decidió las barbas de una generación. Además, abrió la principal ruta de la meditación y las especias del siglo XX: convenció a los otros Beatles de ir a India, reveló que de las expediciones iconoclastas se regresa con bigote y que los músicos que eran más famosos que Jesucristo ¡necesitaban un gurú!
“Teresa Quiñones me amaba porque tenía la costumbre de mirarla en silencio cuando ella discurría sobre la disolución del yo”, con esta frase comienza un relato de Cristina Rivera Garza. George suscitó un afecto semejante; sabía admirar a los otros tres; fungía como nuestro enviado especial a los portentos. Su minoría de edad obligó a que el grupo interrumpiera sus conciertos en Hamburgo, y algo de esa novatez quedó en la conducta del guitarrista. Su perfecto corte de pelo delataba al primer fan del grupo. Nunca nadie logró parecerse tanto a un Beatle como George. Cuando tuvo oportunidad de lucirse con un solo en When my Guitar gently Weeps, le pasó la tarea a Eric Clapton. Y sin embargo, pertenecía al círculo de iniciados: era obscenamente común, ¡y estaba dentro! En el test de identificación Beatle, Harrison representa un delirante triunfo de la normalidad. Como a otro célebre jardinero, el protagonista de Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, le bastaba “estar ahí” para tener un destino excepcional.
Aunque compuso Taxman en 1966, su talento tardó en aflorar. Su obra capital, el álbum triple All Things Must Pass, pertenece a la etapa posbeatle y apareció con perturbadora proximidad a la ruptura, como si el guitarrista ofreciera las cintas archivadas por la indiferencia del poderoso binomio Lennon-McCartney.
De manera típica, fue quien mejor usó su prestigio de Beatle para apoyar causas ajenas al conjunto. Promovió el sueño naranja de los hare krishnas, salvó al cine británico en años de penuria con la producción de tres películas de culto (La vida de Brian, Bandidos del tiempo y Mona Lisa), e inició la filantropía de alto volumen con el concierto para Bangladesh.
George tenía algo de Beatle accidental; vio en silencio a John, Paul y Ringo, y quizá practicó sus ejercicios de respiración al ver a Yoko. Cuando le tocó hablar, propuso ¡la disolución del yo! El testigo privilegiado de la fama usó su repentino protagonismo para disolver las individualidades en karma positivo. La segunda fase beatle de George se rigió por el timbre de la cítara y la búsqueda de una razón trascendente, una rueda del destino ajena al hit–parade. Identificarse con esta etapa de su vida exige militancia espiritual o por lo menos curiosidad para probar semillas y zonas de energía. John era más exigente: nos desafiaba a descubrir que el mensaje cifrado en Revolución No. 9 significa que tiene un mensaje cifrado.
Aunque nunca abandonó por completo la escena y participó con Bob Dylan y Roy Orbison en los Travelling Willburys, Harrison dedicó lo mejor de sus últimos años a cultivar su jardín. De golpe algo lo afectó en forma distinta y empezó a decir que había sido relegado en los Beatles.
Su muerte dejó la sensación de vacío de A Day in the Life: “¿Cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall?” Otra canción de entonces adquirió un aire de negra profecía: When I’m Sixty Four. Recuerdo una caricatura de 1967 o 68 en la revista mexicana Pop, en la que los Beatles aparecían con las papadas y las calvas que tendrían a los 64. En su momento, el dibujo fue una burla divertida; ahora representa la tercera edad a la que no llegaron dos de los Beatles.
En su lecho de muerte, George pronunció el mantra que escogió desde que se supo enfermo de cáncer. El mejor de sus discos alude a la evanescente sustancia del tiempo: “Todas las cosas tienen que pasar”. A pesar de su resignada calma, se fue sin apagar la luz ni aclarar cuántos agujeros necesitamos para llenar el Albert Hall.
Los criminólogos aplican la prueba Harrison para saber si el sospechoso ha disparado un arma de fuego; es la memoria de la muerte en las huellas digitales. En la cultura de masas, se usa otra prueba: “¿Con qué Beatle te identificas?”. Hay un genio lunar, un genio solar, un narizón de carisma y el muchacho que quería pertenecer a los Beatles. George Harrison pretendió que uno de nosotros mereciera la singularidad. Extrañamente, lo consiguió.
* Escritor mexicano, autor de novelas, cuentos, ensayos, guiones de cine y crónicas imborrables. Ha ganado varios premios internacionales. Es, sin duda alguna, un sólido referente de la actual literatura latinoamericana.