Con honestidad, pero también con humor, nuestra columnista, Ana Cristina Franco, escribe sobre “La molestia”, ese bicho invisible que llevamos dentro.
Sucede a cualquier hora. Puede ser después del almuerzo del martes, en medio de una fiesta o una conversación, en la fila del banco, en el tráfico. Puede llegar, incluso, cuando una está “feliz” (o piensa que lo está).
Llega y todo se acaba. Esa sensación de asco repentino que asalta, esa maraña que se instala entre las costillas después del desayuno de los domingos, entre los platos sucios, en la ropa y los libros tirados en la sala, en el periódico al lado de una taza de café manchada que prometía un día lleno de viajes, libros, escritura.
“La molestia” —así la llamábamos con una amiga— es como cuando una se despierta llena de inspiración, el cielo está azul y tiene ese aire de sábado a las diez, a jugo de naranja, a sol que entra por la ventana, a novela de ciencia ficción por leer, a una noticia virgen sobre un planeta descubierto, a lo que promete…
Dan ganas de hacer un viaje intempestivo, así, a la loca, o hacer una película casera con el celular, por qué no, o tomar un baño de tina caliente o montar bici o seguir la receta de un plato complicado en YouTube o, por lo menos, salir al parque. Pero entonces, en un segundo inesperado, te quedas fría, es algo en el estómago, algo raro que te deja quieta, ahí, en la mitad del comedor. Y ya no quieres comer ni lavar los platos ni esa ducha caliente. Ya no quieres nada. Te da sueño y asco. Todo se va al carajo y no sabes por qué. Pero, ¿qué desata a “la molestia”?
No sé si es un detalle, como un poco de yema de huevo sobre el plato o un recuerdo de infancia que asoma solito sin haber sido invitado, algún olor raro que funge de puente o alguna palabra o nota musical de la canción de la radio que te lleva a un lugar insólito del inconsciente. Quizá sean los vestigios de la pesadilla de la noche anterior desparramados sobre el té negro o una baja de azúcar, una célula que muere despacio en el océano silencioso del cuerpo. Qué también será, pero lo cierto es que de repente el sábado a las diez con jugo de naranja es domingo a las seis con la cortina meciéndose por el viento y los demás haciendo la siesta, la luz que antes prometía ahora tiene un brillo peligroso, se filtra a través de los visillos, es tremenda, pequeñas partículas brotan de ella y se colan por los orificios de la nariz.
Una extraña debilidad se instala en las rodillas y, aunque no llueve, llueve, y esa llovizna gris es como neblina pegajosa o melancolía líquida. El mundo corre lento y la sangre circula pesada. “La molestia” ha llegado y otra vez la vida se parece a esa película de Bergman donde Liv Ullmann deja de hablar porque entiende que esto de existir es terrorífico, y decide, no, no “decide” nada, qué va a decidir, tal vez nadie decida nada en esta vida, solo deja de hablar. ¿Quién puede hablar cuando ha visto a la muerte en los frascos vacíos y en las sábanas? Quién puede hablar cuando ha visto a la muerte riendo en los labios mal pintados de rojo de las tías de la infancia, pegoteada en la piel como aceite, afilando sus negras garras en los jabones que se llenan de pelos, en las uñas con restos de pintura verde carcomidas por dientes angustiados, en los tubos de pasta de dientes doblados.
A veces, solo a veces, puedo identificar cuando está llegando ese aguacero interno. Entonces preparo un tecito de toronjil bien cargado, me arropo y me escondo bajo mis cobijas de tigre, esperando que la noche se lleve con ella a “la molestia” y la deje lejos, muy lejos, allá en el país de las pesadillas del que seguro escapará otra vez.