Por Federico Bianchini
Fotografía: Cortesía.
Edición 438 – noviembre 2018.
Cristian Gorbea se desbarrancó durante una carrera de aventura y terminó atrapado en una roca de dos metros con un precipicio a sus pies y cóndores revoloteándolo. ¿Cómo funciona la cabeza de un hombre que espera la muerte?
La muerte se esconde ahí nomás. En un lugar oscuro, difuso, pero cercano: vaya uno a saber dónde. El 13 de septiembre de 2010 estuve a un tris de irme. Siempre estamos a un tris de irnos. Hay que conocer la diferencia y aprovecharla.
Cuanto más jóvenes somos, más inmortales nos creemos. Con el paso de los años, con la muerte de familiares y de amigos, uno se va dando cuenta de que esto, la vida, es así mientras dura.
Pero todo estaba oscuro, no había luna ni ganas de teorizar. Estaba yo, trabado contra un arbusto, mientras pensaba: quedate quieto, esto es peligroso. Esperá que amanezca, que se vea el camino.
Con mucho cuidado saqué la mochila, la puse a un costado y busqué la manta de papel aluminio. Me tapé y cerré los ojos. Hacía frío. Miré el reloj: eran las 2:15 de la madrugada. Solo oía el ruido del viento, de una pequeña caída de agua, de mis dientes chocando entre sí. Tomé varios sorbos de la cantimplora y traté de dormir. Al rato, volví a mirar el reloj. Habían pasado dos minutos.
***
Después de correr once horas de una carrera de 80 kilómetros en el cerro cordobés El Champaquí, el gerente de Recursos Humanos del Banco Hipotecario, Cristian Gorbea, se dio cuenta de que había perdido el camino. Siguió trotando. Empezó a bajar, pastizales, pendiente, pero su objetivo era hacer una buena carrera. No quería perder posiciones.
La linterna que llevaba sobre la cabeza alumbraba lo suficiente como para saber que por ahí no podría retomar el sendero. Pero vio, delante de él, más abajo, las luces de otros corredores y pensó en agarrar un atajo. Entró en un bosque de tabaquillos. Mientras tomaba agua de un arroyo, se dio cuenta de que se había perdido. No iba a estar entre los treinta primeros. Siguió bajando, trotaba despacio. No veía nada. Pensó: Dios, cambio el podio por salir vivo de este lugar. Y el piso, bajo sus pies, pareció desaparecer
***
Cuando amaneció descubrí dónde había caído: una cornisa de roca, entre matorrales, de medio metro de ancho por dos de largo. Tuve dos sentimientos contradictorios. Me asomé al vacío. 150 metros de precipicio. Pánico. Si me caía centímetros a la derecha, milímetros a la izquierda, ahora estaría muerto. Alegría eufórica. Por haberme enganchado en este tabaquillo. Por estar vivo.
Me duró un rato. ¿Cuánto? En una cornisa, en el medio de las sierras, con los pájaros como única compañía, el tiempo tiene otra intensidad. Se hace profundo. Fue un rato largo aunque, quizá, hayan sido pocos minutos.
De a poco recobré la lucidez y empecé a luchar contra mí mismo. Repetía: no tendría que haber caído acá. Debería haber doblado a la derecha, ido más despacio, esperado. Estaría duchándome en el hotel.
2 300 metros de altura, quince grados de temperatura, apoyado en la roca, sentado en un hueco perfecto, hecho como para que yo pusiera la cola. Frente a un tabaquillo que detuvo la caída. Hacia arriba: una pared de unos tres metros, prácticamente lisa. Traté de trepar; demasiado empinada. Había musgo, algunos pliegues de cinco o diez centímetros. Imposible subir por ahí.
Volví a intentarlo.
Pensé: me equivoqué una vez y estoy vivo. No puedo empeorar una situación que ya es mala. No voy a tener otra oportunidad. Tengo que tranquilizarme y esperar. Son las seis de la mañana. A las doce termina la carrera. Hasta esa hora soy un corredor más; no el imbécil de la cornisa. Van a venir, con suerte, mañana a la mañana. La noche de hoy, de nuevo, voy a estar solo. Esto es un juego de paciencia, un juego mental con un único participante.
Soy yo.
Y no quiero jugar.
***
Muchas veces, Cristian Gorbea sobrestima su capacidad deportiva. Piensa que termina una carrera en diez horas y tarda dieciséis. Su esposa Claudia Rama lo sabía.
También sabía que ahí, en el medio de la sierras, no había señal de celular. Así que cuando el domingo al mediodía su papá, Francisco, la llamó preocupado, ella lo tranquilizó. Seguro no había pasado nada.
Tres horas después, Francisco repitió el llamado. Esta vez, Claudia decidió comunicarse con la hostería donde se había alojado Cristian. Un hombre que había corrido la carrera le dijo que, en ese cerro, demorarse era algo común. Ella le creyó. Su hija, no.
Desde el primer momento, Belén (dieciocho) pensó que su papá, Cristian Gorbea, estaba muerto. Santiago (catorce), el más chico de la familia, le pidió a su hermana que no se preocupara. Le dijo que debía estar bien. Ellos siempre miraban documentales de rescate y su papá tenía la cabeza fría, sabría qué hacer. Después de decir eso, se encerró en su cuarto a chatear con sus amigos. No salió hasta la noche.
Alrededor de las 17:00, la policía de San Javier los llamó por primera vez. Le pidieron a Claudia que denunciara que Cristian estaba perdido. Sin ese trámite, no podían empezar a buscarlo.
La segunda llamada distó de la primera en una hora. Y hubo más. En todas, después de atender y escuchar una voz con tonada cordobesa, que no era la de su marido, Claudia pensó que iban a anunciarle el título de una tragedia. Pero no. Nadie sabía nada.
Alberto Beúnza, amigo de Cristian, le propuso que viajaran a Córdoba, en auto, esa misma noche. Ella dijo: “Mejor en avión, mañana, a primera hora”.
Esa noche, imaginando lo que iba a pasar el día siguiente, Claudia no pudo dormir. Con los ojos cerrados, rezó durante horas. Pensó en Ricardo Gorbea, el padre de Cristian, fallecido cinco años atrás. Le pidió que lo cuidara. Se tranquilizó al oír la voz de su suegro repitiendo, como en un susurro: está bien, Cristian está bien.
Los ojos cerrados, ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, cuando se acordó del triatlón de 2004. Detenido al costado de la ruta, Cristian fue atropellado por otro ciclista. Tres costillas rotas y una fractura en la pierna.
Desde ese momento, días antes de las carreras, Claudia le cosía en una de las mangas una medallita de san Benito para que lo cuidara.
Los ojos cerrados cuando se acordó de que vaya uno a saber por qué, justo esta vez, se había olvidado de coserle la medallita.
***
Decidí armar una rutina para no volverme loco. Revisé la comida: cuatro barras de cereales, varios geles, chocolates, alfajores. Bien racionada, podía durarme cinco días. Encontré un pequeño hilo de agua. Sed no iba a tener. Busqué las pilas de repuesto para la linterna. Las que llevaba se habían perdido en la caída.
Cada diez minutos, tocaba el silbato de emergencia y gritaba auxilio. Cada quince, me incorporaba y con la espalda apoyada en la roca, caminaba lento hacia el hilo de agua. Gota tras gota, la cantimplora tardaba veinte minutos en llenarse.
A lo lejos, veía un pastizal. Con el viento, los pastos se movían. Vi cuatro caballos. Vi un rancho con una ventana enorme. Vi a un Cristo en la cruz. Vi a cinco personas que parecían buscarme. Y vi, después, cómo el pasto se movía de un lado al otro y todas estas alucinaciones desaparecían de golpe. No me asusté. Me había pasado en otras carreras: el cansancio, la falta de comida y de sueño hacen que uno se imagine cosas.
Un pájaro se posó en un árbol cerca. Me miraba. Sentí su compañía. Traté de establecer un vínculo con él. Quise hablarle, pero se fue antes de que pudiera decirle algo.
Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio. Me senté. El sol empezó a bajar. También la temperatura. A las ocho ya estaba oscuro. Prendí la linterna. Tal vez alguien pudiera verme. Me tapé con la manta de papel de aluminio, me acosté en posición fetal. Cerré los ojos. No sé si fue por el cansancio o la tensión, pero pude. A ratos, pero pude.
A la madrugada me despertaron los truenos. No tenía más que una manta. Hacía frío. Si llovía, la iba a pasar mal en serio.
Sin reconocer que lo único que podía tranquilizarme era un juego mental, me acordé de que en la inscripción un corredor de 68 años me había dicho que este cerro tiene un raro mineral que genera un microclima en la zona.
No va a llover. Mineral milagroso. No va a llover.
***
Desde el patio de su casa, a unos cuatro kilómetros de San Javier, el bombero José Luis Altamirano, exhausto después de haber corrido la carrera en quince horas, vio en el medio de la cuesta la luz de una linterna. Eran las cuatro de la mañana del lunes. Llamó a la organización. Alguien se había perdido.
Unas horas después, él y otros cinco bomberos, dos policías y gente de la organización fueron a la zona. Sabían cuál era el paraje, pero no el lugar donde estaba el hombre.
Altamirano presentía que el perdido vivía. Quería encontrarlo. Era su primera competencia. Su tierra. Y el hombre perdido, su compañero de carrera. Algunos de los que buscaban no tenían radio. Era escuchar un grito y preguntar: ¿Fuiste vos el que gritó? ¿Fuiste vos el del silbido? A esto se le sumaba el ruido de los dos helicópteros y del avión que daban vuelta por la zona. Estaban en una de las cuestas cuando apareció la neblina. Con la lluvia, el frío se hizo más intenso. Decidieron suspender la búsqueda un rato y bajar a la base del cerro.


El lunes amaneció nublado. Cielo gris, ánimo azabache. Saqué chocolate para el desayuno. Lo abrí con cuidado. Lo partí en dos, me metí una parte en la boca y lo saboreé sin pensar, jugando con la lengua.
Desde arriba no podrían verme. Quizá escucharan mis gritos o el silbato, pero solo me podía encontrar alguien que viniera desde abajo, desde el valle.
Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio.
A ratos, las nubes bajaban, se acercaban a la montaña. No iban a encontrarme.
Mis ruegos a Dios, que eran internos, se fueron transformando en gritos desesperados.
¡Sacame!
¡Sacame, por favor!
¡Hacé algo!
¡Sacame!
¡Ya aprendí lo que tenía que aprender!
Si hubiera sabido que nadie iba a escucharme, igual habría gritado.
***
La última vez que Lisandro Tagle vio a su amigo Cristian Gorbea fue durante la primera hora de la carrera. Corrieron juntos hasta que en una subida Cristian se alejó. Ahora, esperando en el aeropuerto de Córdoba el avión que traía a Claudia Rama y Alberto Beúnza de Buenos Aires, Lisandro pensaba qué habría pasado si hubiesen estado juntos más tiempo.
Después de encontrarse, los tres fueron en auto hasta San Javier.
Lisandro y Alberto iban a recorrer el pueblo buscando baqueanos. Después, irían a una estancia al pie del Champaquí.
Cuando llegaron a la posada, Claudia vio en el estacionamiento el Volkswagen Gol verde, cuatro puertas, alquilado por su marido.
Podría haberse quedado llorando. Nadie la habría culpado. Pero, en cambio, fue a la estación de policía a declarar, coordinó la búsqueda del helicóptero y el avión privado, pensó en la posibilidad de que lo encontraran herido y llamó a la obra social para que le consiguiesen un médico. Así, pudo sentirse útil, ocupada en algo.
Mientras, atendía las llamadas de amigos y familiares. Algunos la reconfortaban. Otros le decían que su marido estaba loco. Una de sus amigas arriesgó: “Seguro está muerto”.
***
Me entreno desde hace veinte años. Corro carreras de aventuras. Hice trekkings que duraron una noche entera. Vi, junto a mi hijo Santiago, decenas de documentales de rescatismo. Eso me ayudó.
Estaba en un lugar que podía aguantar mi peso. Tenía comida y agua. Perderse formaba parte de las reglas del juego. Y para jugar uno empieza por aceptarlas. Conozco montones de historias de gente que se equivocó de camino, que se rompió una pierna, que no pudo llegar. Tranquilo.
Me acomodé contra las rocas y pensé en mi familia. En el día en que me casé, los nacimientos de mis hijos, los trabajos que tuve, la escalada al Aconcagua, las carreras de expedición. Pensé en la charla en la que Fernando Parrado contaba su supervivencia en los Andes. Él pudo sobrevivir en condiciones mucho peores. Pensé en mi mamá, en mi papá, ya fallecidos, en los buenos momentos que pasamos juntos. Pensé que había tenido una vida plena. Pensé que si alguien me decía que este era el final, mi respuesta sería que no me arrepentía de nada.
Grité auxilio. Hice sonar el silbato. Grité auxilio.
Creí oír un ruido. Temí otra alucinación, pero un helicóptero, negro, pasó real sobre mi cabeza.
Más gritos, desesperados.
Por favor.
Que alguien.
Quién sea.
Me escuche.
***
Al ver la cara de preocupación de los dos hombres, Luis Dorado, dueño de las 1 200 hectáreas de la estancia al pie del Champaquí, recordó, en un destello de intuición, los cóndores que esa mañana había visto revolotear sobre la cuesta de las cabras. Pensó: el hombre ya es carroña. Y mandó a dos baqueanos, a ver si encontraban algo.
Gabriel Ledesma subió con su compañero Darío Peco Díaz y Felipe, un perro cruza de ovejero. Conocía la zona, pero no mucho. El precipicio lo impresionó. Ciento ochenta metros de caída. Una sensación extraña, un vacío en el estómago. Le pidió a Peco que le sacara una foto con el celular.
Por encima de sus cabezas, pasó el helicóptero. El grito. El eco del grito. Gabriel no supo si era Cristian o un lugareño que buscaba al corredor. Otro grito.
Era Gorbea. No había duda. Pero dónde estaba. El gerente de Recursos Humanos del Banco Hipotecario prendió su linterna. Detrás de un árbol, Gabriel vio la figura. Lo había encontrado.
Subió por la cuesta hasta llegar al lugar donde el piso había parecido desaparecer. Trató de ver a Gorbea. No pudo.
—No te veo.
—Estoy acá.
— Quedate ahí. Tranquilo. Ya avisé por handy a los bomberos. Yo me quedo con vos. No me voy hasta que te rescaten. Si me tengo que quedar toda la noche, me quedo toda la noche.
Cuatro metros más abajo, de pie en la cornisa angosta en la que había pasado las últimas 42 horas, sin un rasguño, emocionado, Cristian Gorbea lloraba.
45 minutos más tarde, el bombero José Luis Altamirano agarraba el brazo del hombre atado con un arnés de soga naranja. Ahora, lloraban todos.
—Yo entiendo mi llanto, pero no el de ustedes. No me conocen —dijo Gorbea.
—No te imaginás lo que sentimos al encontrarte vivo —respondió alguien.
Cuando Claudia Rama llegó a la estancia encontró a su marido, la ropa sucia, tomando un plato de sopa. Gorbea no entendía qué hacía su esposa, sus amigos, la gente del banco en ese lugar. Parecía metido en una película. No hablaba de la cornisa, de las 42 horas, de las alucinaciones, los ruegos, la tormenta eléctrica. Relataba la caída. Decía: “Iba 32 en la general”. Como si eso fuera lo importante.
***
Estoy viviendo tiempo gratis. Fue un milagro. Lo cuento y no lo entiendo.
Pero todos sabemos que vamos a morir y lo negamos, cada día, al levantarnos de la cama.
Intento pasar más tiempo con mi familia.
Intento disfrutar los momentos. Pero, ¿no tratamos todos de disfrutar los momentos?
Aprendí la lección. Pero competir es mi vida.
Voy a tomar más recaudos. Pero no voy a dejar de competir. No puedo.
Pensé mucho en lo que me pasó en el cerro. ¿La conclusión? Me pido a mí mismo, le pido a Dios, no olvidarme de lo que pasó. Sin embargo, tenemos la inercia de vivir negando la muerte.
Nuestra cabeza funciona así. Y mientras corro, yo sigo siendo inmortal.
“En momentos difíciles, mantener el corazón caliente y la cabeza fría puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Todos estamos sostenidos por hilos invisibles que vamos forjando a lo largo de nuestra vida. Hoy agradezco la generosidad de todos los que ayudaron a que haya vuelto a nacer”.
Esa experiencia impactante, esa cercanía con la muerte y el renacer que vivió una vez rescatado son protagonistas de su libro “Un sendero equivocado. 42 horas al borde del vacío”.