Por Daniela Merino Traversari.
Fotos: Archivo Ana Fernández.
Edición 427 – diciembre 2017.

Sus ojos negros parecen traspasar la pantalla de mi computador. Esta artista, de mirada muy intensa, me concede una entrevista a las ocho de la mañana, vía Skype. Al fondo puedo ver telas y papeles de colores que forman parte del caos artístico de su estudio. No es difícil imaginarla a sus seis años experimentando la vida a través del arte. Una pequeña Pollock. Ya desde entonces los dioses le concedieron el privilegio de conocer su destino. Todo sería una fiesta de color. Poesía con la línea, con la forma y las palabras. Habría un Ecuador tropical, contemporáneamente barroco o barrocamente contemporáneo. Galaxias de preguntas filosóficas y existenciales. Habría flores. Margaritas multicolores. Universos de animales mitológicos. Habría Miranda Texidor, una mujer vestida de verde y mallas rojas. Un alter ego, un doppelgänger que es ella misma. Es decir, en su destino siempre habría arte, muchísimo arte.
Ana siempre me ha llamado la atención por su carácter polémico. Y cada vez que me encuentro con ella, se lo digo. Y nos reímos. Un post suyo en Facebook puede provocar un incendio o un tsunami, dependiendo de la intensidad de sus palabras. Su mirada hacia la política y hacia nuestro medio artístico puede ser muy crítica y a veces muy dura. Me gusta su ironía y me gusta porque está presente en su arte, palpitando en cada una de sus piezas. Su obra no intenta ser lo que ella no es. No está en ese grupo de artistas. En lo absoluto. Su arte es un espejo directo de sus pensamientos, un traslado a la tinta y al papel de su postura frente a la vida.
Un título como Masivas concentraciones explosivas de colores atacan a la galaxia gris (2003) nos habla de las grandes preguntas de la vida: ¿de qué estoy hecha? ¿Para qué estoy en el mundo? ¿Cuál es el propósito de la existencia humana? No hay afán de encontrar respuestas, únicamente de buscarlas, porque ahí está el propósito y la fuerza del arte. Se trata de buscar un indicio de la verdad a través de la línea y del color, elementos básicos de la expresión artística, pero de un color explosivo y fulminante. Como los del big bang.
“Un artista tiene que ser como un científico”, dice Ana cuando hablamos de la investigación en el arte, de leer y volver a los orígenes de los textos que leemos ahora. Se trata de mirar con una lupa o bajo el microscopio la materia de la que estamos hechos como humanos: cómo pensamos, cómo sentimos, cómo desmenuzamos la existencia. Y para Ana somos muchas cosas: valientes hombres de la patria, perros y perras, animales salvajes, jardines exuberantes, siempre a través de un trazo firme y seguro, nunca titubeante.
En su trabajo no hay forcejeo y la artista ha logrado mantenerse fiel a medios tradicionales como el dibujo y la pintura, medios que hoy en día podrían pasar por obsoletos en nuestro circuito artístico donde “se privilegia una sola manera de hacer las cosas”. Según Ana, esa única manera de hacer las cosas es lo conceptual, junto con la economía de medios. Entonces el tema del mundo artístico de nuestro país la preocupa:
“No hay gente que teorice sobre nuestro arte, todo va y viene… Ya que nadie escribe, entonces me toca escribir a mí”. Considera importante que la obra se desmenuce, “si no, se queda en lo light y nunca vamos a entender de qué mismo estaba tratando el artista”. Aunque los textos teóricos de arte estén dirigidos a un público muy reducido, es importante que exista esa constancia.

Sobre todas las cosas, considera inconcebible el cierre del Museo Nacional. Siento su rabia. Tiene razón. “Es un crimen de lesa humanidad y la gente que lo cerró deber ser puesta a juicio político”. Y es que no existe un lugar donde podamos pararnos a mirar hacia atrás y observar el horizonte de dónde venimos. No venimos de una calabaza. ¿Cómo es posible que no exista un museo nacional? Es de terror. “Somos work-in progress”, dice mirándome fijamente a los ojos y se ríe con un tinte de ironía que es tan ella.

Toda esta problemática del arte en nuestro medio fue la motivación para que Ana se fuera a estudiar a otro país, pero, paradójicamente, fue lo mismo que provocó su regreso.
De Italia a Donald Trump
Luego de estudiar tres años en la Universidad Central, Ana fue a la Academia de Bellas Artes de Urbino, pero la bella Italia, tierra de Leonardo y Miguel Ángel, no la terminó de convencer. El San Francisco Art Institute fue su destino final, luego de vivir un año en Bruselas y otro en Boston. La educación artística norteamericana la sedujo tanto que regresó a la costa oeste para sacar su maestría en el California College of the Arts y desde 2007 su vida ha transcurrido entre Quito y San Francisco.
Así, sin más, como tomarse una taza de café, Ana decide que su vida y su corazón están partidos entre Quito y San Francisco, y prefiere disfrutarlo que hacerse más problemas. Además, no está nada mal dar clases de Art Appreciation y Creative Self Expression en el Foothill College of Arts. Pero San Francisco le ha ofrecido mucho más que una carrera artística. Es la ciudad donde conoció a su actual esposo: Fausto Wolffenbuttel, y a las amistades de su vida: maravillosas mujeres con las que ha compartido muchas experiencias desde que su hija Amina iba a la escuela y con las que hasta el día de hoy sigue teniendo un grupo de costura, casi igual al grupo en el que participa en Quito y que acaba de inaugurar la exhibición Flora en El Container.

Uno de los acontecimientos cruciales que la obliga a indagar en el tema de la violencia, tema central de su última serie de dibujos y pinturas titulada Pistolas y rosas, expuesta hace poco en la galería Ileana Viteri, fue el asesinato del hijo de una de sus íntimas amigas de San Francisco, un crimen que ha sido parte de la ola de violencia que viene atacando a la sociedad norteamericana desde hace varios años. Su hija Amina y el muchacho fueron compañeros de guardería, por lo que este suceso la tocó directamente.
Pero el proceso de acompañar a su amiga en este luto, quién se volvió activista después de la matanza y está a favor de la desaparición del Second Amendment de la Constitución la hizo reflexionar profundamente y plantearse un trabajo con nuevos contenidos artísticos.
La serie Pistolas y rosas, en su mayoría hecha de dibujos en tinta china, surge a raíz de todos estos acontecimientos de carácter violento. No es una serie de fácil digestión. Nos muestra el lado más oscuro del ser humano: cómo somos capaces de aniquilarnos los unos a los otros, pero ni siquiera de frente, siempre detrás de una máscara animal. Y entre esa belleza del trazo firme, muy característico de los trabajos de Ana, brotan inmensas gotas de sangre. Un rojo carmesí lo salpica todo. Estamos presentes en la escena de un crimen: el asesinato del embajador ruso Andrei Karlov, con nueve tiros por la espalda, o frente al ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos, el peor crimen de todos. Es muy perturbador. Asfixia. No queremos mirar, pero no hay más remedio. Nuevamente, nos encontramos frente al espejo como raza humana.
Sin embargo, en medio de tanta violencia, surge también la naturaleza: las flores, las rosas, que nos remontan a una belleza más primitiva. Se trata de un leitmotiv en la obra de Ana desde hace algunos años, un rastro de nuestra cultura popular que por una milésima de segundo nos da un respiro. Ese impulso criminal, capaz de asesinar de la manera más feroz, es quizá el mismo impulso que nos lleva a construir las más hermosas catedrales y crear las sinfonías más sublimes. Somos esa ambivalencia, es real. Lo más difícil es aceptar esa dualidad.
Le pregunto sobre Donald Trump, pintado en una de sus obras.
Él es la consecuencia “del terror de haber tenido un presidente negro”. Es la expresión máxima del “supremachismo blanco”. Me encantó esa palabra: supremachismo. No lo quiere. Pero, ¿y quién lo quiere? Los americanos porque Trump los va a proteger de “los bad hombres,” “he is the angry white male”. Todo un tema. Podría quedarme tres horas más hablando con Ana sobre Donald Trump. Da miedo, “tiene los controles nucleares bajo sus dedos”.

Se eriza, como es lógico. Pistolas y rosas ha sido un éxito, ha tenido excelentes críticas y ha dado mucho que hablar. ¿Se vendió la obra? Poco. “Nadie quiere un cuadro de la matanza de Orlando en su comedor”. Solo un coleccionista inteligente.
Ahora Ana se encuentra disfrutando de su doctorado en Artes Visuales. Puedo ver cómo le brillan los ojos al hablar de todos los autores a los que tiene que leer: Barthes, Freud, Nietzsche, Baudrillard, McLuhan, y sobre todo los clásicos “porque hay que regresar a las fuentes,” me dice. Le interesa mucho el tema de la espiritualidad de las mujeres en el arte y por ello estudia a Hilma af Klint, de lo que probablemente trate su disertación. Es admirable su permanente deseo de reinvención. De alguna manera sigue siendo esa niña que jugaba a ser Jackson Pollock a los seis años en los campamentos de arte de la Casa de la Cultura. Da lo mismo si tiene que construir un museo ambulante en una caja, coser unas flores gigantes o pintar el destino de la raza humana. Su galaxia siempre se expande, al ritmo del universo. Transformándose infinitamente.