La madre que me parió

La madre
Ilustración: Miguel Andrade

Tenía quince años, cuando nos conocimos. Mejor dicho, cuando yo la conocí, pues contaban que ella me había visto fugazmente varias veces. Ahí viene, me dijo la tía Lina. Es aquella, la flaca, la pelirroja. Yo no sentí nada, aparte del encogimiento de los pies. Poco a poco y casi en puntillas se me fue acercando, como los niños se acercan a las palomas para evitar que estas emprendan el vuelo. Muy de reojo vi el vuelo de un impermeable con forro escarlata, como la capa del conde Drácula, una mano tatuada de largos dedos y varios anillos, y a ras del suelo un par de botines igualmente negros.

De pronto, escuché su voz por primera vez en la vida, una voz de nictálope fumona:

—Hola, Milo.

Apretando dientes y puños, además del pecho, impedí que mi cabeza girara como en El exorcista. Poco a poco, levanté la vista hacia aquel rostro macilento, con anteojos y un maltrecho moño pelirrojo. En otra versión más bien antigua ya lo había visto en fotos y sobre todo en sueños.

—Soy yo, la Beba, tu mamá —me dijo en susurros, como si no lo creyera o, a hurtadillas y nerviosa, me comunicara una clave. Al mismo tiempo, se sentó en la silla contigua y, sonriendo sin sonrisa, como si más bien se hubiera metido en un lío, empezó a soltarme preguntas aptas para escueleros antes de secuestrarlos.

“Así es que tú eres la famosa Beba”, le dije mentalmente y, de paso, mirando no a ella sino a la capilla ardiente al fondo del recinto, le resumí la historia que me contaron toda la vida, claro que con la boca cerrada: debido al notable tamaño de sus senos, la mujer que me parió se ocupó de mi lactancia no tanto para alimentarme, sino para deshacerse del exceso de leche, y al sexto mes, ipso facto, cambió de lactante. Un dramón que ni siquiera lo sentí, pues al amparo de un elenco de tías, todas madres de sus propios hijos, empecé una niñez tipo veterano de guerra.

—¿Prefieres que te llame Camilo o Milo?

—Pirata —respondí, constatando al fondo la carencia de ofrendas florales y la soledad del féretro.

—Tienes pies grandes, ¿cuánto calzas?

—40 en el izquierdo y 43 en el derecho.

No pudo retener una risilla genuina, que muy a mi pesar me pareció encantadora.

Por suerte, empezó a circular el güisqui, ese gran mediador. Dos o tres vasos fueron suficientes para tenerla tan cerca que pude esnifar disimuladamente su perfume a tabaco y no sé a qué flor esotérica. De paso, empecé a responder una que otra de sus preguntas que me caían en ráfaga, como si intentara cruzar en tres brincos la largura de nuestro mutuo desarraigo.

Tres güisquis más tarde, ya sin impermeable y con su imponente pecho apretado por la blusa, la Beba se desató en abrazos tenaces, llanto sin dique, besos en la frente y en las mejillas, y por poco en la boca, mientras me soltaba cursilerías de telenovela. El matriarcado, a su vez, sollozaba y bebía, feliz ante el encuentro de la madre pródiga y el hijo sin ombligo.

Y la fiesta se encendía, dando la espalda al motivo por el que estábamos reunidos, que era el funeral de la bisabuela pellizcona.

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