La muerte del pensador

Por Jorge Ortiz.

Edición 459 – agosto 2020.

El mundo, en especial la Europa demolida a cañonazos durante cuatro años, estaba convulsionado y desanimado como nunca antes. La depresión y el abatimiento impregnaban el ambiente. La guerra de 1914 a 1918, la primera que involucró a todos los continentes, había dejado muchos millones de muertos y aún más millones de mutilados y había devastado la economía. Legiones inmensas de seres humanos que ya no le encontraban ninguna razón a la vida deambulaban hambrientos y sin rumbo por las ciudades centrales europeas, antiguas capitales imperiales de viejas grandeza y esplendor. Y, para colmo, al empezar 1920 se veían venir tiempos peores, porque esas multitudes desesperadas estaban listas para ser arrastradas a cualquier locura por caudillos magnéticos y feroces que les ofrecieran alguna esperanza de redención.

Y eso no era todo: desde finales de 1918, cuando los combatientes de la Primera Guerra Mundial fueron enviados de regreso a sus países, un virus desconocido e insidioso se había regado por todo el planeta y estaba matando cada día a miles de personas. Para entonces, primeros meses de 1920, la gripe española —que así había sido llamada la enfermedad— ya se había llevado a muchos millones de seres humanos, más que los que habían perecido en la guerra, entre ellos a los presidentes de Brasil y la Unión Sudafricana, a los pintores Gustav Klimt y Egon Schiele, al poeta Guillaume Apollinaire, al fabricante de automóviles Horace Dodge y a Jacinta y Francisco Marto, los jóvenes portugueses que habían visto a la Virgen María en Fátima. Y un año y medio después de los primeros contagios, la epidemia seguía matando. Había, por lo tanto, mucho por reflexionar sobre cómo sería el mundo después de tantas calamidades.

Precisamente en eso estaba Max Weber, enclaustrado en su refugio en la Universidad de Múnich, donde había creado un instituto dedicado al estudio y la enseñanza de la sociología, una de las disciplinas a las que había dedicado sus desvelos. Con sus escritos profundos y variados —economía, filosofía, historia, política—, Weber se había ganado un nombre y un prestigio en el ámbito de las ciencias sociales, por lo que sus artículos y conferencias eran esperados siempre con expectación e impaciencia, más aún en medio de esos tiempos turbios y radicales.




La publicación en 1905 de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, una recopilación de ensayos con los que estaba resuelto a abrir un estudio de largo aliento sobre la sociología de las religiones, había cimentado su reputación de pensador sólido, aunque también lo había empujado a unas polémicas fragorosas con quienes se oponían (sobre todo desde el marxismo) a sus tesis sobre la influencia de las ideas religiosas en el desarrollo de los sistemas económicos de Europa y los Estados Unidos. Para él, los orígenes del sistema capitalista se remontan a la Reforma Protestante iniciada por Martín Lutero en 1517, una idea en la que perseveró al describir los sistemas económicos de países —en concreto China e India— con raíces religiosas distintas.

Pero con Alemania vencida en la guerra, su imperio caído, su economía en ruinas y su gente descreída y confundida, como se había reflejado un año antes, en 1919, en la creación de la efímera y delirante República Soviética de Baviera, Weber se involucró en la política, convencido de la fragilidad de la naciente República de Weimar y del peligro de que el caos y la confusión reinantes llevaran a su país al comunismo, del que era un crítico sin fisuras. “La demagogia impone sus deseos sobre las masas”, decía, una expresión que según sus contradictores, que eran muchos, abrió el camino al triunfo en 1933 del nacionalsocialismo de Adolfo Hitler.

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