Si hay una institución que ha sido central y que ha marcado los tiempos en la historia ecuatoriana, esta no es otra que la hacienda. Todo ello explica la gran cantidad de estudios que se han hecho sobre el agro. En realidad, muy pocos son los ámbitos de nuestro pasado que han concitado tanta atención.
Su protagonismo, ya de por sí, viene dado por su larga duración en el tiempo. Pocas son las instituciones que pueden presumir de una vida tan dilatada. Sus orígenes se remontan a los años inmediatamente posteriores a la Colonia cuando el cabildo quiteño llevó a cabo los primeros repartimientos de tierra a los vecinos españoles de la ciudad.
Pero la verdadera importancia de la propiedad rural viene dada por su condición de articuladora de la economía nacional. Ni siquiera la irrupción de la era petrolera ha sido capaz de eclipsar su brillo. Pero la tierra ha sido algo más que economía, también ha entrañado complejidades que exceden este campo. Hay que tener presente que ha sido un factor que ha conferido a sus poseedores notoriedad, estatus y valor simbólico.
A la final la hacienda dio continuidad al señorío, esa institución que los españoles trasladaron a América. En sus territorios fue donde se inventaron relaciones laborales inéditas y nuevas formas de convivencia entre los mundos blanco-criollo e indígena.
Por último, la hacienda ha sido campo de batalla y objeto de severas críticas que han puesto de manifiesto las injusticias y los atropellos que se cometieron en su interior. Ríos de tinta han corrido para hacer tales denuncias. Ahí están las protestas de Montalvo o las severas denuncias que hizo Jorge Icaza en su famosa novela Huasipungo.
El impacto de la hacienda

Una consecuencia que ya de entrada provocó la hacienda fue una rápida expansión de la frontera agrícola a costa de la roturación de los viejos bosques que cubrían los valles andinos más húmedos. Hay que advertir que comarcas como Machachi, Los Chillos o Uyumbicho albergaban verdaderas selvas que habían permanecido vírgenes desde tiempos precolombinos.
En este sentido, a la hacienda hay que adjudicarle la autoría del primer gran cambio del paisaje, así como también una de las más dramáticas alteraciones ecológicas que se han registrado en el país. Para hacernos una idea de la magnitud del desastre hay cálculos que indican que a comienzos del siglo XIX la hoya del Guayllabamba ya había perdido más del 80 % de su antigua cubierta vegetal. Esto mismo se repetirá años más tarde en la cuenca del Guayas.
La importancia de la hacienda viene dada por el enorme peso que desde siempre ha tenido en la economía nacional. Fue a través de esta cómo se dinamizaron los mercados internos y cómo el país logró incorporarse a las redes internacionales del comercio. De ahí ese estribillo insistentemente repetido de “Ecuador, un país esencialmente agrícola”.
La hacienda, sin embargo, no solo estuvo orientada a la agricultura, sino que también estuvo integrada en la industria obrajera quiteña. Muchos de los latifundios y páramos anexos fueron el albergue de grandes rebaños de ganado ovino. Hay cálculos que cifran la población de ovejas en más de un millón. Esto quiere decir que en la época tocaban a razón de dos o más cabezas por habitante.
Mientras duró el auge de los textiles quiteños, el complejo hacienda-obraje fue el nervio principal de la economía quiteña. Las exportaciones de telas y bayetas al Perú y a la Nueva Granada son las que permitieron que fluyera plata y oro a Quito. Este tráfico comercial resultaba crucial en la medida en que, gracias a este, la Audiencia logró monetizar su economía.
Hay que tener presente que “El Quito” era una región particularmente pobre en metales preciosos. A raíz de la crisis de los obrajes, un hecho que empezó a ocurrir en torno a la década de 1720 y que se agudizó más tarde, la hacienda también fue cayendo en un severo declive.
A partir de estas fechas fue cuando la propiedad rural empezó a mostrar ese ruinoso y miserable estado tantas veces descrito por los viajeros. Lo más grave fue que no se trató de una crisis meramente coyuntural, sino estructural. Su magnitud fue tal que la Sierra centro norte no logró levantar cabeza hasta doscientos años más tarde.
Tan exiguos eran los réditos que producía que muchas tierras se dedicaron al autoconsumo o simplemente dejaron de cultivarse. James Orton, un viajero de la década de 1870, certificó que en la hacienda Pinantura, en aquel entonces el mayor fundo ganadero del país, ¡era imposible conseguir “un cuarto de leche y una libra de mantequilla”!
Uno de los factores que también dieron pie a que la crisis se dilatara en el tiempo fue la falta de caminos que facilitaran el comercio Sierra-Costa. Para hacernos una idea de las dificultades que tenía la hacienda para comercializar sus productos hay que tener presente que, hasta comienzos del siglo XX, Guayaquil se abastecía regularmente de granos y hortalizas del norte peruano.
La hacienda cacaotera
Si en el interior andino la propiedad rural se hallaba en franca decadencia, en la Costa, particularmente en la cuenca del río Guayas, las haciendas entraron en pleno apogeo. La entrada en escena de la economía cacaotera fue la varita mágica que volvió atractivas y productivas unas tierras que hasta ese momento habían permanecido baldías.
Su peso fue tal que, a lo largo de más de 150 años el cacao se convirtió en el centro gravitante de la economía quiteña y luego de la ecuatoriana. De estas fechas datan el enriquecimiento y la expansión urbana que experimentó el puerto de Guayaquil. Hasta la década de 1910 el impuesto a las exportaciones cacaoteras fue el principal rubro de financiación del presupuesto estatal.
El prestigio que llegó a tener la “pepa de oro” fue lo que, a lo largo de más de treinta años, hizo del Ecuador el más grande exportador del mundo. Asimismo, durante unas cuantas décadas, la hacienda Tengüel llegó a ostentar el récord de la mayor productora de cacao del planeta.
La afluencia de dinero que trajo consigo su comercio fue el origen de las primeras grandes fortunas guayaquileñas, unas fortunas que, por cierto, se dilapidaron inmisericordemente en los casinos y balnearios más exclusivos de Europa.
La bonanza a la que dio lugar el cacao, sin embargo, tuvo una fecha de caducidad. Hacia la década de 1920 la producción se contrajo dramáticamente, una situación que obligó a las haciendas a reinventarse a fuerza de diversificar su producción. A partir de ese momento, el agro se volcó a la ganadería y al arroz, ese otro producto estrella de la economía del litoral. Más tarde, hacia fines de los cuarenta, irrumpió el banano dando inicio a otro de los ciclos más prósperos de la ruralidad costeña.
La modernización de la hacienda serrana
La recuperación de la hacienda serrana, sobre todo la de la Sierra centro norte, está directamente relacionada con la construcción del ferrocarril. Gracias a este hito de la ingeniería fue como el agro serrano logró rehabilitarse y modernizarse. La clave de todo estuvo en que los agricultores finalmente lograron acceder al codiciado mercado de Guayaquil. Solo para hacernos una idea, en 1921 se enviaron a la Costa casi veintisiete mil toneladas de productos, una cifra impensable hacia principios del siglo XX.
Este fue el incentivo que los impulsó a producir excedentes y a instaurar esa novedad que fue la industrialización de los lácteos. El ferrocarril, en definitiva, fue uno de los factores que hicieron que la hacienda se convirtiera en empresa.
Los propietarios dejaron de ser rentistas pasivos y ausentes para convertirse en empresarios que manejaban directamente sus fincas. Este nuevo ciclo quedó bien reflejado en la construcción de esas bellas y confortables casas de hacienda y en la revalorización de la tierra. Pero con el ferrocarril no todo fueron beneficios.
En realidad, a la larga, resultó ser un arma de doble filo. Si bien es un hecho que reactivó la economía del agro serrano, los agricultores también tuvieron que hacer frente a la producción extranjera. Aquí el trigo nacional fue el gran damnificado debido a que, por precio y calidad, no podía competir con el grano que provenía de Norteamérica. Hasta bien entrados los años cuarenta del siglo pasado fue muy común ver cómo las asociaciones de agricultores instaban al Estado a poner un límite a las importaciones extranjeras.
Otro de los factores que modernizaron la hacienda serrana fue su mecanización. Sobre todo, el tractor volvió más eficiente el manejo de la tierra, algo que derivó en un incremento de la productividad. La introducción de este portento también hizo trizas uno de los problemas que padeció desde siempre: su exceso de dependencia del aporte de mano de obra indígena.
Si hasta comienzos del siglo XX las haciendas tenían valor, no en función de su extensión sino de la cantidad de peones adscritos a la propiedad, ahora este factor dejó de ser operativo. Fue, pues, el tractor y no la ley lo que en realidad logró abolir el concertaje. Hay que tener presente que la institución, pese a que había sido legalmente prohibida, en la práctica siguió funcionando bajo otros ropajes.
La mecanización del agro dio al traste con todas esas viejas relaciones laborales que se habían mantenido inamovibles desde hacía siglos, incluso en sus aspectos más simbólicos. Gracias a este ingenio mecánico fue como en el interior de la hacienda se produjo el ascenso social de determinados individuos.

Reforma agraria
La modernización de la hacienda serrana también motivó los primeros intentos de llevar a cabo una reforma agraria integral. Curiosamente esta iniciativa surgió dentro de un círculo de intelectuales conservadores que estuvo activo hacia la primera mitad del siglo pasado. Muy influidos por el catolicismo social que impulsó la Iglesia, buscaron democratizar el acceso a la tierra e introducir el novedoso concepto de función social.
Personalidades lúcidas como Jijón y Caamaño o Tobar Donoso ya advirtieron sobre la urgencia de poner fin al gran latifundio. Su propósito fue convencer a los agricultores de que el manejo de extensiones más abarcables podían traducirse en una mayor productividad. La iniciativa también fue secundada por Ítalo Paviolo, un ingeniero italiano que asesoró al Gobierno ecuatoriano en los años veinte.
Este experto fue un gran crítico de esa “desmedida manía” de los ecuatorianos por acaparar tierras. Sus ideas, que tuvieron mucho eco entre agricultores y políticos, ya advertían sobre lo pernicioso que era mantener a ese gigante con pies de barro que era el latifundio. La injusticia que esto comportaba es lo que llevó a Tobar Donoso a encontrarle “un punto de verdad” a eso de “la propiedad es un robo”, la famosa frase del anarquista Proudhon. Jijón y Caamaño, igualmente, sostuvo que el “acaparamiento del suelo por pocas manos era incompatible con el bienestar social”.
Lo mejor, por lo tanto, era democratizar la propiedad y permitir su acceso al mayor número posible de campesinos. La Iglesia, que se involucró directamente en esta empresa, acometió la tarea de formar cooperativas dedicadas a comprar grandes fundos que luego fueron fraccionados.
Gracias a su concurso y a través de la Cooperativa Montúfar, se adquirieron tres haciendas en la provincia del Carchi, que se lotizaron y repartieron entre los socios. Una operación parecida se llevó a cabo con un latifundio ubicado en Yaruquí. La Acción Católica ecuatoriana, en este sentido, llevó a cabo la que bien puede considerarse como la primera reforma agraria del país.
El desmantelamiento del latifundio, sin embargo, también hay que verlo dentro de las estrategias que el mundo conservador trazó para evitar la expansión de las ideas socialistas y de izquierdas que ya habían hecho acto de presencia. El lema que utilizaron lo dice todo: “Un propietario más, un comunista menos”.
Estos cambios supusieron otra manera de dar el paso de la hacienda símbolo a la hacienda empresa. Dicho de otra forma, los nuevos tiempos liquidaron ese viejo y trasnochado concepto de “señorío” que, sin lugar a dudas, alimentaba la obsesión por coleccionar los célebres “juegos de haciendas”.