La memoria y los oficios recuperados por una excarishina

Por Sandra Araya Morales.

Ilustración: Shuterstock.

Edición 466 – marzo 2021.

Puertas adentro, todos hemos descubierto nuestras costuras, pero también hemos desarrollado nuevas e inesperadas habilidades. Hemos aprendido a hacernos cargo de nosotros mismos y a dejar rastros para que los que vienen detrás sepan que una vez hubo un camino, y puedan continuarlo.

Antes de. ¿Antes de qué? Antes de la pandemia. Mucho antes de que todo esto sucediera, lo que aún no termina de pasar, solía decir a voz en grito y entre carcajadas que mi hijo no moriría de hambre ni de frío jamás porque si bien yo era una carishina irremisible, tenía tarjetas de crédito y efec­tivo, producto de trabajar como una hormi­ga, y que eso garantizaba la sobrevivencia de mi vástago. La madre luchona se defendía panza arriba y no aceptaba que se le dijera inútil: su poca habilidad en la cocina y otros menesteres caseros la suplía con el dinero para pagar por productos y servicios.

Punto. Así era el mundo moderno. O posmoderno, si les gusta más. Mi mundo.

Pero la verdad es que era.

Era.

Nos confinaron hace un año exacta­mente. Ya no más ir a la oficina, a la univer­sidad de la maestría, a los mil y un lugares que frecuentaba haciendo trabajos ocasio­nales de escritura, edición y corrección; ni a cafés ni a restaurantes, mientras mi hijo vivía su infancia la mitad del tiempo meti­do en un colegio donde hacía lo que hacen casi todos los infantes a su edad: jugar con sus amigos, estudiar materias de las que siempre he desconfiado, ensuciarse, reír y enojarse por cuestiones que los adultos con­sideramos pueriles, absurdas, porque había­mos dejado de entender el mundo fuera de nuestras obligaciones.

Habíamos.

Hoy, ciertas situaciones, enojos, risas, sorpresas, tomaron otro tinte. Y otro ritmo.

Hace un año. ¿Tanto ya?

Al principio, mi madre y mi tía se que­daron en casa, mientras que la persona que ha trabajado en la cocina y en la limpieza se quedó a su vez en su hogar, resguardada. Ellas cocinaban y limpiaban, mientras yo me ocupaba íntegramente de las conexiones de mi hijo, aún desorganizadas, disparata­das, y seguía manteniendo mis trabajos de escritura y edición, ni se diga el rendimiento universitario.

Fueron los meses más duros.

Y luego, de pronto, la gente volvió a salir a las calles de a poco. Mi madre y mi tía también. Así que alguien debía cocinar y limpiar, ¿no? Y sin dejar de lado las otras obligaciones. Me convertí en ama de casa que cocina, sin dejar de escribir. Me conver­tí en ama de casa que limpia, sin dejar de editar mi revista de cine y los libros de mi editorial. Me convertí en asistente de prima­ria, sin dejar de formular y escribir mi tesis. Intentando terminar, también, una novela. E iniciar un libro de cuentos.

Parece un cliché decir esto, pero he pen­sado mucho en mi abuela ahora que este alud de actividades se me vino encima, en cómo hacía ella para encargarse, en su épo­ca, de siete hijos, separados uno del otro por un año, máximo un año y medio. A los veinticinco, ella ya tenía siete críos. Yo, a mis cuarenta, con uno, sobrevivo a días en que caigo desmayada a las diez de la noche por­que ya no me da el cuero. Claro que la men­te sigue trabajando en temas como matar o no a un personaje, pasar el texto sobre cine

de terror al final de la revista y qué preparar de almuerzo al día siguiente: puedo hacer arroz con bistec y ensalada. (Y el personaje, obvio, tiene que morir. Siempre).

No voy a decir descaradamente que me haya convertido en la mejor cocinera del mundo, pero a mi hijo y a mí nos gusta lo que cocino, y creo que con eso basta. Y no nos hemos envenenado aún: eso es lo más importante, creo. A mi madre, eso sí, no le convence mucho mi nueva faceta de coci­nera, porque cuando llega por las tardes y calienta lo que he cocinado, me dice siempre que le pongo poca sal a la comida. Entonces intento explicarle mi método aparejado a mi filosofía de vida: si le pones mucha sal a algo, es incomible, intragable, espantoso. La sal que le pones a tus actividades y a tu co­mida la determinas tú. Yo no soy quién para salarle la vida al resto. Cumplo con que no sepa todo a alimento de hospital.

Además, estoy incursionando en nue­vas recetas. Aprendí a prender el horno para gratinar verduras y meter al fuego uno que otro bizcocho. Ejecuto a veces un par de mezclas inesperadas. Y hasta desempaqué una reliquia familiar, un libro de cocina que fabricaron mi abuela y mi mamá cuando esta me esperaba a mí, cuando cocinaba algo que ni ella podía imaginarse dentro de su cuerpo. No es un libro, en realidad. Es un cuaderno lleno de anotaciones y recortes de revistas antiguas, de esas que yo hojeaba maravillada cuando niña: Vanidades, Burda, Hogar, Ideas, asomándome a la posibilidad de que había otras casas más ordenadas, más bonitas y más lujosas que la nuestra, pero muertas, porque mi hogar, construido con esfuerzos, rarezas y recuerdos, siempre ha sido un caos lleno de vitalidad. El hogar de esta familia.

Al desempolvar ese cuaderno que se cae a pedazos, siento que tengo la memoria de mi familia en las manos. Es la memoria de la maternidad de mi abuela, de su comida magistral, de su caligrafía inclinada hacia la izquierda —ja, ja, paradójicamente— que me regala la receta de los dulces chilenos, los pimentones rellenos y el pan de Pascua. Y siento también la memoria del atribula­do embarazo de mi madre, una adolescente que no sabía realmente qué le sucedía a su cuerpo, por eso, cortaba y pegaba recetas en un cuaderno, para construir algo que pu­diera controlar, porque quería acompasar los latidos de su corazón con los saltitos de ese otro ser que vivía dentro de ella. Y algo le habrá quedado de ese trabajo, porque en la Navidad mi madre aparece con una Charlotte rusa cuya receta he encontrado en el cuaderno. ¿Habrá imaginado esa niña que cuarenta años después eso que la habi­taba tendría una vida propia? Eso, esa, ese alguien, ahora escribe. Se pregunta cosas. Ahora es también madre, buscándose como ser individual en esta casa que a veces me pregunto si es realmente mía.

El otro día me descubrí limpiando uno de los platos de porcelana que había pintado mi abuela. Y miré a mi alrededor. Nunca me interesé en la decoración de la casa. Cuando vivía sola, nunca decoré nada, llené todo de libros y basta. Máximo colgué una repro­ducción del “Quito negro” de Guayasamín en la pared. Es que la decoración era, para mí, otro de los roles de género que había que superar como fuera. Y la verdad es que hoy entiendo que un hogar también se descubre en los pequeños detalles y adornos que han ido construyendo tu trayecto, a solas y en fa­milia: así que encontré, con la vista, entre or­gullosa y ya algo nostálgica, una Piedra del Sol que compré en Teotihuacán con mi hijo, unas calacas traídas de Querétaro en ese mismo viaje y un cuadro de Ismael Olaba­rrieta que me dieron cuando gané el Premio La Linares en 2015. Mis viajes y paradas, mi literatura, en algo han aportado a esta casa.

Pero todo esto pasó antes. Antes de. An­tes de qué. Antes de la pandemia.

Además de pensar en el pasado y en recuperar la memoria, también he querido proyectarme en este año de pandemia ha­cia el futuro, a pesar de que muchos hemos aprendido que los planes a largo plazo se pueden ir al diablo. Es decir, no planeo mu­cho, pero sí quiero dejarle algo a mi hijo, una imagen, un objeto, una idea: tal como ateso­ro los recuerdos que tengo de la mano de mi abuela en la cocina, él tendrá de la suya me­morias de las roscas o de las empanadas o de las sopaipillas (algo que por cierto ya debería yo aprender a hacer). Pero a mí no me re­cordará por mi gran talento culinario. Lo sé. Lo admito. Soy honesta. Entonces, ¿por qué? ¿Por mis cuentos de terror o por mi bibliote­ca, que no le veo muchas ganas de heredar?

Volví a tejer. Y digo volver porque lo hice de niña, pero me desvié en el camino siempre porque encontraba un libro más di­vertido que leer y porque siempre había un terror bajo la cama que quería narrar.

No diré que somos una familia de ar­tesanos y que aquí las mujeres tejen la his­toria de la familia. No. Pero sí es cierto que mi mamá tejía con agujetas sacos para mí, porque quería que fuera una niña linda, y que me viera así, algo que, por el contrario, a mí nunca me interesó ser ni parecer. Y de paso me trató de enseñar a tejer con aguje­tas. Con esas no pude jamás. Y no puedo aún. Pero con croché, me acuerdo, lo logré enseguida. En ese entonces, recuerdo, qui­se tejerle un chal a mi abuela, que siempre andaba entre los calores extremos y el frío súbito: yo la veía viejita, obvio, era mi abue­la, pero ahora que lo considero, ella era un poco mayor que yo ahora. Y aunque a mí no me han llegado aún los calores, sí se han hecho presentes las mañas y el frío.

Así es como he retomado el proyecto de chal que tenía cuando niña, pero de forma hasta más radical. Y lo he llamado el Pro­yecto Cobija. He estado trabajando, así, en una manta enorme, hecha de cuadraditos que, a su vez, están tejidos con un punto de cuadraditos entrecruzados. En estos días ya estoy a punto de terminarla: son más o menos ciento cincuenta retazos de diversos colores los que he tejido mientras devo­ro películas y series para la revista de cine que edito. Falta unirlos. Y si la he hecho tan grande es porque necesito que bajo esta co­bija entremos mi hijo, yo, y por lo menos un par de perros. Así, tendremos una especie de carpa, hecha con mis propias manos, para cobijarnos —qué lindo cuando el sustantivo se convierte en verbo, y no, no estoy citando a Arjo­na— en esas noches en que esperamos en la terraza un suceso astronómico que nunca puede verse porque el cielo de Quito se nubla casi siempre en las ocasiones especiales. Pero ese será el recuerdo de él, algún día; haber estado frenando al frío, bajo el cielo, juntos, con la vista y la imaginación puestas en las estrellas.

¿Y luego qué? Sin planes a largo plazo, insisto, quisiera seguir tejiendo una cobija para mi prima, con los colores que ella elija, luego, claro, de que les teja capas a todas mis perras y para mi perro chico también. Para los perros que vendrán. Porque en esta casa siempre habrá ladridos y olor a comida. Y libros. Y madejas de lana.

No pretendo parecerme a la Penélope clásica o siquiera a la Penélope ladina de Monterroso, sino, más bien, creo que podría asemejarme, aunque sin la bilis de aquella, a Amaran­ta Buendía, tejiendo todos los días su mortaja, porque “había llegado a la vejez con todas sus nostalgias vivas”, y, aunque sé que no estoy vieja, sino que tengo esa especie de impostura entre cinematográfica y literaria, quisiera, como aquel perso­naje, llevarme el día de mi muerte mi mortaja y cartas para los muertos, cartas que yo misma escribo desde ahora, y dejarles también cartas a los vivos que parecen las escenas de una pelí­cula posapocalíptica.

Así, veo a un hombre guapo y alto, moreno, de ojos enormes (de su padre), con una boca ancha (de su madre), un hombre heredero de muchas tradiciones, entre ellas la tradición de los Connor-Skywalker. Este hombre es bueno con la gente y los ani­males, camina junto a su perro en medio del invierno nuclear, y guarda en su morral una cobija que le recuerda que alguien tejía a la espera de tiempos más fríos y más duros, porque, decía, siem­pre se puede estar peor. Quizás también guarde un libro medio deshojado, con un nombre en el lomo que él conoce muy bien, un nombre que le suena a que tuvo una madre que lo quiso des­de antes que naciera, porque cuando aquella comenzó a tejer y a escribir ya lo hacía para él, de cierta forma, como por ella misma, porque otras también antes ya lo habían hecho desde los inicios del mundo.

El hombre sigue caminando, con una sonrisa de medio lado. El perro lo mira. Y él cree que entiende que recuerdan a la misma persona.

Comienza a sonar “Learning to Fly” de Tom Petty.

Fundido a negro.

Créditos.

(Posdata durante la pandemia: el menú de hoy es puré de papas con vainitas y huevos duros. Y el personaje se salvó por los pelos de morir. Por ahora).

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