Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edicón 452 – enero 2020.
Un buen tipo el director. Un hombre solitario y adusto, como su traje, como su parsimonia. Siempre distante aunque está a pocos metros, porque es de la estirpe de aquellos personajes que por algo inexplicable, siendo invisibles, se los ve. Espectros, como la gente accidentalmente captada al fondo de las fotos.
Algo así como es mi caso. El director debe haberse percatado de ello, pues, además de ubicarme en el sitio perfecto —una especie de trinchera entre altos archivadores que me separan del equipo de mecanógrafos—, me ha convertido en su confidente. Usted me recuerda intensamente al muchacho que fui, me dijo una de las primeras tardes que me convocó a su despacho: incluso a su edad también yo intentaba escribir. Tenía tantas cosas que necesitaba evacuar, pero al escribirlas se me atascaban o se me volvían pueriles. Ese es mi caso, justamente, le dije sin abrir la boca, como es mi costumbre.
Usted no se imagina lo que es vivir sumergido en datos caducos, en tarjetas kardex, en archivos inservibles. Es como vivir ahogado entre cajas de zapatos llenas de fotos de gente antigua y desconocida. Como vivir enterrado en huesos y gasas de una guerra que nadie sabe de dónde provino o si por lo menos se llevó a cabo. Cosas así, me decía el director, sin haber bebido un trago. El teléfono le resultaba un cordón umbilical ya raído que lo tenía cada vez menos atado al inasible dédalo que era la Dirección del Archivo Nacional, como decir, los dominios de Dios. De vez en cuando recibo consignas remotas de otros jefes y supervisores sin nombre y que casi nunca cumplen con la promesa de visitar esta reserva, me decía. Lo más atesorado por él estaba delante suyo: el rectángulo de vidrio polarizado que era su torre de control.
Me subyuga observar al equipo de mecanógrafos en su tecleo perenne, decía. Es como un equipo de mineros que van dejando la vida en el unánime acto de asestar el pico en la roca milenaria. Ese es el medio y el fin. Mírelos, escúchelos, su tecleo rudimentario que ni siquiera espera el hallazgo, el destello del metal precioso. ¿Cree usted que han olvidado la inutilidad de su esfuerzo? ¿Siente el polvo? Me pregunta, convidándome a un tabaco de su pitillera de lata negra.
Me place escucharle esto, licenciado, le diría. Desde el primer día no pude impedirme de cerrar los ojos a tanta desdicha sincronizada, le diría. Y le contaría que en ciertas ocasiones, subrepticiamente, pernocto en este limbo para proseguir mi tecleo propio. Y que en la madrugada deambulo entre escritorios y archivadores como un pirata fantasma en su hundida nave, mientras me va ganando la tentación de acercarme a los escritorios y abrir sus gavetas para permitirme una ruindad: constatar que cada día, desde su juventud perdida, todos escriben una misma sola frase. El riesgo del horror me lo ha impedido, más que mi rectitud, le diría.
Como un capitán en altamar me invita hacia su oteador. Mírelos. Mientras pueda, mírelos. A veces se me ocurre pensar que todo esto ocurrió hace tiempo y que en la sala de mecanógrafos no hay nadie. Que quizá me he quedado totalmente solo en ese pretérito.
Qué cosa curiosa, licenciado, le diría. Hasta podría mostrarle que hace pocas noches escribía que usted mismo es algo así como un pez martillo fosilizado en un cubo de resina, le diría. Pero no le digo sino otra cosa como siempre desfasada: “Lo raro es que no se suicidan”.
Quién hubiese imaginado que el director era un mentecato travieso y, no sé hasta qué punto, nefando. Una tarde, con noche incluida, como ante un videojuego, nos pasamos perfilando el orden más justo en el que se debería dar muerte a todos los mecanógrafos.