Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración María José Mesías.
Edición 429 – febrero 2018.
Hace más o menos 370 años, René Descartes, el gran filósofo modernista, se obstinó en dar respuestas certeras a sus dudas. En el proceso de descubrir verdades para sí mismo, Descartes llegó a la conclusión de que debía despojarse de todo: ideas anteriores, prejuicios y conocimientos establecidos, para llegar a algo que le diera un sentido de verdad al mundo que lo rodeaba y a sí mismo. En ese camino de cuestionamiento hiperbólico decidió recluirse, pasó algunas semanas en aislamiento total, para llevar a cabo este ejercicio de someter todas sus creencias a preguntas rigurosas. En esa suerte de trance intelectual, a Descartes se le ocurrió, por ejemplo, que la desconfianza era una mejor consejera que la confianza, después de todo la realidad y lo que provenía de sus sentidos podían ser producto de las travesuras de algún espíritu diabólico que podía estar jugando con él, haciéndole ver cosas que en realidad no estaban ahí. Podía estar alucinando, imaginando cosas, como en cualquier trance.
Al final de este ejercicio que él se tomó con total rigurosidad, Descartes llegó a una muy famosa conclusión: aun si él estaba soñando, alucinando, divagando, había un ejercicio mental que daba cuenta de su propia existencia. Es decir, podía dudar de todo lo demás, incluso del contenido mismo de las ideas —excepto de la de Dios— que venían de él, sin embargo, tenía la certeza de que él existía, en tanto en cuanto pensaba. El famoso “Cogito, ergo sum”, o “Pienso, luego existo”, surgió de esta manía de Descartes de llegar a las últimas consecuencias de sus preguntas interminables. Él también creía en la absoluta separación entre mente y cuerpo. El famoso dualismo que le permitía dar una salida a la posibilidad de vida después de la muerte.
Descartes navegaba aguas imprescindibles; sin embargo, por estos días, su confianza tardía en el pensamiento se me ha vuelto frágil en lo personal. Me explico, queridos lectores. Hace algunos meses reflexionaba junto a ustedes acerca de cómo los seres humanos tomamos como materia prima nuestros recuerdos y, a partir de ellos, fabricamos historias como telares fabricados de parches para contarnos a nosotros mismos quiénes somos. Es decir, existe una dimensión literaria en nuestra construcción personal. Algo que quizá Descartes vincularía con los delirios melodramáticos del genio diabólico… Al final, en esa reflexión me preguntaba: ¿quiénes somos, cuando perdemos esa materia prima de nuestras historias, los recuerdos que nos quedan y que vamos hilvanando como el gran telar de nuestra existencia?
Hace pocos días, pude vivir en carne propia un episodio de amnesia temporal por un trauma craneal: caí el día 30 de diciembre en unas escaleras empinadas y todo lo que sé al respecto lo cuento por el testimonio de los testigos que estuvieron conmigo. No perdí la conciencia y, sin embargo, no sé cómo me caí, no recuerdo ni las gradas ni la casa de mi querida amiga, no sé cómo llegué al hospital, no sé qué exámenes me hicieron y finalmente cuando, ad portas de 2018, me preguntaron en qué año estaba, contesté plácidamente que en 2012.
Poco a poco, en las horas que siguieron fui recuperando algunos recuerdos vagos del día anterior. Sin embargo, las circunstancias, lugar, entre otros, de eso que los médicos llaman “trauma” no retornaron ni lo harán jamás.
En los días de reposo que vinieron luego, volví a pensar en Descartes, en la memoria, en la identidad y en cuán vulnerables y transitorias son tantas de nuestras certezas. ¡Cómo estamos tan seguros de nosotros mismos y lo damos por sentado! Un pequeño tingazo en la cabeza basta para mostrarnos el tamaño de la fragilidad de nuestra certidumbre, la fisicalidad de nuestra memoria y lo poco que toma para perderla. La caída habría podido ser sido más dañina e impactar de forma más permanente en mis recuerdos. En ese caso, ¿cómo hubiera podido estar segura de nada? Descartes habría dicho que seguía existiendo, pero entonces, ¿quién habría sido esa persona que pensaba si ya no estaba segura de quién era? ¿Cómo se habría establecido continuidad en mi propia identidad?
Poco a poco la humanidad ha ido comprendiendo que el acceso que tenemos a nuestra propia conciencia e identidad es bastante más improbable e indirecto de lo que el genio Descartes pensaba. También los estudios de neurociencia tienen tanta precisión al localizar las zonas cerebrales que se conectan con nuestras emociones, como para obligar a cualquiera a someter a la duda cartesiana la presunción de dualidad cuerpo-mente. Por eso quizá deberíamos aceptar de modo definitivo que somos leves y frágiles. Abrazar esta condición, lejos de provocar miedo, tal vez agregaría intensidad y un mayor agradecimiento del que solemos tener.