
Hace diez años escribí un reportaje sobre la Orquesta Sinfónica Juvenil del Guasmo, formada por alumnos del Centro de Expresión Musical (CEM) de la Fundación Huancavilca, un proyecto educativo anclado en aquel barrio popular de Guayaquil. Allí estaban Kerly, que a los once años tocaba el contrabajo; las cuatro hermanas Salazar, que tenían desde seis hasta veinte, cuyos instrumentos eran trompetas y trombones. Y estaba Eduardo, que acababa de cumplir dieciséis años, y era clarinetista.
El propósito de esta crónica es saber qué fue de ellas, de él. ¿Siguen haciendo música? ¿Qué huella dejó la formación de instrumentistas académicos en esos pequeños que hoy son jóvenes adultos?
A Kerly la encontré enseguida, va a cumplir veintidós, dejó de tocar hace tres años para concentrarse en sus estudios de Veterinaria, pero en la biografía de su Facebook pone todavía: contrabajista. La mayor de las Salazar, Marjorie, hace mucho que no toca el trombón, es mamá de cuatro y ha pasado muy ocupada, pero a los treinta años ha retomado sus estudios en Administración; me cuenta que todas sus hermanas están en la universidad, y que también dejaron de tocar.
Tardé mucho más en encontrar a quien más quería ver, Eduardo, el protagonista de aquel reportaje de 2011. Era delgadito, no aparentaba sus dieciséis y hablaba muy poco. Presentó su clarinete como “el instrumento de Calamardo, el vecino de Bob Esponja”, y mientras le hacíamos fotos en la calle interpretó el tema de la Pantera Rosa. Eduardo no la había pasado muy bien, tres años atrás lo había atropellado un bus y no estaba yendo al colegio, trabajaba como ayudante de carpintería. Era introvertido, “lo único que le interesa es su música”, decía su abuela.
No encontraba a Eduardo en las redes sociales y empezaba a desesperarme, pero finalmente logré contactarlo. Es el único de los pequeños entrevistados de 2011 que continuó con su carrera musical: Eduardo Loja tiene hoy veintiséis años y es clarinetista profesional; forma parte de un ensamble de vientos a cargo del actual director del CEM, Víctor Cifuentes. ¿Cómo ha sido su vida diez años después?
Los niños que estudian música
La ejecución instrumental y la práctica de conjunto amplían la imaginación; promueven el pensamiento flexible, la capacidad para desarrollar esfuerzos continuos, y reafirman la autoconfianza en los niños. La música estimula la inteligencia, desde el llamado “efecto Mozart” (las personas obtienen mejores puntajes en tareas de razonamiento después de escuchar sus obras), hasta hallazgos sobre los efectos de la enseñanza musical en el lenguaje, las matemáticas y rendimiento intelectual en general. La edad de inicio del aprendizaje parece afectar en la duración de los resultados y son necesarios al menos dos años de práctica para que los beneficios se mantengan.
El mundo real
Víctor Cifuentes, el actual director de la Sinfónica del Guasmo y nuestro contacto para encontrar a Eduardo, es oboísta de la Sinfónica de Guayaquil. También estudió en el CEM y lo que más disfruta de su trabajo es su más reciente proyecto de la Fundación Huancavilca: la escuela de Monte Sinaí (un barrio que surgió de asentamientos ilegales en el límite noroeste de Guayaquil). “Es una experiencia que emociona”, dice.
“Los chicos nunca faltan. Los padres viajan con ellos y los esperan. Es motivador para los profesores”, asegura Víctor. Las clases son gratuitas y los niños reciben instrumentos en préstamo. “El objetivo es lograr una orquesta juvenil de nivel, que sea de Monte Sinaí, que la sientan suya. Sé que de ahí van a salir muchos talentos, así como pasó en el CEM del Guasmo… Y aunque luego no se dediquen a la música, sé que esa experiencia los va a ayudar en el mundo real”.
Chivero
En Guayaquil solo hay dos orquestas profesionales de música clásica: la Sinfónica (con noventa músicos) y la Filarmónica Municipal (con alrededor de sesenta músicos). El “mercado” es naturalmente reducido para un joven músico académico. El campo laboral se extiende, por obligación, a los proyectos propios y a la docencia. O a chivear.
“Hay dos tipos de músico”, explica Eduardo. El muchacho flaco y tímido que veía Bob Esponja ha subido de peso y ahora habla mucho: “Por un lado tenemos al músico-músico de la técnica, el que ha estudiado académicamente y sabe de teoría, formas y cosas complejas. También está el músico empírico, el que aprende solo de oído, o viendo videos, a partir de la experiencia. Al músico clásico le cuesta mucho aprender a improvisar, a salirse del papel, porque se rige totalmente a la técnica o a lo que es correcto. El empírico aprende sin tutor, a su manera y le pone su propio estilo, pero va a llegar un momento en el que no podrá alcanzar el nivel de un académico. Pero existe una tercera raza, una opción, y ese es el chivero, el que puede poner algo de lo académico y lo empírico, unir las dos cosas con su estilo. Es el que puede estar en una esquina tocando un bolero, más tarde en otro lado haciendo reguetón y después un mariachi”.
Después del CEM, Eduardo ingresó al Conservatorio Nacional y obtuvo una beca para terminar sus estudios de clarinete en Argentina. Sigue viviendo en el Guasmo y no ha dejado de trabajar. Ya sea en orquestas, ensambles o proyectos musicales independientes; chiveando o como carpintero, pintor, asistente de bodega, distribución de alimentos. Sus ingresos musicales se fueron a pique por la covid. El sector del arte y la cultura fue uno de los más afectados por la pandemia. Y para conjuntos con instrumentos de viento —que funcionan con el aliento de los intérpretes— ha sido más difícil la reactivación que para los de cuerda.
A pesar de las comprobadas ventajas que otorga el desarrollo de la inteligencia musical, también son importantes las condiciones sociales, las oportunidades que brinda un país. Como otros cientos de músicos talentosos, Eduardo está pensando en estudiar otra carrera; no logra decidir si será Psicología o Sociología, pero está seguro de que vinculará sus nuevos conocimientos a la música.
A Eduardo su arte no le ha dado demasiadas gratificaciones económicas, vive al día, como hacemos millones de ecuatorianos. Pero gracias al clarinete, es el joven adulto que es ahora: la música le ha dado muchos amigos y hasta una novia (Dolly, que toca la flauta traversa); ha conocido otras culturas, otras ciudades y países. Forma parte de la banda de reggae Monkey Resist, con la que hizo mucha música desde el encierro. No fuma, tampoco toma alcohol.
“Gracias a la música he aprendido a ser sociable y abierto, a conocer nuevas cosas. Ahora ya sé que la música no es solo lo que está en la partitura. Uno puede escribir su propia música, ponerle su propio sentimiento y expresión. He aprendido que uno puede ir más allá de lo que está escrito”, dice.
¿Cómo se ve en diez años más? “El clarinete seguirá presente en mi vida, pero ya no será mi entrada económica principal. Me veo integrando esos conocimientos a mi nueva carrera pero, si de pronto alguien me dice: ‘Mira, tenemos un evento, queremos que toques’, diré: ¡Listo, vamos! La música seguirá siendo siempre parte de mi vida, porque la música no se olvida”.
Veinte años del CEM
En febrero de este año el CEM de la Fundación Huancavilca cumple veinte años. Cientos de niños han cursado allí los nueve años académicos de música clásica, así como otros cientos lo han hecho en las escuelas de danza y de deportes que ofrece la fundación. Hoy no cuentan con apoyo estatal, funcionan con la autogestión y con el auspicio de la Misión Alianza Noruega en la escuela de Monte Sinaí. Los padres de chicos del CEM pagan mensualidades diferenciadas que van de los diez a los treinta dólares.
Alexandra Molinero, su actual directora ejecutiva, parece acordarse del nombre de cada chico que pasó por el CEM. “Hay un gran porcentaje que no se dedicará a la música, pero son profesionales y tienen una linda vida”, dice. Uno de los “más terribles”, pero también de los más consentidos fue Carlos Issac Delgado, que hoy es periodista de RTS y cada vez que puede saca su violín para emocionar a su público y a su novia, la presentadora Úrsula Strenge.