La pedagogía de la solidaridad: ser escuela en tiempo de pandemia

Diners 462 – noviembre 2020.

Por Paulina Simon Torres
Ilustraciones: Paco Puente

Solo algo antes de que empiecen a leer: los maestros del Ecuador están atravesando un momento tan duro como el que atreviesan sus estudiantes. Esto no es una exageración ni una muestra de empatía. Es lo que dice una docente que tiene dos hijos de un lado de la pantalla y 150 alumnos del otro.

Tengo un unos pocos libros sobre mi escritorio. El documental: historia y estilos de Barnouw; el Tratado de dirección de documentales de Rabiger; Harry Potter 2; un manual de lectoescritura; el cuadernillo de motricidad fina; un compendio de actividades de matemáticas para cuarto grado; un montón de fotocopias con letras, sílabas, decenas, unidades y centenas. También tengo un libro de recetas fáciles, un lápiz de labios a lado de la computadora y dos pares diferentes de aretes con los que disimulo el uso de pantalón de pijama y pantuflas, como toda buena teletrabajadora. Tengo, además, dos goteros con medicina a la que le he encargado por completo mi ansiedad y un vasito con marcadores de colores y bicolores con los que corrijo y me siento las tardes de domingo a diagramar calendarios semanales, listas de actividades para cada miembro de la familia, lista de compras, de tareas domésticas, el menú de la semana y los horarios en los que hay que conectarse a cosas en las que los demás no deben interrumpir. Estamos a finales del año covid-19 y, aunque parecía impensable, ha iniciado otro año lectivo, tanto para mis hijos en su vida escolar como para mí en mi vida de docente.

Después de tortuosas consideraciones decidimos seguir con nuestros hijos un programa de escuela en casa. Contraria a mi deseo de tener un año sabático aprendiendo de pollos, perros y huertos, cedí frente a la idea de seguir con una educación formal, y también quise evitar un pase de año imposible.

Mis hijos no son dóciles, no quieren estar en casa y se rebelan frente a la idea de que sus padres sean sus profesores. Recuerdo que tuvieron que ir a la guardería siendo muy jóvenes y vivimos meses de adaptación en los que sus brazos y piernas eran una ventosa abrazada a mi cuerpo en un llanto incontenible antes de ceder y soltarse y pasar de mi cuerpo al cuerpo de sus maestras; pero hoy son seres sociales que rememoran a diario su rutina en el bus, en el recreo, sus amistades, sus rivalidades, y me dicen esto: ¡No quiero!, ¡Así no se hace en la escuela!, ¡Tú no eres mi profe!, y otro tipo de expresiones que prefiero no replicar. Yo trato de hacerles entender que no es mi voluntad ser su maestra, es la voluntad de la covid-19. No fui yo, por capricho, quien los arrancó de la escuela: esto es, para mí, daño colateral.

Tengo otros 150 alumnos que saben leer y escribir (casi todos), preferiría ocuparme de ese trabajo solamente, pero tampoco es posible. Esta es la situación actual, no quiero ser una impostora de maestra. Quiero al menos compartir con ellos, más allá de la vida cotidiana, nuestro humor variable, los días grises y la frustración, la alegría de leer, el placer de escribir, los nombres de las montañas, las capitales de los países que ojalá algún día puedan conocer. Sin embargo, no somos buenos con las rutinas, amamos la libertad de ejercer nuestros placeres en el tiempo que tenemos. Pero esa lógica ya no sostiene una casa/escuela/universidad. Entonces empapelo la refri, los baños y las paredes de calendarios, horarios, listas hechas con marcadores de colores para que parezcan más amigables, y me vuelvo la guardiana (amargada) de que todo el mundo lleve su día a día acorde a lo señalado.

Siento que se me va la vida entre organizar mis clases, sus clases, la comida y cualquier otro intento de vivir. Cada semana me levanto más temprano y me acuesto más tarde. Estudio sobre las etapas de desarrollo, el cerebro del niño; trato sin ningún éxito de entender los libros escolares que el ministerio tiene en su página web, de acceso libre pero con unas gigantescas marcas de agua que prohiben su venta y limitan su lectura. Mientras, hago una certificación sobre las nuevas metodologías de enseñanza y herramientas virtuales para enseñar a universitarios deprimidos cuya resistencia a estudiar en línea hace que mi trabajo se perfile más hacia el de una youtuber que al de una profesora.

Es muy probable que para mis alumnos la clase magistral de una señora que se apasiona y habla sin parar no tenga ningún sentido. Vivimos, según Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, la cuarta revolución industrial en la que las tecnologías definirán para siempre el modo de trabajar, comunicarse y educarse. Pienso en Portraits, una serie de documentales hechos por el francés Alain Cavalier en los ochenta, en los que retrató a mujeres que ejecutaban oficios manuales en vías de extinción: la bordadora, la colchonera, la hilandera, la florista. Me pregunto si a mis hijos les sirve María Montessori y su pedagodía revolucionaria de los cincuenta en 2020: encerrados en su casa, solos. Presencial o no, el mundo ha cambiado y los maestros, como los conocíamos, también estamos en vías de extinción. Me aterra la idea de haber llegado a un momento en el que me siento incapaz de enseñarles algo a mis hijos de manera presencial y nada a mis alumnos de manera virtual.

Este temor lo comparto con al menos una decena de maestras con las que converso desde marzo: casi todas madres o cabeza de familia y cabeza de sus negocios porque, dada mi propia condición, me intriga comprender a las personas que en este momento sienten el peso del mundo. Aunque muchos maestros varones me han hablado de las dificultades de su labor, he decidido construir esta vez un diálogo de mujeres, inspirado en un panorama global, en el que somos las más afectadas porque a nuestro empleo se ha sumado una enorme carga que es la de las labores de cuidado, que no son remuneradas y una casi esclavitud a lo doméstico, sin horarios, sin salario y sin fin. Según la información recopilada por la Comisión Económica para Amércia Latina y el Caribe (Cepal) y ONU Mujeres, antes de la pandemia, las mujeres en esta región ya dedicaban el triple de tiempo que los hombres al trabajo de cuidados no pagados y, en este lapso, debido a las medidas de confinamiento y distanciamiento social, esa situación se ha agravado y estas instituciones alertan a los gobiernos locales.

*

Carol tiene un hijo universitario, una hija en bachillerato y dirige un centro infantil que ha vivido la deserción de la mayor parte de su alumnado. Gilda es madre de una niña de cinco años y maestra de más de treinta adolescentes de un colegio en Guayaquil, para quienes trabaja de forma personalizada. Soledad, docente de la Universidad Central, traduce todos los aprendizajes de sus materias al ámbito de la vida, la familia y el barrio de sus alumnos para, así, integrarse a sus vivencias reales y enseñarles algo que les sea útil luego de este tiempo. Fernanda, dos hijos de seis y diez años, da clases virtuales en un colegio privado de Quito a chicos de trece a dieciséis, entre ellos algunos con dificultades de aprendizaje. Tania, profesora en una escuela de Quito, trató durante las vacaciones de estudiar lo suficiente para hacerse cargo de la educación de niños de tercer grado sin afectar su salud, como ya le sucedió en el fin de año escolar pasado. Cuando puede Anita, de una escuela pública en Ambato, paga recargas a los celulares de las mamás de sus alumnos para que puedan enviar sus tareas por WhatsApp.

Todas tienen en común un aire maternal, ¿no? Cuando me hablan de sus alumnos dicen: “Mis chicos”, “Mis gordos”, “Mis pequeños”, y en esa lógica de los cuidados, todas, sin importar si trabajan en colegios públicos, escuelas privadas, en preescolar o en la universidad, coinciden en estar siempre preocupadas por la estabilidad emocional de sus estudiantes. En todos los niveles socioeconómicos estas maestras están de cara a alumnos que han sufrido pérdidas de familiares con la covid-19, sin mencionar que muchos de ellos también se han contagiado porque tienen que salir a trabajar, alumnos cuyos padres han perdido el trabajo, alumnos en cuyas casas los padres trabajan demasiado y no les pueden ayudar. Dar clases de modo virtual y en este tiempo implica entrar también en los hogares, saber que un estudiante es hermano mayor y que tiene que cuidar a los menores mientras los padres trabajan; saber que hay hogares que han sufrido y sufren pérdidas a diario desde hace seis meses.

Tania se quebró el día que, revisando su clase grabada el día anterior, se dio cuenta de que había una niña que lloró todo el tiempo, pero ella no lo notó porque las cámaras no siempre son buenas, porque son muchos, porque tiene los micrófonos muteados, porque simplemente un cuerpo virtual no es un cuerpo, en especial si tiene siete años y está sentado toda la mañana frente a una computadora.

El rol de los cuidados está presente en todas las edades, desde estudiantes de maestría con los que trabaja Soledad en el IAEN (Instituto de Altos Estudios Nacionales) y que necesitan clases enteras para comprender cómo funciona la plataforma (porque no son nativos digitales) hasta los niños de tres a cinco años a los que visita Carol en sus casas para poder brindarles el contacto físico y emocional que no les pueden brindar sus padres porque, sí, están ocupados teletrabajando.

Los mandamientos esenciales de la educación deberían comprender metodologías basadas en la solidaridad y el ejemplo: algo que de todas formas hacen los maestros cuando ponen su cuerpo, su casa, las paredes de su cuarto, la estabilidad de su familia,
el ram de sus computadoras, la memoria de sus teléfonos (aunque no les hayan pagado hace tres meses)…

Carol y las maestras de su centro visitan a los niños y se sientan con ellos a jugar. ¿Quién tiene tiempo para eso? El tiempo corre y, según el Ministerio de Educación, hay que estudiar cinco libros de trescientas páginas cada uno desde septiembre hasta julio. Es verdad que la niñez es la época más fértil para aprender, pero, ¿y el juego? Esas maestras en persona, en línea o incluso por WhatsApp, además de hacer su trabajo, juegan, chatean, comparten fuera del horario escolar para asegurarse que al día siguiente “sus chicos” puedan continuar.

Fernanda, mi cuñada, que es una de las educadoras con mayor vocación y compromiso que conozco, se dedicó durante meses a capacitar a docentes de escuelas públicas en el uso de herramientas teconológicas. Desde lo más elemental, el uso de WhatsApp, hasta las plataformas de Zoom, Teams, Meets, etc. Ella es capaz de transmitir simultáneamente la gravedad de la situación y el optimismo de estar frente a una era de cambio.

Puede que este sea un momento dramático para la educación en el Ecuador por los elevados índices de deserción escolar: en América Latina, antes de la covid-19, eran del 12 % según la Revista Iberoamericana de Educación. Y, dice Bernt Aasen, director regional de Unicef para América Latina y el Caribe: “Si se extiende más el cierre de las escuelas (90 % están cerradas en toda la región) hay un gran riesgo de que los niños y niñas se queden atrás en su curva de aprendizaje y que los más vulnerables no vuelvan a regresar a las aulas”.

El Ecuador es un país relativamente alfabetizado. Según la Unesco, hasta 2017 la tasa de alfabetización era del 92,83 %. Es crucial que la brecha tecnológica y económica no revierta esos números. Es ahí cuando Fernanda es optimisma y habla desde su experiencia de ser una profesora con vocación. Ella cree con firmeza que los docentes, a pesar de las condiciones que enfrentan actualmente, necesitaban algo que los remueva, algo que los obligue a cambiar sus discursos, sus actividades repetidas durante años, y que empiecen a activar nuevas metodologías inspiradas en la solidaridad.

No todo está perdido. La docencia, además de ser un oficio de cuidado, es una profesión con una vocación de servicio. Mientras Tania juega con sus alumnos vía Zoom y trata de nunca más estar desatenta a una niña que necesite llorar en una clase, Fer se da modos para acompañar a su hijo de seis años en sus clases virtuales, mientras pasa lista del estado emocional de cada uno de “sus” adolescentes.

Yo me encierro con mis hijos a leer Harry Potter, mientras su papá da clases, y su papá se encierra con ellos a repasar las tablas, mientras yo estoy en clases; pero cada cierto tiempo aparecemos atrás de la cámara dejándoles saber a nuestros alumnos que, además de hacer todo lo posible por enseñarles algo, tenemos hijos que están ahí porque todos estamos ahí, aquí, y es imposible pretender que no es así.

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Los mandamientos esenciales de la educación deberían comprender metodologías basadas en la solidaridad y el ejemplo: algo que de todas formas hacen los maestros cuando ponen su cuerpo, su casa, las paredes de su cuarto, la estabilidad de su familia, el ram de sus computadoras, la memoria de sus teléfonos (aunque no les hayan pagado hace tres meses) con tal de transmitir un mensaje que mantenga alfabetizado al país; con tal de ser un puente para que sus alumnos sigan en contacto con un universo de posibilidades y no solo de tragedias. Si nuestros alumnos ven ese ejemplo de constancia a pesar de todo lo adverso, sabrán que la educación es importante, pero que ser seres humanos es más importante aún.

(¿Cuál es el ejemplo del Estado? Rebajar los presupuestos de salud, educación y cultura. Hacer que la Policía Nacional reprima con violencia a médicos impagos. Hacer que nos enfrentemos entre nosotros, que la precariedad laboral lleve a los hogares al colapso, que una maestra deba dedicarse en sus “horas libres” a vender comida preparada, que una madre deba dejar de trabajar —sin ser liquidada ni amparada por la ley— porque no tiene con quien dejar a sus hijos que estudian en casa).

He hecho una lista muy breve de preceptos que, junto a la tareas domésticas, horarios y demás, está pegada en la refri. Junto a “Educa con el ejemplo”, está “Haz siempre lo mejor que puedas”. Los leo todos los días y trato de aplicarlos al tiempo que dedico a repasar al abecedario con mi hijo, al tiempo que dedico a mis alumnos tratando de no ser el mismo disco rayado de siempre.

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Las pedagogías de la solidaridad que nos resultan tan distantes se resumen de manera sencilla: el otro (casi todos los otros) está haciendo lo mejor que puede con los recursos que tiene. Un maestro que entiende que su alumno hace lo mejor que puede cuando se conecta desde un celular sin cámara. Un padre de familia que entiende que los maestros de sus hijos hacen lo mejor que pueden; sin generalizar y decir en redes sociales que los maestros somos unos vagos. Un hijo que comprende desde una tierna edad que sus padres y sus maestros hacen lo mejor que pueden, aunque a veces no puedan jugar con ellos.

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¿Cuándo llegará el día en que el Estado decida finalmente hacer lo mejor que puede?

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Soledad, docente de la Universidad Central, dice con firme entusiasmo algo tan simple como verdadero: “La educación es fundamental para el ecuatoriano” (¿Para quién no?). Sabe que, detrás de cada estudiante hay una familia, una familia entera, que hace el mayor esfuerzo posible para tener en un egresado en casa, acaso el primero, acaso su única esperanza.

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