La Michelena: el punto más caliente del sur

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La avenida Michelena, una de las más hiperactivas de Quito, es un microcosmos en sí misma: un pequeño universo donde habitan varias especies que sobreviven a pesar de sus constantes enfrentamientos. Mundo Diners quiso explorar el fondo de la calle, muy lejos de la superficie.

 

Por Fausto Rivera Yánez

Fotos: Gabriel Santander

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Todas las calles que atraviesan la avenida Michelena, la médula del comercio informal en el sur de Quito, llevan nombres de militares: Rafael Grau, Joaquín Tipantuña, Alberto Orellana, Luis Minacho. Sargentos, cabos, tenientes. Y así. Michelena también fue un militar, aunque es poco más lo que se puede decir sobre él. En los archivos históricos de Quito, aparecen solo su apellido y una breve biografía. Se sabe, se dice, que fue un subteniente del ejército nacional, declarado héroe en la guerra que el Ecuador mantuvo con Perú en 1941.

La Michelena está ubicada justo en el medio de la ciudadela Atahualpa Occidental, parroquia La Magdalena: el corazón del sur.

Hasta mediados del siglo pasado, la ciudadela Atahualpa era una hacienda llamada La Lorena, propiedad de un doctor de apellido Páez. Pocos años después, fue adquirida por el Estado y se levantó como un conjunto residencial para militares. Los lotes fueron distribuidos en dos sectores: al personal de tropa se le entregaron los terrenos que ahora forman la ciudadela Atahualpa Occidental, cercada por las calles Teniente Hugo Ortiz y Mariscal Antonio José de Sucre; mientras que a los oficiales se les dio los que están en la ciudadela Atahualpa Oriental, que empieza en el redondel que lleva el mismo nombre y se extiende hacia el este.

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La vida comercial se acelera desde el mediodía y quienes pasan por La Michelena avanzan con recelo, abriéndose paso como pueden para caminar por veredas con exceso de pasajeros y repletas de carpas. Aprietan sus carteras contra sus barrigas como si se las fueran a robar porque, se sabe, aquí roban. Prefieren andar a pie y siempre acompañados. Se detienen a comprar o solamente a mirar. Se perfuman con el humo de las menudencias que se venden en cada esquina y, sin darse cuenta, van tarareando un reguetón de Daddy Yankee.

Si tienen frío, compran un par de guantes por dos dólares. Si hay una quinceañera en la familia, compran un vestido de falda ancha a quince dólares. Si es el Día de la Madre, compran un ramo de flores a 75 centavos. Si es el Día del Padre, compran cinco pañuelos por dos dólares. Si es Navidad, hay vírgenes y pastores por 50 centavos. Si andan con la novelería, compran Las cincuenta sombras de Grey a un dólar. Si tienen hambre, ahí está el combo de pollo frito, papas y cola por cuatro dólares. Si quieren refrescarse, hay una piscina llamada Meryland que ofrece varias promociones: dos adultos pueden pasar el día entero sumergidos en sus aguas por cinco dólares. Si se sienten solos, pueden comprar tres peces dorados por cuatro dólares. Si quieren sexo, en el redondel de la Atahualpa, lo consiguen desde diez dólares la prestación. Si quieren drogas, solo tienen que darle la mano al señor que está debajo del poste y cruzarle lo que tengan en el bolsillo: la funda más barata cuesta un dólar. Si quieren lo que no saben todavía que quieren, van a La Michelena.

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Pocos de los que aún viven aquí conservan una imagen clara del pasado: sables, botas impolutas y capas bien planchadas, así bajaban por las noches los oficiales desde el cuartel Mariscal Sucre hacia La Michelena para hacer rondas de vigilancia. Todo era pantanoso, poblado de árboles, potreros, estacas; la gente caminaba sobre tablas para poder cruzar las calles. Pasarían varios años hasta que la calle se llenara de negocios y los quiteños empezaran a llamarla, en los ochenta, “la Amazonas del sur”. Luego, en la década siguiente, llegaron los informales: primero, vendedores de comida, después, vendedores de cualquier cosa que se pueda vender.

De la noche a la mañana, hileras de carpas se extendieron a lo largo de las veredas. Los vendedores, migrantes de barrios aledaños como Chillogallo o San Bartolo, fueron llegando de uno en uno, particularmente en los meses de febrero (San Valentín, Carnaval), mayo (Día de la Madre) y diciembre. Y crecieron como los miembros de una red social: el padre trajo al hijo, el primo a la prima, el amigo a la amiga. Y el dinero trajo la ambición.

Luz María Endara, conocida como La Mama Lucha, la misma que solía extorsionar a los vendedores informales de los mercados de La Ofelia o San Roque, llegó a La Michelena a ofrecer sus servicios: un impuesto mensual que aseguraba a los vendedores contra el desalojo de las autoridades. Eso o, claro, las peores consecuencias. Pero los moradores cuentan orgullosos que la dirigencia barrial la enfrentó cara a cara y la expulsó del barrio.

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El origen del comercio informal en La Michelena está, por supuesto, en las personas que encontraron en ella una forma de ganarse la vida. Personas, en gran cantidad, del sur de Quito; personas, en menor cantidad, de otras provincias; personas que fueron deportadas del Centro Histórico en 2003, durante la alcaldía de Paco Moncayo, cuando esas calles se “limpiaron” de vendedores informales que fueron reubicados en centros comerciales cerrados: quienes no quisieron estar ahí, o simplemente no consiguieron entrar, se fueron para La Michelena. Personas mutiladas por el feriado bancario de 1999. Personas que, después de su trabajo formal, comienzan su jornada informal de comercio minorista en esta avenida.

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Los moradores de La Michelena dicen que este es un barrio residencial. Los vendedores informales dicen que es un buen lugar para trabajar. Los moradores dicen que por culpa del comercio informal hay basura, drogas, asaltos y prostitución. Los vendedores informales dicen que respetan el espacio público y trabajan honestamente. Los moradores acusan a los informales de ser cómplices de los delincuentes. Los vendedores dicen que son las principales víctimas de la delincuencia. Los moradores dicen que los vendedores roban energía eléctrica. Los vendedores dicen que tienen sus propios medidores de luz y la empresa eléctrica lo corrobora. Los moradores dicen que las autoridades, sobornos mediante, miran hacia otro lado. Las autoridades municipales lo niegan categóricamente: dicen que no hay pruebas. Los moradores dicen, en voz baja, que los vendedores están manipulados por partidos políticos como el MPD que se aprovechan de su condición para cobrarles arriendos ilegales. Los vendedores dicen que trabajan de manera autónoma y que nunca han pagado nada por estar donde están. Los moradores acusan a otros moradores de haber dañado el sector arrendando sus casas a dueños de discotecas y karaokes. Los otros moradores dicen que esos negocios son legales y que los tienen controlados. La dirigencia más antigua del barrio, el Comité Barrial de la Ciudadela Atahualpa, dice que entre los vecinos falta unidad para desterrar a los informales. La dirigencia más nueva, la Asociación de Moradores Progresistas de la Ciudadela Atahualpa, está de acuerdo.

 

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Son las dos de la tarde. La mujer llega acompañada de su hija adolescente. Son idénticas: la piel gruesa, crujiente de tanto sol. Conversan y bromean con el hombre que cuida los carros, un tipo que desayunó alcohol y tiene los ojos rojos y achinados, así se relajan antes de empezar la jornada, que durará hasta las diez de la noche.

Después de retirar los fierros, tablas, cables y plásticos de la pequeña bodega que rentan a dos cuadras de donde trabajan —como lo hacen casi todos los informales de La Michelena—, arman en la vereda el puesto donde venden aretes, pulseras y otros accesorios. Tardan media hora en ensamblar una estructura en algo similar a las “islas” de los centros comerciales. Se sientan. Esperan.

Seño, ¿a cuánto ese collar con el símbolo de la maríajuana?, dice un chico con uniforme de colegio. A dos dolaritos mi joven, ¿cuántos le doy? ¿Y la pulsera con la bandera de Jamaica? A un dolarito mi joven, hasta le hace juego con la cadenita. Es que la colación de mañana… Para que vea cómo somos, le dejo a dos dolaritos todo. Aguánteme, voy a pedirle plata a mi ma. Bueno mi joven, de acá no me muevo.

Mientras esto sucede, varios hombres con cicatrices en el rostro bajan y suben por La Michelena. Son los celadores del sector, delincuentes a la espera de clientes. Sus cuerpos son invasivos y se detienen cuando y donde quieren. Si asoma la policía desaparecen momentáneamente. La mujer y su hija solo bajan la mirada y disimulan acomodando la mercadería.

Llega la noche, la calle se ilumina con el neón de los letreros y las personas se transforman en sombras. El frío les penetra los huesos, ellas sacan sus abrigos y esconden las ganancias del día, quizás, ojalá, veinte dólares. Como todas las noches, desarman su vida y la guardan nuevamente en la bodega.

El colegial prefirió guardar su dinero para la colación de mañana.

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Me anticipan que es un hombre apasionado, que habla mucho, que su madre fue una de las primeras habitantes de la zona, que su padre fue suboficial del ejército y dirigente barrial, y que es el dueño del concurrido bar La Cueva de los Tayos. Su nombre es Washington Ávila, tiene 54 años, exmilitar en servicio pasivo, nació en La Michelena y actualmente es el presidente del Comité Barrial de la Ciudadela Atahualpa Occidental, fundado hace más de 40 años.

Me lleva a su casa, una construcción esquinera donde funcionan varios negocios comerciales, incluida la picantería de su madre. Saca una hoja de un maletín que lo acompaña siempre y no deja de hablar sobre la historia y los problemas del sector hasta que aparecen otros vecinos a quienes también ha convocado para la entrevista. La especialidad de la casa es el caldo de patas y a eso huele esta improvisada asamblea barrial.

“Lo que más me preocupa es la pérdida de identidad del sector. Antes había solidaridad, amistad, y esos valores que aparecen cuando hay buena vecindad, pero vino esta gente…” Washington Ávila, de tez morena y rasgos rocosos, baja la cabeza, la mueve de un lado para el otro y aprieta los labios. Dice que quiere recuperar el barrio que tenía y para ello plantea junto a su comunidad tres propuestas concretas: que el municipio regule el uso del suelo de la ciudadela Atahualpa, ya que no puede haber tantas discotecas, bares y karaokes en una zona residencial; que los vendedores ambulantes sean reubicados en la plaza Michelena, construida en la esquina de la avenida Mariscal Sucre y la calle Alonso de Angulo (dos cuadras al sur de La Michelena), y que, una vez idos los informales, La Michelena se convierta en un bulevar turístico.

¿Y si todo lo que plantean no llegara a cumplirse?, le pregunto. Él sube la voz: “Verá que somos hijos de militares y somos un poco jodidos. Le cuento para que sepa. En la última asamblea del barrio, el anterior año, estuvieron presentes el señor comisario, el señor coronel de policía, y ellos ofrecieron diez clausuras. Se les dijo que, si no dan cumplimiento a lo que les pedimos, la ciudadela Atahualpa va a llamar a una reunión con todos los medios de comunicación para denunciar públicamente que no han hecho nada, o si no, armaremos una movilización pasiva. Dios no quiera que se levante la ciudadela. Nosotros somos más de 5 000, los ambulantes son como 100. Lo que pueda pasar aquí es responsabilidad de las autoridades”.

El dueño de La Cueva de los Tayos no precisa cuándo deberían cumplirse estas demandas, pero dice estar siempre alerta.

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Luis Zabala, presidente de la Asociación de Moradores Progresistas de la Ciudadela Atahualpa y también socio del Comité Barrial, es más pausado. Comenta que algunas de las dirigencias anteriores “ya no trabajaban por el vecindario, ya no trataban de hablar con las autoridades para detener el auge de las ventas informales y de la droga, se dedicaron solo a la política, a utilizar a la gente para sacar votos para las autoridades de turno”, y por eso, formó su propia asociación, hace cuatro años. Sus peticiones son las mismas del Comité Barrial: la reubicación de los vendedores informales.

Zabala tiene 65 años, vive en plena esquina de La Michelena y Luis Minacho, a un lado de un concurrido local de KFC. Es dueño de un restaurante a pocas cuadras de su domicilio pero dice que no aguanta más con la delincuencia, que no hay día en el que una persona no sea ultrajada de alguna manera. Según la prensa, en La Michelena, ocurren entre diez y quince asaltos semanales, aunque no todos son denunciados. “Te voy a contar un caso”, dice Zabala, “entra un ladrón a una casa y se saca la ropa que está colgada en el cordel. Llaman a la policía, le cogen adentro y lo primero que la autoridad hace es preguntarle al ladrón si es que le pegaron. El ladrón dice que como estaba abierta la puerta de la casa entró, vio la ropa caída y ayudó a recogerla. Y ya, no pasó nada”. Luis ríe con resignación.

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La plaza Michelena está rodeada por una malla color verde agua que, en su afán por ocultarla, la revela más. Está poblada por el abandono y por unas casetas bicolores con puertas enrollables, plateadas, llenas de grafitis. Está en medio de una pequeña montaña de tierra, rocas, hierba y basura. El proyecto se gestionó en la alcaldía de Augusto Barrera y, según la nueva administración del municipio, será la morada definitiva de los comerciantes informales de La Michelena a finales de año.

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Empieza dejando en claro desde cuándo trabaja en la Administración Zonal Eloy Alfaro, a la que pertenece la ciudadela Atahualpa Occidental: 27 de mayo de 2014. A partir de esa fecha, Marco Vinueza se convirtió en el nuevo administrador zonal de la alcaldía de Mauricio Rodas. El problema que tiene a su cargo es fácil de entender pero difícil de solucionar. La plaza Michelena, donde deberían reubicarse los vendedores informales, es un proyecto que cuesta aproximadamente cinco millones de dólares y cuya construcción se ha visto interrumpida por la falta de presupuesto. Allí, por lo pronto, viven hombres que caminan como zombis por entre la maleza crecida en un cementerio de kioscos aún sin estrenar.

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En 2013 el Sistema de Indicadores Sociales del Ecuador (SIISE) construyó la tasa de ocupados en el sector informal y arrojó las siguientes cifras: hay aproximadamente 3,5 millones de trabajadores informales en el Ecuador, que representan la mitad de la población económicamente activa. De ellos, poco más de dos millones son hombres y el resto son mujeres. En Pichincha hay casi medio millón de personas empleadas informalmente.

En La Michelena hay tres asociaciones de comerciantes minoristas, que es como prefieren llamarse los informales: la Asociación de Pequeños Comerciantes del Pintado (Aspecop) con 110 miembros registrados; la Asociación La Michelena con 70, y la Asociación Mariscal Sucre con 24. En total, son 204 comerciantes, y en La Plaza solo hay 172 locales. Las autoridades piensan saldar ese déficit con acuerdos de sentido común: se dará prioridad en la asignación de puestos a los llamados sujetos históricos, es decir, aquellos que han estado desde siempre trabajando en el sector; se otorgará solo un local por familia, y se descartará de La Plaza a quienes tengan locales en centros comerciales. La pregunta es, ¿podemos confiar en el sentido común?

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Su nombre es Jorge Gutiérrez, tiene 55 años y desde hace dieciocho años vende ropa en La Michelena. También es el actual presidente, electo por segundo período consecutivo, de la Asociación de Pequeños Comerciantes del Pintado. Es un hombre menudo, moreno, de voz baja e ideas claras. Habla siempre en plural y, al contrario de lo que me habían advertido, no se cree el dueño de la calle.

“Nos dijeron que [La Plaza] estaría lista en 2013, luego la aplazaron un año y así se vinieron sucediendo otros ofrecimientos, pero nunca se ha concretado nada. Ahora el ingeniero Vinueza nos dice que para fines de este año ya estará listo el proyecto. Esperemos”. Y agrega que, si bien La Plaza ya está construida, no se ajusta a sus necesidades: “En un espacio tan generoso no se hizo una bonita construcción. Y como se dice, la plaza comercial va a ser abierta, no tendrá un cerramiento que nos proteja de la calle y eso va a dar pie para que sucedan robos. Es como si siguiéramos trabajando en las veredas”.

Su esposa lo llama para que la ayude en las ventas. Gutiérrez obedece sin reparos, pero, antes de marcharse, sentencia: “Ahora nos sentimos agradecidos con La Michelena porque nos ha permitido sobrevivir. Más bien daría un poco de nostalgia abandonar este sector, pues ya es parte de nuestra vida, pero la necesidad de tener algo digno, como dicen los compañeros, nos obliga a trasladarnos. Por el bien propio, de las familias, y especialmente por el bien de mis compañeras que vienen a trabajar con sus niños”. Luego, va hacia donde están los clientes y, amablemente, les pregunta qué tipo de camiseta buscan.

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