La morcilla

Por Gonzalo Dávila Trueba.
Ilustración: Camilo Pazmiño.
Edición 463-Diciembre 2020.

“¡Oh gran señora, digna de veneración!/ ¡Qué oronda viene y qué bella!/ ¡Qué través y enjundia tiene!/ Paréceme, Inés, que viene/ para que demos en ella”.

Qué estampa y sabor tendría aquella morcilla para haber sido acreedora de este poema que Baltasar de Alcázar escribiera en su época, allá por el año de 1570. Es por cierto un antiquísimo y bien merecido reconocimiento.

Yo la recuerdo arqueada, gorda, morena, generosa y como de libra de peso. Con esta pinta y el olor de su fritura, no podía resistirme al placer de zampármela. Pero quedaba en algún resquicio de mi conciencia algo de prudencia. Es que luego vendrían las morcillas blancas de dulce y, con la fritada, las papas y el “mote sucio” previos, quedaría próximo a reventar.

Para indagar su receta asistí recientemente a un conciliábulo gastronómico al que ingresé gracias al ingeniero José Eduardo y a la familia Egas Varea. Una vez proferido el juramento de que sería fiel a los pasos a seguir, me revelaron que siempre debe acompañársela de máchica frita. Esta es el resultado de mezclar todo lo que quedó adherido a la paila, luego de la preparación de la fritada, cachihuira, con harina de cebada. Además, según el gusto de cada quien, puede añadirse panela rallada. La versión original obliga a que esta panela sea proveniente de cualquiera de las parroquias del cantón Pangua, vale decir: Moraspungo, El Corazón, Pinllopata o Ramón Campaña.

Me adoctrinaron también sobre la alimentación del cerdo, con una suerte de mazamorra a la que llaman crudo. Es una mezcla molida de chaquizara, papacara y granza de cebada a la que han diluido con chahuarmishqui.

La matanza del animal y su ritual se inicia con la colocación de una tuza en la herida letal para conservar la sangre líquida hasta poder recogerla. Asegurado este tapón y provistos de paja del páramo, se lo chamusca hasta que quede lluchitico, esto es, sin cerda alguna. Si su piel está dorada, se lo puede cortar en tiras. Son las cascaritas de Cuenca. Tras un muy cuidadoso faenar, se extrae primero la grasa que mantiene unidas a las tripas. Esta grasa se la conoce como unto. Luego, en un lugar apartado donde nadie lo pueda ver, salvo el cocinero experto, se desarman todas las tripas que estarán casi vacías por el ayuno al que fue sometido el día anterior. Se las lava prolijamente con sal, limón, hierbabuena o albahaca.

La gran mezcla

Finalmente se mezcla todo en santa paz, pues lo producido va a ser objeto de un poema. Este relleno se embute en tramos de tripa y se anudan cada palmo de la mano (unos veinticinco centímetros).

Con todas las vísceras limpias y abundante col picada, se prepara un caldo. En él se cocinan las morcillas antes de freírlas.

Ha llegado, así, la hora del festín. Si las familias permanecen unidas, también lo es porque, de vez en cuando, ataviadas con lo necesario, festejan a papá o a mamá, con preparaciones como la de esta Gran señora celebrada por Baltasar de Alcázar.

Ingredientes

•Arroz cocinado al dente: tres platos hondos.
•Sambo grande cocinado, picado y escurrido.
•Perejil picado: un plato hondo, únicamente hojas.
•Ataco o bledo picados: dos platos hondos.
•Hierbabuena picada: un plato.
Huacamullo picado fino: dos platos hondos.
•Orégano verde picado fino: dos platos hondos.
•Clavo de olor molido en piedra con agua: dos cucharadas.
•Sal en grano: con tino y calculando la cantidad.
•Nata: tres tazas.
•Huevos: quince unidades.
•Allullas molidas: dos platos hondos.
•Sangre del cerdo: dos tazas.
•Panela rallada: una taza.
•Unto cocido con cebolla: dos platos.
•Para aromatizar: una copa de Anís del Mono y una de coña
c.

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