Por Daniela Merino Traversari.
Fotografías: piezas de la colección Jan Mulder.
Edición 439 – diciembre 2018.
El acto de fotografiar equivale a participar en la mortalidad de otra persona, en su vulnerabilidad y mutabilidad. Al partir y congelar un determinado momento, la fotografía se vuelve testigo de la disolución del tiempo.
Susan Sontag
La fotografía siempre ha sido mi más grande pasión. Años enteros pasé en el cuarto oscuro presenciando la magia del proceso de revelado. ¿Cómo podía una imagen nacer del vacío? El segundero del reloj se me hacía eterno. Quería escurrir la foto y salir del cuarto para poder mirarla bajo la luz del día y analizar si tenía o no la exposición correcta o el contraste adecuado. Había todo un proceso científico detrás de esta magia. Una danza entre químicos y cristales de plata. El revelado era el juego perfecto entre la luz y la oscuridad, entre lo que se ve y no se ve, entre lo que existe y ya dejó de ser.
Mi género favorito siempre fue el retrato: esa especie de danza erótica, pero muchas veces terrorífica entre el fotógrafo y el retratado. Tomar la fotografía de una persona es un acto profundamente íntimo, se trata de una conversación silenciosa, de un juego de miradas que se esquivan y, al mismo tiempo, quieren encontrarse. De esta conexión surge una especie de misterio de vida, un juego de espejos infinito, donde la fotografía más exquisita no es más que el resultado de una fusión entre el fotógrafo y el retratado.
Durante el primer año de mi carrera recuerdo haber estudiado a varios fotógrafos que han sido grandes íconos del retrato, como Richard Avedon o Irving Penn. Sin embargo, uno solo me impactó de manera diferente. Era latinoamericano. Encontré uno de sus libros por casualidad. La foto de la portada era impresionante. Se trataba de una imagen en blanco y negro de un gigante indígena, de envergadura imponente, pero de expresión tierna, serena y estable. Tenía la mirada de un niño, pero era un hombre.
¿Quién era capaz de mirar con esa sutileza y ese respeto profundo a los seres a los que fotografiaba? Esa mirada era de Martín Chambi, un fotógrafo peruano de comienzos y mediados del siglo XX. Un indígena nacido en Caza, al sur del Perú. Así lo descubrí, por azar, entre las páginas de un libro que contenía las más bellas imágenes de Cusco, de sus iglesias, campanarios y enormes muros incas. Pero sobre todo me conmovieron sus retratos de la sociedad cusqueña de ese entonces.
Martín Chambi (1891-1973) nació en una familia quechua que vivía de trabajos agrícolas y mineros en Coaza, un pueblo en el sureste peruano. A los diecisiete años migró a Arequipa, donde trabajó en el estudio del reconocido fotógrafo Max T. Vargas y en 1920 a Cusco, donde fundó su estudio fotográfico que permaneció activo durante cinco décadas. La obra de Chambi, atravesada por la sensibilidad de su mirada autóctona, es reconocida internacionalmente por constituir un documento artístico e histórico invaluable sobre la vida cultural y social de la modernidad andina latinoamericana en la primera mitad del siglo XX.
Hombres, mujeres, niños, indígenas, criollos y familias pertenecientes a la cúpula social de Cusco eran retratados con la mirada que dignifica y enaltece. Ese era el lenguaje de Chambi: el lenguaje de la equidad. En su estudio no existían estratos sociales ni diferencias raciales. Su estudio era tierra neutral, tierra justa, tierra de todos por igual.
Por ello, el legado de Chambi es inconmensurable. La documentación de la sociedad cusqueña que hace este fotógrafo va muchísimo más allá del simple registro de una ciudad y de una época particulares. Chambi retrata a un país entero que se junta en un solo rostro; no importa si es el rostro de un indígena o de una dama blanca de la alta sociedad. Este es el poder de una mirada clara y del mágico lenguaje de un artista que comprende desde muy adentro las limitaciones humanas, pero también su fuerza y su potencialidad.
Chambi nunca fue un fotógrafo indigenista, como muchos lo han catalogado. Chambi es el fotógrafo del Perú, de nuestros Andes y de su complejidad histórica, pero sobre todo Chambi es el fotógrafo de una sola raza: la humana.

El artista y empresario
Conversé con Andrés Garay, curador de la exposición de Martín Chambi que ahora se muestra en el Museo del Alabado hasta el mes de enero. Garay, también investigador y profesor de la Universidad de Piura, es un apasionado de la vida y la obra de este gran maestro de la fotografía. “Hay muchos mitos que se han desarrollado alrededor de la vida de Chambi”, me cuenta Garay. Uno de esos mitos es que Martín Chambi fue un autodidacta. Lo cierto es que el fotógrafo puneño, antes de mudarse a Cusco en el año 1920, pasó varios años en Arequipa formándose con el gran maestro de la fotografía Maximiliano Telésforo Vargas, conocido como Max T. Vargas. Con apenas diecisiete años, Chambi se mudó a Arequipa para trabajar de asistente de este maestro. En ese entonces Arequipa vivía su época dorada dentro de la historia de la fotografía del Perú, un momento muy importante pero desconocido para muchos.
“Vargas era un verdadero empresario de la fotografía,” dice el curador. Vargas se había formado en Europa y manejaba dos estudios fotográficos simultáneamente, uno en la plaza central de Arequipa y otro en La Paz, Bolivia. El maestro conocía la fotografía, no solamente como una forma de hacer arte, sino como un negocio de gran envergadura.
Martín Chambi no solo aprendió de Vargas el funcionamiento de un estudio fotográfico, también la estética del claroscuro y varias técnicas de retoque. Aunque Chambi desarrolló su propio estilo fotográfico como retratista, aprendió de Max T. Vargas a fotografiar paisajes, eventos sociales y a manejarse como un corresponsal de prensa. Luego de formarse con este gran maestro, Chambi también se unió con los hermanos Vargas, Carlos y Miguel (sin ningún parentesco con el maestro Max T.) para trabajar en su estudio y continuar aprendiendo el arte y el negocio de la fotografía.
En 1920 Chambi se trasladó a Cusco con su esposa arequipeña para instalarse en la ciudad hasta el año de su muerte en 1973. “A Cusco ya llegó un fotógrafo altamente sofisticado”, aclara enfáticamente Garay, al contrario de lo que muchos piensan. Y el fotógrafo logró abrir su estudio en 1924 ofreciendo su trabajo como retratista al igual que un servicio de revelado de película, placas para aficionados y venta de postales turísticas.
Para publicitar su trabajo en medios impresos, Chambi definió su oficio como una fotografía “al estilo Rembrandt y al gusto del cliente”; esto le aseguró el éxito entre las clases acomodadas de la sociedad cusqueña. Chambi sabía moldear con precisión la luz natural. Era el poeta de la luz.
En su taller también tenía una galería. Esta permanecía abierta al público y ahí mostraba sus diversas imágenes. Chambi registró muros, calles, iglesias, ruinas (hizo la primera foto artística de Machu Picchu), con la misma rigurosidad y meticulosidad con que retrataba a los seres de su sociedad. Y aunque se lo conoce como un gran retratista, Chambi no se comprometió con ningún género específico ni con ningún movimiento o tendencia artística de la época. Simplemente amaba la fotografía, era su oficio, su arte y su forma de vida.




Cosmovisión andina
La importancia de la muestra del Museo del Alabado es que se exhiben por primera vez alrededor de 100 fotografías originales de Martín Chambi. Estas impresiones pertenecen a la colección fotográfica Jan Mulder, que existe en Lima desde hace poco más de una década. Hoy en día es muy difícil definir lo que significa una fotografía “original”, dado que vivimos en plena era de la revolución digital, pero para Stephano Klima, director de la colección, el valor de una fotografía vintage radica en que la imagen que estamos mirando, con todas sus características: contraste, tonalidades, viñeteado y hasta la decisión del tamaño de la imagen, fueron decisiones tomadas por el artista desde su cuarto oscuro.
Las fotos que hoy se exhiben en el Museo del Alabado salieron directamente del taller de Chambi. Ahí radica la magia y la monumentalidad de esta exhibición. Lo que usualmente hemos visto de este fotógrafo peruano en los últimos cuarenta años han sido fotografías digitalizadas y modificadas en sus tonalidades y tamaños por la decisión de un curador, no por la del propio autor.
La exhibición, dividida en tres partes, nos muestra maravillosas postales de Cusco, entre ellas, quizá, las que imprimía su hija Julia después de llegar del colegio. También se exhiben imágenes originales de Machu Picchu que nos muestran nuevos ángulos y texturas. Chambi subió varias veces a la ciudad inca. Cargaba su cámara gigante a lomo de mula para fotografiar las ruinas recién descubiertas. Cusco apenas se abría al mundo como potencia turística y Chambi sabía cómo exaltar la arquitectura y las texturas de estos escenarios andinos con su ojo matemático. Por último, encontramos esas imágenes sublimes de indígenas y de la burguesía cusqueña.
Encuentro imponente el trabajo de Chambi. Al mirar la exhibición me hacen eco las palabras de Sontag: la fotografía como constatación de nuestra mortalidad. ¿Pero no es esto una contradicción? El deseo de atrapar el gesto de una persona en una fracción de segundo es igual al deseo de perpetuarlo eternamente. Esta es la gran paradoja del acto fotográfico, pero solo así se convierte en registro y documento, en evidencia y construcción de la historia de un país, de una ciudad, de una familia, de una raza, de un tiempo.