Los motivos de la literatura: la música como excusa

La conciencia de la rítmica, los silencios y el tempo de una canción tiene que ver mucho con la estructura de un texto: dónde poner la puntuación, dónde va el punto aparte”.

Camila Fabbri.

Se puede ser analfabeta y cantar, pero es tarea difícil jugar con los signos sin haberlos aprendido. Como hermana mayor, la literatura se apropió de la música y la puso entre sus palabras.

Somos un continente que primero escucha en la música lo que luego leerá, y que muchas veces canta para escribir. La música fue la primera en contar el barrio, en hablar de los desamores, en narrar el día a día en la pampa, la frontera o el río.

Este es un recorrido infatigable —aunque finito— por la escritura y la música latinoamericanas, para detenernos en algunos de sus acordes y sus versos.

El escritor más musical del mundo

A Gabriel García Márquez las palabras le llegaron desde la música y uno de sus primeros artículos lo dedicó al vallenato. “Casi puede decirse que solo abre la boca para decir la letra y la melodía de sus propias canciones, como si no tuviera el mundo, para él, un idioma más adecuado y explosivo que el de su música”, dijo sobre su amigo Rafael Escalona.

El prolífico compositor, reconocido en el Rockefeller Center por su trayectoria musical, siempre estuvo presente en la obra y la vida de García Márquez. En Cien años de soledad (1968), por ejemplo: “En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia un conjunto de acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos de Francisco el Hombre”.

Gabriel García Márquez habla del vallenato.

En 1982 las tonadas del vallenatero llegaron hasta Estocolmo junto con las canciones de Totó La Momposina y las estrofas de los hermanos Zuleta. Todas estas canciones acompañaron al autor cataquero a recibir el Premio Nobel de Literatura.

García Márquez —todos lo sabemos— dijo alguna vez que su gran obra literaria es un vallenato de 450 páginas, que se asustó cuando dos desconocidos le dijeron que El otoño del patriarca (1975) tiene la estructura del “Concierto n.° 3 para piano” de Béla Bartók, y que El amor en los tiempos del cólera (1985) bien podría ser un bolero sobre las dudas del amor.

Entre sus compañeros de escritura se contaban Brahms, Chopin, Puccini y un desgastado vinilo con los “Preludios para piano” de Debussy, pasando por Gardel, Manzanero, rancheras y boleros, hasta The Beatles, “la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos”.

En el océano de sus gustos nunca dejó de ser un hombre del trópico. De la barranquillera Shakira escribió un perfil en el que la describe como “el caso ejemplar de una fuerza telúrica al servicio de una magia sutil”.

Pero su mejor baile fue, sin duda, con Rubén Blades. En el artículo “Bueno, hablemos de música” (1982) Gabo recordó que su amigo lo había llamado para decirle que quería cantar algunos de sus cuentos.

La oferta lo sedujo sobre todo “por la curiosidad de saber qué clase de transposición endiablada podía quedar de semejante aventura”. Entonces García Márquez admitió que nada le habría gustado más que escribir “la historia hermosa y terrible de ‘Pedro Navaja’”.

Blades cumplió y lo hizo con el álbum Agua de luna (1987). Con su agrupación Seis del Solar interpretó canciones protagonizadas por la Isabel que veía llover en Macondo, el Blac(k)amán que vendía milagros y los ojos de un perro azul.

Tropicalismo para las letras

El ritmo en Cuba es una segunda religión. Esta se profesa con el Alejo Carpentier y su novela corta Concierto barroco (1974) —con Vivaldi y el jazz de los años veinte como protagonistas— y La música en Cuba (1946), en cuyas páginas Carpentier recorre los cantos del siglo XVI, la contradanza y las creaciones populares de su época.

El culto pasa por un Leonardo Padura que entrevistó, entre otros, a Johnny Pacheco, Juan Formell, Papo Lucca y Juan Luis Guerra para su libro Los rostros de la salsa (1997), con páginas que llevan el ritmo acompasado de un Caribe legendario.

“¡Showtime!”. Así continúa la liturgia musical con la que nos da la bienvenida el escritor Guillermo Cabrera Infante a Tropicana, “el cabaret MÁS fabuloso del mundo”. En la extraordinaria novela Tres tristes tigres (1967) una terna de amigos se sumerge en una noche habanera de calles desenfrenadas, música y placeres.

A este coro ritual se suma Pablo Milanés, quien invocó con su música la capacidad cubana de llevar a las partituras la poesía de sus autores míticos. En su álbum Versos José Martí (1973) presentó al público la versión cantada de “Yo soy un hombre sincero”, algunas de cuyas líneas fueron varias veces reinterpretadas desde los años treinta y coronadas en su alborozo por la voz única de Celia Cruz con el título “Guantanamera”. Milanés también musicalizó los versos de su compatriota Nicolás Guillén en un álbum de 1975 donde interpreta la reconocida Canción (“De qué callada manera”).

La introducción del álbum Pablo querido (2001), que reúne varias voces hispanoamericanas, corrió por cuenta de García Márquez, para quien “este disco es una casa sin puertas ni ventanas que Pablito Milanés lleva consigo a cualquier lugar en que se encuentre, solo para que sus amigos del mundo entero se reúnan a cantar”.

Ya en 1985 se había editado un primer álbum polifónico, Querido Pablo, donde participó, entre otros, Joan Manuel Serrat, quien a finales de 2022 se despidió de los escenarios. En 1969 Serrat había hecho algo similar a Milanés cuando musicalizó la obra de su coterráneo Antonio Machado. Lo mismo sucedió con los poemas que Mario Benedetti escribió para el disco El sur también existe.

Desde Cuba también migraron géneros que luego inundaron América para convertirse en salsa. Este ritmo tomó fuerza en Nueva York y generó un movimiento que ha sido banda sonora de millones de vidas y motivo de una extensa lista de libros como la obra maestra ¡Que viva la música! (1977) del genio suicida Andrés Caicedo, crítico de la burguesía y defensor del sentimiento afrocubano que bulle en los barrios bajos de Kali, como él mismo renombró a la ciudad. A esas páginas también llegó —valga decirlo— el rock de los Rolling Stones, Eric Clapton y The Animals.

Con los valiosos préstamos de la literatura, Willie Colón dio inicio a su versión salsera de “O que será” de Chico Buarque, bajo La hora de la estrella de la poeta y novelista brasileña Clarice Lispector, sobre una historia en tecnicolor. Igual hizo con “Gitana”, con las lágrimas que son agua y van al mar, herencia de la “Rima XXXVIII” de Bécquer.

El sur también existe

Desde la muerte de Carlos Gardel la nostalgia del sur se hizo tango. Hoy escuchamos Para las seis cuerdas (1965) de Jorge Luis Borges musicalizado por Astor Piazzolla, el mismo que puso acordes a cuentos de aquel como “El hombre de la esquina rosada” y “Jacinto Chiclana”.

El tango viejo y pendenciero hecho de puro descaro y sinvergüencería fue objeto de poemas de Borges como “Apunte férvido sobre las tres vidas de la milonga” y “Ascendencias del tango” (1927) y “El tango” (1958).

Sobre este icónico patrimonio argentino, Sabato publicó el libro Tango: discusión y clave (1963) donde afirmaba que este refleja muy bien la frustración, nostalgia y desencuentro del hombre rioplatense. Ese mismo año Piazzolla, personaje que anduvo errante entre los párrafos de Abaddón, el exterminador (1974), y gran amigo del físico y escritor, editó el álbum Tango contemporáneo. En él incluyó la pista “Introducción a Héroes y tumbas” en la que, según Sabato, se lograba expresar la soledad del protagonista y el amor desdichado.

En 1966 Sabato volvió a la música con diez textos que escribió y recitó para el álbum de folclore argentino Romance de la muerte de Juan Lavalle de Eduardo Falú y con las voces de la coral Santa Cruz.

El tango diablo subió por el continente y fue protagonista del libro Aires de tango del colombiano Manuel Mejía Vallejo (1973).

Compases de nostalgia en París

Como trompetista, Julio Cortázar fue el mejor de los escritores. Su afinidad por el jazz y el tango fue presencia permanente en muchas de sus obras y se extendió al álbum Trottoirs de Buenos Aires (1980), con textos suyos traducidos al francés y música de Edgardo Cantón.

Cortázar fue París y fue jazz, tal vez con un mate amargo y las voces negras de tantas noches. “Larga es la lista como largo el teclado”, dijo en el cuento “Lucas, sus pianistas” sobre ese inventario infinito del que forman parte, entre muchos, Charlie Parker y Duke Ellington.

El asunto no termina ahí. En Rayuela, El perseguidor y La vuelta al día en ochenta mundos, por mencionar algunos, homenajea a su manera, a Louis Armstrong, “enormísimo cronopio” y a Thelonious Monk en su vuelta al piano.

Como lo dijo García Márquez sobre Escalona, “canta como lo va dictando el recuerdo y permite que a sus espaldas venga la ancha garganta del pueblo, recogiendo y eternizando sus palabras”. La música y la literatura dialogan para darnos la esperanza de no desaparecer. Este es un texto sin fondo que se seguirá alimentando de otras músicas y nuevas palabras.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual