Por Anamaría Correa.
Ilustración: María José Mesías.
Edición 467-Abril 2021.

“Morimos con los que mueren: ved, ellos se marchan, y nosotros nos vamos con ellos… Es verdad que nos vamos con ellos, en el primer instante al menos. Queremos acompañarlos, seguir en su dimensión y en su senda, que es ya el pasado; sentimos que nos abandonan, que han emprendido otra aventura y que somos nosotros los que quedamos solos, avanzando por el oscurecido camino que no les interesa y del que han desertado; y como no podemos ir detrás o no nos atrevemos, volvemos a nacer y a dar unos titubeantes pasos, se nace cada vez que se sobrevive a alguien cercano, cada vez que se produce una baja y esta tira de nosotros pero no logra arrastrarnos por la garganta del mar que la ha engullido”.
Javier Marías, Berta Isla.
Así es la vida, esa orfandad real que sufrimos algunos por la ausencia del padre, pero la vida también es esa otra orfandad, la progresiva que nos acecha cuando los años pasan y nos van dejando huérfanos aquellos que constituyeron los pilares de la vida como la conocíamos.
Recuerdo en la infancia sentarme, atónita y maravillada, a escuchar las discusiones fundamentales y filosóficas de mis tíos. Con vehemencia y altas dosis de histrionismo, hablaban de Dios, de su existencia e inexistencia (a pesar de que todos ellos sí tenían la fe del carbonero que yo no tengo), hablaban del comunismo y del imperialismo, de la Cuba castrista y su futuro. ¡Se exaltaban, volvían a sus argumentos, los tejían y se enfurruñaban! Eran conversaciones apasionadas en las que se alzaban las voces y se escuchaban verdaderas disertaciones de sabiduría. Por eso, yo, niña de siete u ocho años, siempre buscaba un sitio donde participar silenciosa. Ahí sentada e invisible, era la oyente asidua de los diálogos del siglo.
Eran los tíos maternos y paternos, los que constituyeron los personajes protagónicos de esa inmensa tribu de la infancia, a quienes miraba con la admiración de una niña asombrada. Esa fascinación y curiosidad mía frente a los intelectos en marcha me mantenía en vilo. No me hubiera perdido alguna de esas inmensas charlas por los días de la vida. Eran la materia prima de la infancia que forjó más y más curiosidad por las grandes preguntas existenciales y las dudas acerca de nuestra pequeña vida.
A lo largo de la infancia, todos estos personajes, eran unos gigantes eternos. Gigantes en sapiencia y gigantes en ternura. Además, eran muchísimos: trece en el lado de mi mamá y siete en el lado de mi papá, y eso sin contar con los tíos políticos que se volvieron de la sangre misma. Eran parte de la vida, con sus encuentros y desencuentros, con sus bromas constantes, con el calor de la generosidad que compartían con sus sobrinos.
Imposible imaginar que, años después, tendríamos que despedirnos de ellos, uno por uno, y que quedarnos en el mundo vacío, sin el ruido maravilloso de sus anécdotas, de la riqueza de sus historias, del volumen de su vehemencia al conversar, de la carcajada y la manera tan singular que tenía cada uno de ellos de hilvanar una historia de una forma tan increíble, que tú te sentías parte de esa anécdota relatada.
Ahora que hemos despedido a uno más de ellos, el tío Eduardo Crespo, ha vuelto el vacío. También ha vuelto el terror de encontrarme, nuevamente como Marías escribe, en tránsito hacia el renacimiento. Imaginando el nuevo mundo que llegará, más opaco y más vacío, cuando todos ellos terminen de despedirse y solo quede la tarea de reinventarse con la nostalgia del recuerdo del mundo vivido, que jamás retornará.