Por Milagros Aguirre.
Ilustración: ADN Montalvo E.
Edición 441 – febrero 2019.
No supo cuándo ni cómo pasó, pero se sintió más ligera de equipaje, abrió sus brazos y empezó a girar, se sintió tan liviana como cuando las hojas de otoño son mecidas por el viento. El pasado, o al menos algunas escenas que quedaban aún guardadas en su memoria, se parecía a esa enorme piedra que el picapedrero intentaba hacer trizas golpeando una y otra vez, con toda la energía de su cuerpo hasta volverla polvo.
Se sentía como la oruga antes de convertirse en mariposa, desplazándose lentamente, arrastrándose para mover esa masa de carne en la que se había convertido su cuerpo inútil. Sentía tristeza. Nostalgia. Sí. Nostalgia de las calles empinadas y estrechas donde jugó en su niñez y de la casa vieja repleta de fantasmas. El recuerdo pesaba, como pesaban los títulos aristocráticos de los que había querido deshacerse siempre porque un día dejó de encontrarles sentido, sobre todo cuando descubrió que la servidumbre no cobraba su salario, sino que era parte del legado familiar, que pasaba de generación en generación trabajando gratis por un plato de lentejas.
En su afán de volverse mariposa y volar, respiró profundo y se colgó de un árbol, como hacen las orugas para convertirse en crisálidas. Cerrar los ojos. Inhalar y exhalar. Despacio. Profundamente, dejando a los pensamientos pasar. Esos pensamientos, incluidos los recuerdos de los amores adolescentes, los reclamos a los padres, los resentimientos, las niñas bien, los niños bien que fastidiaban y le levantaban la falda en la escuela… la tía cariñosa, el primo guapo, el niño del columpio, el amor, el dolor, todos pasaban por su cabeza como en la cinta de una película. Ella se balanceaba colgada del árbol, hasta volverse crisálida y los recuerdos, gotas transparentes de rocío.
En su nueva condición podía sentir las caricias del viento y las chispas de agua lluvia refrescando su cara. Al estar de cabeza podía ver las copas de los árboles. Sus ramas y hojas formaban vitrales con formas perfectas. Podía ver las nubes desplazarse lentamente por el infinito cielo azul: nubes redondas, nubes blancas como el algodón, luces y sombras, nubes bonitas, esponjosas.
El día esperado llegó. Se había vaciado de todo. El duelo por sus muertos y por las miserias de los vivos se había transformado en colores brillantes: amarillos, violetas, rosas, verdes, lilas, naranjas. Estiró sus brazos y estos se convirtieron en alas hermosas y livianas. Empezó a girar. Tomó de la mano al viento y juntos pudieron danzar con algarabía. El gozo era enorme y no lo podía explicar. Se había despojado de todo, incluidos los recuerdos inútiles, las cadenas, los tropiezos. Se sentía libre, como cuando los barcos sueltan las amarras. Voló por el bosque, siguiendo el curso del gran río. Sacó sonrisas a los niños cuando se posó en sus narices. Viajó hasta perderse, volando, volando, volando…