La Palma dibujada

Por Diego Pérez Ordóñez

Hay ocasiones en que la literatura puede jugar a reemplazar la geografía. En esos momentos la pluma y los mecanismos de la ficción —el juego de espejos entre la realidad y la mentira, la verosimilitud o lo insólito de los personajes, el desarrollo y la tensión de la trama— inventan mundos desde cero, rediseñan ciudades íntegras o redescubren continentes olvidados desde tiempos remotos.

Imaginar ciudades mediante el uso de la maquinaria de la memoria cuenta con una tradición muy nutrida. Charles Dickens nos dejó un Londres plúmbeo y gris, reflejo de muchas de las miserias de la era victoriana y de las inequidades de la Revolución industrial, que luego devino en capitalismo. Unas décadas después Virginia Woolf retrató su ciudad en un día particularmente frío. Con el pretexto de salir a comprar un lápiz, emprendió un largo paseo por la ciudad, reparó en las aguas refulgentes del Támesis y almacenó Londres en su reminiscencia. Se sabe que los bombardeos alemanes y los vestigios de las ruinas de la ciudad que amaba influyeron decisivamente, poco después, en su decisión fatal. “Qué hermosa es entonces una calle de Londres —nos cuenta— con sus islotes de luz y sus bosquecillos de oscuridad, y a uno de sus lados, tal vez, unos espacios salpicados de árboles, en los que crece la hierba, donde la noche se repliega sobre sí para dormir de forma natural”. James Joyce volvió a fundar Dublín y luego la trazó de vuelta John Banville, mediante su alter ego Benjamin Black. Susan Sontag recreó la Nápoles borbónica, la dotó de un volcán con carácter de protagonista, añadió un triángulo amoroso no muy equilátero y, de paso, borroneó un tratado sobre los apasionamientos del coleccionismo. Javier Marías, con apenas una máquina de escribir análoga, trazó una villa y corte de Madrid poblada de espías, de mirones, de cómplices y encubridores.

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