La manada.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración: Maggiorini.

Edición 433 – junio 2018.

LaManadaSé que teníamos veinte años porque fue el año de Todas las Voces Todas, pero en mi memoria somos más jóvenes, adolescentes casi. Tal vez nos recuerdo más pequeñas porque las tres teníamos muy poquita vida real, no habíamos tenido enamorado ni sexo, ni habíamos experimentado la calle en su rigor total. Éramos como esas tortuguitas recién nacidas, con el caparazón carnoso, que corren al mar mientras cientos de aves se lanzan sobre ellas relamiéndose. Hijas de papá y mamá, nacidas en cautiverio, habíamos ido siempre de la casa al colegio, y a esos satélites de casa y colegio que eran los centros comerciales, la playa o las fiestas de amigas.

Presitas deliciosas para el horror.

Mis dos amigas y yo éramos como perritos falderos a los que dejaron sueltos en Quito el año de Todas las Voces Todas y caminábamos creyéndonos dueñas del mundo. Me acuerdo clarito, fue tan potente como destapar un frasco de cloro en tu nariz, de la sensación de adultez al alquilar el cuarto de hotel, qué potentes las luces que nos iluminaban los ojos, qué delirio que nadie te diga lo que tienes que hacer.

Ay, esas niñas. Éramos mayores de edad, pero solo en la cédula. Lo cierto es que estábamos disfrazadas de gente grande cuando nuestro cuarto seguía siendo rosado. Pero ahí fuimos, borrachas de libertad, con el espíritu aventurero más encendido que la alarma. Entonces pasó. Íbamos caminando por una calle de noche y pasaron unos chicos en un carro, ¿eran cuatro? ¿Eran tres? No recuerdo. Tampoco recuerdo la conversación. “¿A dónde van? ¿De dónde son?” No parecían malos chicos, pero nosotras no habíamos conocido nunca a unos malos chicos. Éramos inocentísimas: las películas no pintaban así —chicos universitarios como nosotras— a los malos chicos; era imposible que quisieran hacernos daño. El mal, creíamos, siempre es muy distinto a lo que una es.

Nos invitaron a una reunión en la casa de algún amigo, así que nos subimos al carro con esos desconocidos que creíamos conocidos porque eran como nuestros hermanos y nuestros amigos: vestían como ellos, escuchaban la misma música, iban a universidades hermanas a la nuestra. No hay ser más desvalido que una chica que nunca ha gustado y que, súbitamente, despierta el interés. ¿De verdad esos chicos guapos nos estaban haciendo caso a nosotras, llevándonos a una fiesta a nosotras?

La fiesta era en un departamento muy poco amueblado —recuerdo sofás, una lámpara que no iluminaba mucho, mucha pared blanca, el suelo alfombrado—. A pesar de que lo preguntamos, nunca nos dijeron de quién era esa casa. En ese departamento, por supuesto, no había nadie. Yo siempre he sido crédula y las niñas crédulas son como ratoncitos seducidos por el queso sobre la palanca que lo decapitará, pero una de mis amigas, con varias hermanas mayores, empezó a mirar, a mirar de verdad, lo que estaba pasando en ese departamento donde no estábamos más que esos chicos y nosotras.

Sacaron trago y yo bebí y mi otra amiga bebió, pero la tercera, la de las hermanas, no. La otra y yo empezamos a llamarla aguafiestas. No pasa nada, qué paranoica, qué perseguida, no lo arruines. ¿No ves que son sanos como nosotras? ¿Cómo va a pasarnos nada si nos estamos divirtiendo? Al cabo de un rato fui al baño que era al final de un pasillo y ellos hablaron de acompañarme: no de llevarme a la puerta, no de entrar conmigo al baño. A pesar de eso, todavía, qué estúpida, no se me activaban todas las alarmas que hoy, tardías, me erizan la piel entera y siento el corazón como si me hubiera tragado un conejo. Al salir del baño, estaban esperándome en el pasillo y tuve que pasar a través de ellos, mientras como quien no quiere, pero quiere, me tocaban. No soy yo, es mi mano, decían. Y se reían, cada vez menos universitarios quiteños y cada vez más animales. La risa de un grupo de hombres convirtiéndose en una manada.

En algún momento se fueron todos mucho rato a la cocina y mi amiga, la de las hermanas, dijo que teníamos que irnos, ya, de inmediato. Y entonces volvieron con una sonrisa extraña y una caja de chocolates abierta, y yo, que era tragona e inocente, lancé mi mano a ellos, mi amiga me detuvo. Dijo que no y ya no había nada de diplomacia en su voz. Ellos dijeron que por qué: ¿qué? ¿Nos tienen miedo? Ella repitió que no y que era hora de irnos. Ellos nos rodearon.

Pienso en las miles de maneras en que ese instante, el pasar de un minuto a otro, hubiera cambiado nuestras vidas para siempre. ¿Nos habrían matado o solo nos habrían violado entre todos? ¿Qué droga tendrían esos chocolates? ¿Nuestros padres aún estarían buscando nuestros cadáveres? ¿De qué formas habrían usado nuestros cuerpos? ¿Y qué hubiera dicho la policía? ¿Por qué estaban en ese departamento con chicos a los que no conocían? ¿Por qué bebieron alcohol con ellos? ¿Por qué se subieron a ese carro? Nos hubieran echado la culpa, por supuesto.

Se me salen las lágrimas de pensar lo cerca que estuvimos del horror que han vivido y viven, mientras ustedes leen esto, tantas chicas. Mi amiga subió la voz mucho, exageradamente, tal vez pensando en atraer a los vecinos. Gritó que nos íbamos y abrió la puerta antes de que pudieran evitarlo y siguió hablando muy alto hasta que llegamos a la calle. Entonces, como almas que escapan del infierno, empezamos a correr.

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