La línea de contención

Edición 454 – marzo 2020.

En Ucrania, Rusia se juega su presencia en Europa, mientras Trump maniobra para lograr su reelección.

Los hechos se sucedieron unos a otros con una rapidez de vértigo. Tanta, que resultó evidente que todo estaba organizado y coordinado con anticipación y prolijidad. Fue así que el 1° de marzo, desde su refugio en Rostov del Don, en territorio ruso (adonde había huido una semana antes), el expresidente ucraniano Víktor Yanukóvich le pidió a Rusia que enviara fuerzas militares a Ucrania “para reestablecer la legitimidad, la paz, la ley y el orden”. Ese mismo día, el presidente Vladímir Putin ordenó el inmediato despliegue de tropas, que empezó al día siguiente y que, casi sin resistencia, derivó en la ocupación fulminante de la península de Crimea. Era 2014. El plan estaba funcionando a la perfección.

El objetivo primordial de las tropas rusas fue copar el puerto de Sebastopol, en el mar Negro, y colocar en los puestos clave de la administración local a funcionarios de etnia rusa. El 6 de marzo, con Crimea (que funcionaba como república autónoma dentro del Estado ucraniano) bajo ocupación militar, la península anunció su desvinculación de Ucrania y su ingreso en la Federación Rusa. El 16, en un referéndum cuya limpieza no supervisó nadie y cuya validez sólo fue reconocida por Bielorrusia, fue aprobado el cambio de soberanía, que se concretó el 21, cuando la península de Crimea, con la ciudad de Sebastopol incluida, se incorporó a Rusia como “distrito federal”. Ucrania quedó humillada y mutilada. Yanukóvich se había vengado.

Cuatro años antes, en febrero de 2010, Yanukóvich había sido elegido presidente y, tras una negociación minuciosa y cautelosa, en 2012 firmó un acuerdo de adhesión de su país a la Unión Europea. A Ucrania se le abría el mercado vasto y rico de Europa. Vladímir Putin recibió ese acuerdo como una afrenta personal: los países occidentales no sólo que no habían acogido a Rusia con los brazos abiertos después de que se había librado del socialismo sin tener que disparar ni un solo tiro, en 1990, sino que además había ampliado su alianza militar, la OTAN, hasta sus vecindades y ahora se aprestaba a llevar su alianza económica hasta la mismísima Ucrania. Todo lo cual al presidente ruso le pareció intolerable. Y empezó a maniobrar.

Nunca se supo qué hizo Putin, qué tuercas apretó. Lo cierto es que, después de haber firmado el acuerdo con la Unión Europea, Yanukóvich no lo cumplió. Dio largas al asunto, con las explicaciones más estrafalarias, mientras en secreto arreglaba la incorporación de Ucrania a la Unión Euroasiática, un proyecto ruso para crear en su torno una asociación que sirva de contrapeso a la alianza occidental y que sigue teniendo tan sólo cinco miembros: Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajistán y Kirguistán. Cuando en noviembre de 2013 la prensa independiente, siempre tan indiscreta (por eso la detestan y la persiguen los dictadores y los sátrapas), reveló esa negociación secreta, la gente hirvió de indignación. Y se lanzó a las calles.

De Maidán a la guerra

La plaza central de Kíev, coloquialmente llamada ‘Maidán’, fue desde el 21 de noviembre el escenario mayor, aunque no el único, de protestas con concurrencia e intensidad crecientes. Fueron cientos de miles de personas, día tras día, exigiendo la firma sin más dilatorias del tratado de adhesión a la Unión Europea. El año 2013 terminó en un ambiente de convulsión y tumulto, con el gobierno reprimiendo sin contemplaciones a los manifestantes. Al empezar 2014 las protestas siguieron e incluso se volvieron más intensas y resueltas. También la represión se recrudeció: entre el 18 y el 20 de febrero hubo 98 muertos y unos quince mil heridos. Aun así, Yanukóvich no soportó la presión ciudadana y, asustado, la noche del 21 de febrero huyó de la capital. Al día siguiente, 22, el congreso lo destituyó por abandono del cargo. Reapareció el 28, ya refugiado en Rusia. Y el 1° de marzo le pidió a Putin que desplegara sus tropas. Y, por supuesto, Putin aprovechó para apoderarse de Crimea y Sebastopol.

Para entonces, la península de Crimea tenía ya una historia larga y ajetreada de disputas. Había estado casi cuatro siglos bajo dominio turco, durante el Imperio Otomano, cuando en 1768, en medio de la guerra Ruso-Turca, la emperatriz Catalina la Grande se lanzó a la conquista de una salida al mar Negro, para lo que ocupó la península en 1774 y la anexionó a Rusia en 1783. Ya en el siglo XX, tras la revolución socialista y la creación de la Unión Soviética, Crimea recibió un estatuto de autonomía y un nombre interminable: República Autónoma Socialista Soviética de Crimea de la República Socialista Soviética Federativa de Rusia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, toda la península, Sebastopol incluida, fue tomada por Alemania en 1941 y liberada en 1944. A Stalin se le ocurrió, entonces, acusar a los tártaros de haber colaborado con los nazis durante la ocupación, por lo que ordenó deportaciones masivas al Asia Central y le quitó a Crimea la condición de república autónoma, convirtiéndola en ‘óblast’, es decir en algo equivalente a una provincia. En 1954, tras un problema severo de abastecimiento de agua, el gobierno soviético decidió —por consideraciones administrativas— transferir el óblast de Crimea de una de sus repúblicas a otra. Y Crimea pasó de Rusia a Ucrania. Por entonces, los comunistas aún creían que, siguiendo las profecías de Marx, la propagación del socialismo por todo el planeta era inevitable y que, por lo tanto, había llegado el principio del fin de la historia. Pero, una vez más, los marxistas se habían equivocado.

En efecto, en 1989 la Unión Soviética hizo implosión por el fracaso político y económico del socialismo y, un año y medio más tarde, las quince repúblicas soviéticas se desbandaron. Ucrania volvió a ser un país independiente, con la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol dentro de su territorio. Y ahí permanecieron hasta marzo de 2014, cuando las tropas rusas, siguiendo las órdenes de Putin y el pedido de Yanukóvich, las ocuparon por la fuerza y en menos de tres semanas olearon y sacramentaron su reincorporación a Rusia. Reincorporación que, por cierto, no fue aceptada ni reconocida por ningún país occidental, fue rechazada por las Naciones Unidas y a la que Ucrania describió de inmediato como “ilegítima e inválida”. Después vendría la guerra.

El llamado Cuarteto de Normandía (Rusia, Ucrania, Francia y Alemania) tiene como fin buscar una salida a la guerra del Donbás, que ha costado 13.000 vidas en el este ucraniano desde 2014. Este es el mayor problema que afronta Zelenski, y no el que le puede haber causado Trump: el Ucraniagate no ha tenido coste para él sino para el presidente de Estados Unidos.


La guerra continúa

Putin, que sin duda quedó marcado por sus años tensos e intensos como espía ruso durante la Guerra Fría y, sobre todo, por la aplastante derrota soviética, decidió enseguida redoblar la apuesta. Había perdido Ucrania, que en las elecciones de mayo de 2014 eligió presidente a Petró Poroshenko, partidario de la incorporación a Europa Occidental, pero al menos le había arrebatado Crimea y Sebastopol. Y podía arrebatarle algo más. Promovió, entonces, una cadena de manifestaciones callejeras en contra del nuevo gobierno ucraniano, en especial en la región del Donbás, colindante con Rusia e integrada por los óblast de Donetsk y Lugansk, donde la población de origen ruso es, en su orden, del 48 y el 85 por ciento.

Las manifestaciones en el Donbás derivaron en enfrentamientos y, al escalar la violencia, irrumpieron grupos armados prorrusos, que el 26 de mayo atacaron el aeropuerto y otros puntos estratégicos de Donetsk, lo que desencadenó una batalla de varios meses de duración con el ejército ucraniano. En medio de los combates aparecieron soldados con armas de alto poder, pero sin insignias ni identificaciones, que Rusia negó que pertenecieran a su ejército. Sin embargo, tanto los reporteros de guerra como organizaciones independientes (Amnistía Internacional, por ejemplo) exhibieron imágenes satelitales que demostraron que los comandos sí habían partido de territorio ruso.

Más aún, una organización civil rusa, el Comité de Madres de Soldados, aseguró que en los momentos más intensos de la guerra, hasta febrero de 2015, cuando en la ciudad bielorrusa de Minsk fue acordado un alto al fuego que en teoría se mantiene en vigencia a pesar de que ha sido violado cientos de veces, hasta quince mil militares fueron enviados a combatir en las provincias orientales ucranianas. Rusia ha desmentido siempre esa versión. No obstante, la Unión de Voluntarios del Donbás, una organización de combatientes rusos a favor del separatismo de Donetsk y Lugansk, jamás ha negado su cercanía con el gobierno ruso, que le proporcionaría el dinero y las armas para su actividad en territorio de Ucrania.

La guerra alcanzó tal intensidad que el 17 de julio de 2014 un avión civil de Malaysia Airlines, que hacía un trayecto de Ámsterdam a Kuala Lumpur, fue derribado cuando volaba sobre Donetsk, cerca de la frontera con Rusia, un ataque mayoritariamente atribuido a los milicianos prorrusos. Los 298 ocupantes murieron. Ese incidente impulsó más el conflicto, que desde entonces ha oscilado entre episodios de alta y de baja intensidad, con treguas inestables y reanudaciones feroces. En todo caso, la guerra en el Donbás prosigue y ha causado ya algo más de trece mil muertos, treinta mil heridos y dos millones y medio de desplazados, aparte de que se ha convertido en la mayor línea de fractura entre Rusia y los aliados occidentales. Allí, en las provincias orientales de Ucrania, está en juego la expansión o la contención rusa. Ni más ni menos.

Comediante convertido en político, el trabajo de Zelenski antes de ser elegido presidente de Ucrania era interpretar al presidente de Ucrania en televisión. Su país está en medio de un enfrentamiento de años con Rusia por Crimea, un área que Rusia invadió y anexó en 2014. Zelensky también lidia con una guerra contra los separatistas prorrusos.

Las maniobras de Trump

Sí, por Ucrania pasa hoy la gran línea de contención al avance ruso. En el Oriente Medio falló la contención occidental cuando, en medio de la guerra civil de Siria, una vacilación del presidente Barack Obama en julio de 2014 permitió a Rusia involucrarse en el conflicto, inclinar la balanza a favor del gobierno de Bachar el Asad y, sobre todo, conseguir su ansiada salida al mar Mediterráneo a través del puerto sirio de Latakia. Un éxito geopolítico decisivo. Con el impulso de ese triunfo, el presidente Putin jugó sus cartas en Ucrania y, al menos hasta ahora, está ganando la partida, a pesar de los esfuerzos, bastante tibios, de Alemania y Francia.

Pese al clamor del gobierno de Ucrania, ahora presidido por Volodímir Zelenski, el objetivo actual de los empeños alemán y francés no va más allá de lograr la aplicación del acuerdo de Minsk para el alto al fuego. Ya ni siquiera se discute la restitución a la soberanía ucraniana de las provincias de Donetsk y Lugansk. Una parte de ese acuerdo es el intercambio periódico de prisioneros de guerra, como el que fue acordado a principios de febrero de 2020 por el ‘Cuarteto de Normandía’ (Alemania, Francia, Rusia, Ucrania) y que, para asombro del mundo, incluyó la entrega a las milicias prorrusas de cinco agentes de una unidad de élite que participaron —y fueron enjuiciados— en la sangrienta represión que desencadenó Víktor Yanukóvich en los días previos a su huida a Rusia.

El nuevo intercambio de prisioneros fue, de paso, un reconocimiento expreso de que la guerra en el Donbás prosigue y de que, en efecto, ahí está la línea de contención al avance ruso. Fue por esa realidad de una guerra en marcha, estratégicamente fundamental, que en cinco años —junio de 2014 a junio de 2019— Estados Unidos ayudó a Ucrania en su esfuerzo bélico con 1.500 millones de dólares. Cuando esa partida se agotó, el congreso americano aprobó una cooperación adicional inmediata de 400 millones. El gobierno ucraniano necesitaba y esperaba ese aporte con urgencia.

Fue entonces cuando, en plena campaña para lograr un nuevo mandato de cuatro años, el presidente Donald Trump frenó la entrega de la ayuda que el congreso había aprobado. La maniobra consistía en condicionar el traspaso de los 400 millones de dólares a la apertura en Ucrania de una investigación judicial sobre los negocios que allí había tenido un hijo del exvicepresidente Joe Biden, quien por entonces —tercer trimestre de 2019— aparecía como el favorito para ganar la candidatura presidencial del Partido Demócrata y, por lo tanto, ser el rival del republicano Trump en la elección de noviembre próximo.

Llamadas, mensajes, presiones

El chantaje, que eso era en definitiva, había empezado el 21 de abril de 2019, día en que Zelinski fue elegido presidente, con una llamada de felicitación que Trump aprovechó para ofrecerle que le organizaría una reunión en la Casa Blanca, en Washington, con todo lo que eso significa en cooperación y respaldo. Las rarezas comenzaron unos días más tarde, el 6 de mayo, cuando la embajadora americana en Kíev, la diplomática de carrera Marie Yovanovitch, fue cesada de manera fulminante y sin explicación oficial. Y tres días después, el 9, el New York Times reveló que el abogado personal de Trump, Rudy Giuliani, se aprestaba a viajar a Ucrania. Todo muy extraño.

Al haber sido revelado, el viaje fue cancelado. Pero el 21 de julio, en un tuit, Giuliani se quejó de que el presidente Zelenski “todavía no ha dicho nada sobre la investigación de la interferencia ucraniana”. Ese mensaje hizo saltar las sospechas, pues por esos días el entorno de Trump estaba empeñado en decir que fue Ucrania, y no Rusia, el país que había interferido en la elección presidencial de 2016, afirmación con la que el presidente estadounidense quería convencer de que había sido Hillary Clinton, y no él, quien había tenido ayuda extranjera en la campaña. Las alertas se encendieron.

El congreso empezó, entonces, a preguntar qué pasaba con la ayuda aprobada para el esfuerzo de guerra de Ucrania. Por qué no se había concretado la entrega del dinero. Mientras tanto, el 25 de julio Trump le hizo una segunda llamada a Zelenski: “nos gustaría que nos hiciera un favor…”. En la conversación, cuya transcripción tuvo que entregar la Casa Blanca, quedó muy claro que Trump condicionaba la transferencia de los 400 millones (y la visita a Washington) a que el gobierno ucraniano le hiciera el favor pedido sobre la investigación a Biden. “Necesito que hable con mi abogado”.

Unos días más tarde, ya en agosto, renunció el director nacional de inteligencia en medio de versiones sobre el malestar que reinaba en los organismos de seguridad por el manejo de la ayuda a Ucrania en medio de su conflicto armado con Rusia. El 12, en un canal oficial de denuncias anónimas apareció la queja formal de un agente del servicio de inteligencia, cuya identidad aún permanece en secreto, asegurando que el presidente Trump ponía en peligro la seguridad del país al retener por cálculos políticos la ayuda a un aliado en guerra. El 9 de septiembre, el comité de inteligencia de la cámara de representantes anunció el inicio de una investigación al respecto. El juicio político contra Donald Trump se ponía en marcha. Dos días después, el 11, la ayuda a Ucrania finalmente fue entregada.

Lo que vino a continuación —asombroso, decepcionante— es por todos conocido: la oposición demócrata sustentó su acusación en documentos y testimonios, los abogados del presidente aseguraron que no había una causal sólida de destitución, la mayoría republicana impidió la comparecencia de testigos en el juicio (entre ellos John Bolton, que fue el consejero de seguridad nacional hasta septiembre de 2019 y que se había declarado dispuesto a presentarse) y, al final, la mayoría republicana en la cámara de senadores absolvió a Trump. Tonificada, la campaña para la reelección se puso en marcha. Los demócratas, fragmentados, reanudaron la búsqueda de su candidato.

Mientras tanto, la guerra en el este de Ucrania sigue, aunque está en una fase de baja intensidad. La península de Crimea y la ciudad de Sebastopol permanecen en poder de Rusia, que continúa alentando los movimientos separatistas en el Donbás, donde los óblast de Donetsk y Lugansk están cada día más en medio de la nada, librados a sus infortunios: Rusia ya no los quiere anexionar, porque su región minera industrial está arruinada, y Ucrania duda en reincorporarlos para no tener que cargar con una extensa población prorrusa que sería un peso muerto en sus planes de integrarse con fuerza en Europa Occidental. En fin. El conflicto hoy está en neutro, pero Vladímir Putin, con toda su codicia y astucia, pronto volverá a acelerar.

Comediante convertido en político, el trabajo de Zelenski antes de ser elegido presidente de Ucrania era interpretar al presidente de Ucrania en televisión. Su país está en medio de un enfrentamiento de años con Rusia por Crimea, un área que Rusia invadió y anexó en 2014. Zelensky también lidia con una guerra contra los separatistas prorrusos.

El llamado Cuarteto de Normandía (Rusia, Ucrania, Francia y Alemania) tiene como fin buscar una salida a la guerra del Donbás, que ha costado 13.000 vidas en el este ucraniano desde 2014. Este es el mayor problema que afronta Zelenski, y no el que le puede haber causado Trump: el Ucraniagate no ha tenido coste para él sino para el presidente de Estados Unidos.

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