La infancia

Por Anamaría Correa.

Ilustración: María José Mesías.
Edición 464-Enero 2021.

No era una infancia común. La tradicional “infancia feliz”, carente de preocupaciones y angustias propias de la adultez, había sido reemplazada por unos años inciertos y teñidos de un gris oscuro por la tristeza circundante. No era para menos, el padre de su gran familia estaba gravemente enfermo y se luchaba —médicos, paciente y familia— contrarreloj para evitar lo inevitable. Eso, la niña lo intuía, pero no lo sabía con certeza. Tenía solo ocho o nueve años, y sus padres habían decidido hacer un intento ambicioso por mantener su inocencia intocada, tratando de resguardar la despreocupación de esos años sin mancharla con las noticias aciagas. ¡Claro, como si eso fuera posible!

Los niños lo saben todo y, por eso, la niña pasaba sus días imaginando la enfermedad. Sintiendo un vacío en el estómago imaginaba esos monstruos internos que acechaban al padre, pero jamás lograba descifrar si alcanzarían a tragársela a ella también. Claro, la confusión entre la enfermedad del padre y la suya, era parte de ese estado nublado. Los días transcurrían entre momentos de olvido de la inminente catástrofe y otros de preocupación aguda. Sus padres iban a visitar al médico mientras ella esperaba en las gradas ansiosa por ver sus rostros al regreso y soñar que quizá traían algún buen resultado sobre la derrota de esa enfermedad terrorífica.

Transcurrían los días, las semanas y los meses. El padre con altos y bajos, hasta que por fin uno por uno, empezando por los padres y hermanos mayores, migraron para un tratamiento de punta —la salvación final— que el padre iba a recibir. El esfuerzo médico, sin embargo, sirvió de poco y en lugar de viajar a recibir noticias alentadoras, cada uno de sus hermanos viajó para vivir los últimos días de vida del padre.

Mientras tanto la vida de la niña seguía su curso: se cambió de colegio porque esos eran los planes trazados desde antes de que viniera el monstruo a pulular por sus vidas. Cambio de colegio, viaje de la familia y de repente la niña se vio trasladada a la casa de sus primos mayores, los Ponce, ya que había quedado huérfana de familia, mientras su padre era tratado en el exterior.

Los Ponce eran una familia atípica y genial. Muchos hermanos que vivían en una casa mágica, empezando porque su puerta de entrada jamás estaba cerrada. Unos entraban y otros salían, pero siempre había jarras de jugo de naranjilla recién hecho y pan con queso que se consumían en cantidades industriales porque los primos Ponce eran grandes y hambrientos. Nunca faltaban toneladas de risas, chistes y atención para la niña.

La niña vivió dos o tres meses donde los Ponce. Era el centro de atención, mientras bailaba canciones de Daniela Romo o hacía bromas a sus primos mayores, sintiéndose muy grande y sabida en los asuntos del amor y la conquista de los años mozos de sus primos. No había nadie como la tía Alicia con su sabiduría y ternura para paliar esas semanas y meses que debían ser, para ella, también de tristeza profunda. Al final, era su hermano adorado el que se estaba extinguiendo joven y con tanta prole que cuidar, tantos proyectos por delante.

A la luz de los años, ya largos 35, la niña guarda en su corazón dos cosas. Una rebeldía ante la prematura muerte de su padre que ha ido mutando en aceptación cicatrizada y un agradecimiento profundo y amor a todos esos personajes mágicos —los Ponce— que la acompañaron en esos meses atroces.

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